López Obrador no es de izquierda, no de esa
Morena no es de izquierda desde su nombre mismo: un movimiento de regeneración nacional supone la recuperación mejorada de algo que estaba allí y se perdió
Definir la verdadera filiación política de Andrés Manuel López Obrador es tan complicado como definir a la izquierda. Coinciden sí, en la aspiración fundamental por una sociedad que deje atrás la injusticia social y la pobreza y en su crítica a los privilegios y excesos del capitalismo. Sin embargo, el pensamiento político y social de López Obrador no es el mismo que el de las corrientes de las izquierdas urbanas, sean las de la militancia histórica o las de inspiración socialdemócra...
Definir la verdadera filiación política de Andrés Manuel López Obrador es tan complicado como definir a la izquierda. Coinciden sí, en la aspiración fundamental por una sociedad que deje atrás la injusticia social y la pobreza y en su crítica a los privilegios y excesos del capitalismo. Sin embargo, el pensamiento político y social de López Obrador no es el mismo que el de las corrientes de las izquierdas urbanas, sean las de la militancia histórica o las de inspiración socialdemócrata moderna.
Lo anterior viene a cuento por lo que acaba de suceder en la Ciudad de México. Lo que vimos fue una reacción contra la candidatura de Omar García Harfuch de parte de cuadros y militantes que reivindican las banderas ideológicas del movimiento y repudiaron la externalidad del origen político y profesional del ex jefe de la policía. En los medios de comunicación fueron llamados puros o radicales, los propios protagonistas se definían como pertenecientes a la izquierda en contraposición a un candidato que no procedía de ella. Se entendía la preocupación, no están claras sus implicaciones futuras.
La pregunta es si López Obrador, el obradorismo como movimiento y Morena como partido son de izquierda. Tres entidades que políticamente se parecen y traslapan, pero no son equivalentes para efectos ideológicos. Durante este primer sexenio la pregunta es un tanto ociosa, porque el peso del liderazgo es tal que se contesta sola: ¿Qué es el obradorismo?: lo que haga, decida y piense López Obrador, trátese del ejército, de las relaciones con Washington o las variables macroeconómicas de corte neoliberal. Todo es instrumental de cara a la consigna “primero los pobres”. Se vale.
Pero una vez que el líder se retire el tema se hace imprescindible, porque ya se habla de los riesgos de que el gobierno de la continuidad siga siendo leal a la izquierda. ¿En qué momento una estrategia de conciliación o de inclusión de sectores medios en el próximo gobierno, si la hubiera, será cuestionada por esta izquierda como una traición a los principios ideológicos?
Desde luego Morena no es de izquierda desde su nombre mismo: un movimiento de regeneración nacional supone la recuperación mejorada de algo que estaba allí y se perdió, se suspendió o no alcanzó su potencial. Regenerar el tejido, los bosques o el cabello implica que existían previamente y habría que reponerlos. El nombre lo puso López Obrador y, me parece, es congruente con la esencia de su pensamiento ideológico y político.
En realidad, el tabasqueño procede de una corriente emanada de la Revolución mexicana que quedó trunca en sus aspiraciones sociales, aunque tuvo momentos claves en la construcción del pacto social entre el Estado y las mayorías oprimidas. El reparto agrario, la construcción de las grandes instituciones públicas y universales, el valioso contenido humanista y social inscrito en la Constitución, el cardenismo, las políticas asistenciales.
Habría que entender que el priismo de Tabasco, Garrido Canabal incluido, en el que López Obrador creció fue más radical que el del resto del país. A los 29 años fue presidente del partido en aquel Estado e intentó un asambleísmo popular que fue repudiado por los caciques políticos. Cinco años después se unió a la Corriente Democrática que rompió con el PRI de Salinas de Gortari, cuando Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, entre otros, impugnaron la deriva tecnócrata que se impuso en el partido y se rebelaron ante el abandono de las políticas asistencialistas y la preeminencia del Estado. Vamos, no surgió de la oposición, sino de la exigencia ortodoxa frente a los disidentes que tomaron el control.
Al definir a su movimiento como el de un humanismo mexicano, en realidad López Obrador reivindica la tradición histórica de la irrupción del México profundo en momentos políticos como la Independencia, la Reforma y la Revolución, y los breves e infructuosos intentos de “institucionalizar” esa irrupción: Benito Juárez, Francisco I Madero o Lázaro Cárdenas. López Obrador entiende que había una tendencia en el PRI en esa dirección que se quedó corta y frustrada. Es incorrecto creer que el tabasqueño intenta el restablecimiento trasnochado del PRI de Echeverría y López Portillo de los años setenta. Para él ese sería el PRI burocratizado. Buscaría, más bien, explorar en versión actualizada el potencial que aquel PRI esbozó en sus mejores momentos. Todo eso, además, aderezado con una buena pizca ética de cristianismo primigenio.
Su relación con la izquierda capitalina de las tribus ha sido táctica, nunca una fusión y mucho menos una subordinación. Nunca les dio un protagonismo real. Cuando dejó el gobierno de la Ciudad de México en 2006, la joya de la corona, se la entregó a Marcelo Ebrard de filiación centrista; los últimos presidentes de Morena, la empresaria Yeidckol Polevnsky y el itamita Mario Delgado no proceden de la izquierda; los coordinadores del poder legislativo de la 4T fueron ex priistas (Ricardo Monreal o los primos Mier de Puebla); el gabinete mismo fue formado por todas las corrientes pero con escasa representación de las tribus. A la izquierda le ha permitido sumarse, nunca dirigir.
Lo mismo podría decirse de la izquierda moderna de corte socialdemócrata, concentrada en la agenda de las nuevas banderas vinculadas a los derechos humanos, el feminismo, temas de género, ecología, discapacidad, etc. Son compañeros de ruta en tanto lo apoyen, pero tampoco protagonistas. Mientras la miseria siga siendo masiva, en la práctica y sin decirlo, López Obrador considera a tales reivindicaciones una distracción, una exquisitez pequeñoburguesa que ignora el problema fundamental. Son los “buena ondita”.
Irónicamente, una idea muy actual, por otro lado. Susan Neiman, una influyente filósofa de la izquierda, ha sacudido a estos ambientes con su reciente libro (Left is not woke). Una crítica acerba de estas nuevas agendas socialdemócratas que, en su opinión, han tribalizado, oscurecido y postergado la verdadera esencia de la izquierda: la lucha contra la injusticia universal y en favor del oprimido definido por las necesidades más básicas del ser humano.
Sin López Obrador en la conducción, el obradorismo se convierte en un enigma para lo que sigue. Basta ver la composición de los 23 gobernadores y los nueve candidatos que aspiran a serlo. Existe un corpus de banderas explícitas y políticas públicas desde luego, pero habrá muchos aspirantes a presentarse como los guardianes de la fe, los verdaderos intérpretes de un canon que, en realidad, no existe más que en la mente de muchos de ellos. Sobre todo si consideramos la laxitud de la noción de izquierda en la que se autodefinen por igual desde Xóchitl Gálvez hasta Marx Arriaga o John Ackerman.
Claudia Sheinbaum no perteneció a ese PRI, del que proceden muchos de los cuadros, pero, contra lo que se piensa, tampoco fue de las tribus tradicionales de la izquierda militante que hoy esperan un ascenso. A mí me parece una funcionaria de la administración pública, capaz, honesta y dedicada, de tendencia progresista y moderna, leal al fundador de Morena, cualquier cosa que eso signifique. Hereda un movimiento que, sin el líder cuya palabra y acción lo determinaba, constituye un impulso progresista que tendrá que seguirse definiendo en el camino.