Pintar destruyendo y destruir pintando: Vicente Rojo
Los cuadros de una serie eran chorreados, sumergidos, raspados, rayados o repintados día tras día hasta que poco a poco marcaba el final de la tarea y el abandono del cuadro-víctima
En las entrevistas que tras mucha resistencia empezó a conceder al final de los años sesenta, lo mismo que en sus evocaciones autobiográficas, Vicente Rojo (1932-2021) estableció una clara distancia frente a las pretensiones de “todo lo que significa socialmente ser pintor”. Con una certeza sostenida por decenios, Rojo argumentaba: “Mi interés era el de pintar y no el de ser pintor, lo que para mí, no es lo mismo”. Si uno piensa en la desmesura de las fantasías que encarnó el uso del pincel en los siglos recientes —la voracidad pictórica y sexual (...
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En las entrevistas que tras mucha resistencia empezó a conceder al final de los años sesenta, lo mismo que en sus evocaciones autobiográficas, Vicente Rojo (1932-2021) estableció una clara distancia frente a las pretensiones de “todo lo que significa socialmente ser pintor”. Con una certeza sostenida por decenios, Rojo argumentaba: “Mi interés era el de pintar y no el de ser pintor, lo que para mí, no es lo mismo”. Si uno piensa en la desmesura de las fantasías que encarnó el uso del pincel en los siglos recientes —la voracidad pictórica y sexual (Picasso), la excentricidad vocacional (Dalí) y el caudillismo dogmático (Siqueiros), etc.— se empieza a entender que el reto de Rojo era enorme: asumir la pintura como una labor hermética, interminable, ardua, despojada de teorías ni asideros, en gran medida antisocial, y que encaraba al espectador con la exigencia de su dificultad. Esa confianza en la importancia interna del misterio de la pintura, era en los tiempos y geografía de Rojo una apuesta quimérica.
Fue mediante una pintura establecida por restricciones, negaciones y prohibiciones, que Vicente Rojo se convirtió en un paradigma del pintor modernista en el sur. Ese apego a una inventiva que emergía de un escepticismo activo, era aún más asombrosa para un artista que provenía del naufragio de la Segunda República Española, y de la conciencia de las injusticias y espejismos del régimen de la revolución institucionalizada en México. Rojo acompañó su militancia por una pintura caracterizada, como escribió Juan García Ponce, por “un hermetismo cada vez más estricto y volcado sobre sus propias leyes secretas”, con la adhesión y la contribución a la cultura y literatura de la nueva izquierda. Esa es la textura de la complejidad cultural del siglo XX, que sigue siendo desdibujada por el dogmatismo que confunde moralismo con crítica.
El rigor y distanciamiento, en una palabra, la aspiración de poner en práctica la autonomía de la producción artística, tuvo como uno de sus efectos que se convirtió en el objeto de la declaratoria de impotencia de la escritura crítica. Octavio Paz, con quien Rojo hizo en 1968 dos de los libros más importantes de la cultura moderna en español, el libro-maleta de Marcel Duchamp y los Discos Visuales, lamentó de modo explícito no haber saldado la deuda de escritura para con el arte de Rojo. Una línea oblicua de Cardoza y Aragón, me parece, resume bien la extrañeza y resistencia que la obra de Rojo representaba: “¿Cómo pintaría Samuel Beckett?”.
La productividad y hermetismo de la pintura de Rojo debe mucho del punto de quiebre que para él representó el encuentro con los cuadros de Jasper Johns en la Bienal de Venecia de 1964, cuando Rojo tomó un sabático en Barcelona con recursos tan apretados que no podía adquirir tubos de óleo y se enseñó a usar pintura de paredes. A partir de entonces, Rojo se reinventó como un pintor alimentado por toda una gama de escepticismos, e introdujo dos ingredientes que redefinieron su modo de hacerse pintor, en términos que Ramón Xirau atinó en nombrar en 1965 como “una obra estructural”.
Durante seis décadas, Rojo estableció su trabajo en torno a series donde una misma estructura geométrica o una imagen básica era trabajada incesantemente por el pintor en periodos que al inicio abarcaban cerca de un lustro, para irse alargando hasta tomar más de una década. Las primeras series contenían un programa crítico explícito, que buscaba expulsar la subjetividad y el estilo como motores de la pintura (“Señales” y “Negaciones”). Más tarde, las series de Rojo dieron giros constantes en torno a una imagen anidada en la memoria (“Recuerdos”, “México bajo la lluvia”, “Escenarios” y “Escrituras”).
El segundo rasgo de su práctica fue asumir el acto de pintar como una experiencia laboral sin más. Rojo no pintaba bajo la consigna de imitar una “imagen interior”, o como un recurso dancístico de expresión del gesto individual. Todo lo contrario. Los que tuvieron el privilegio de visitar el taller de Rojo de un día para otro, atestiguamos que el pintor remedaba el tejer y destejer del manto de Penélope. Rojo se encerraba en el estudio para pintar destruyendo y destruir pintando. Los cuadros de una serie, que se trabajaban en paralelo, eran chorreados, sumergidos, raspados, rayados o repintados día tras día por el pintor, hasta que poco a poco Rojo veía aproximarse el momento que una cierta afinación marcaba el final de la tarea, y el abandono del cuadro-víctima. Ese trabajo ocurría prácticamente sin deliberación ni plan. Cada cuadro de Rojo atestigua la negativa al control mental de la cosa pintada. El colorido mineral que se fue acentuando en la madurez en sus pinturas, era resultado de una sedimentación de ensayos y errores sepultados en el plano.
Esa obra solitaria, era contrapuesta a la función comunicativa que gozosamente ejerció Vicente Rojo como director visual de gran parte de la producción literaria, institucional y académica mexicana de la segunda mitad del siglo XX. A partir de enero de 1950 en que se convirtió en aprendiz y asistente de otro exiliado, Miguel Prieto, en el departamento editorial del naciente Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, Vicente Rojo asumió la función de dar forma a la materialidad y la letra de los suplementos culturales, catálogos de exhibiciones, carteles de eventos y sobre todo libros, que constituyeron la cultura mexicana de la segunda mitad del siglo XX. No es fácil encontrar en otra geografía a un artífice moderno que haya dado a luz el estilo de época de una cultura entera. La memoria colectiva tiene inmediatamente presentes algunos de los hitos de la labor de Vicente Rojo como diseñador: la “e” invertida de la portada de Cien años de soledad, o el diálogo entre geometría rigurosa y viñetas juguetonas que animaron toda clase de publicaciones periódicas. Menos consciente está el dato de que Vicente Rojo llegó a dominar a tal grado el arreglo visual y tipográfico del mundo cultural y editorial mexicano, que su diseño debe entenderse como un magisterio extendido de la sensibilidad social. Si la cultura moderna en México puede ser subsumida en un estilo, esto se debe al diseño de Vicente Rojo. Añadamos a ello que su rol como editor fue mayúsculo. Libros clave de autores como Carlos Monsiváis, Fernando Benitez o, como ya mencionamos, Octavio Paz, son en realidad en su concepción, forma e incluso contenidos, de la autoría Rojo. En Vicente Rojo se ofrece una sinergía entre una pintura luchando por su autonomía, y un trabajo diario consistente en la organización sensible de una cultura entera.
La vocación de Rojo de ser recordado como un “trabajador de, por y para la cultura” se ha convertido en el símbolo de un cierre de época. Con todas sus contradicciones, el momento de construcción que Vicente Rojo signó se encuentra a años luz. México, el país donde, a decir de Rojo, “la vida se le iluminó” en 1949, al rescatarlo de la miseria social, cultural y moral del franquismo, se ha despeñado en lo que él mismo pensaba como “barbarie”: el ciclo interminable del rencor, la decepción política generalizada y negligencia o desprecio por la producción cultural. Se comprende que el duelo que su muerte provoca sea prácticamente unánime. Su inteligencia y bondad aparecen, por desgracia, como un anacronismo inalcanzable, en un tiempo y lugar donde campea el encono y el naufragio .
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