Jugando con fuego
López Obrador está apostando a consolidar su poder unipersonal al precio de desinstitucionalizar al Estado, poner en riesgo la vacunación y generalizar el clientelismo
Como es bien sabido, las elecciones intermedias de 2021 constituyen un momento decisivo para la consolidación del proyecto de la 4T. Todas las decisiones políticas que el Gobierno de López Obrador está tomando están orientadas a ganar a como dé lugar una mayoría parlamentaria suficiente para impulsar reformas constitucionales y controlar territorialmente al país a través de gobiernos estatales favorables a su causa. Para tal fin, el Gobierno juega irresponsablemente con fuego en cuatro distintos niveles: la estrategia de vacunación contra la covid-19, convertida en un ejercicio centralizador con claros tintes electorales; la profundización de la militarización del Estado, que tiene el objetivo de cerrar espacios de poder a actores económicos y políticos no controlados y a fracciones de Morena que pudieran empoderarse a través del manejo de ciertos aparatos de Estado; la asignación de candidaturas a los miles de puestos de elección popular que estarán en juego por cálculos estrictamente electorales, es decir, popularidad y control de aparatos políticos territoriales, sin consideración ideológica alguna. Cabe añadir, finalmente, la aparente decisión de abrir un nuevo frente con el Gobierno entrante de Estados Unidos para construir un nuevo enemigo y desarrollar una narrativa “antiimperialista”. Cada uno de estos campos de decisión implica grandes riesgos políticos para el Gobierno y, más importantemente, para la democracia.
Ha sido ampliamente demostrado el Gobierno de AMLO ha sido omiso casi hasta lo indecible en su política de control de la pandemia. No solo no se tomaron las medidas preventivas recomendadas por los expertos (lo cual condujo a un número gigantesco de contagios, decenas de miles de muertes y colapso del sistema de salud), sino que además no hubo ninguna política económica que paliara los terribles efectos del cierre forzado de las actividades económicas en los sectores comercio, servicios y turismo, que son los principales proveedores de empleo en nuestro país. El Gobierno continuó con sus megaproyectos como si nada pasara y ello inevitablemente tendrá un costo electoral. Consciente de este hecho, AMLO decidió usar la urgente campaña de vacunación como un instrumento electoral. Para ello, instruyó la centralización de todo el proceso en el Gobierno federal, asignando la responsabilidad de la campaña a la Secretaría del Bienestar y al Ejército, dejando en un lugar secundario a la Secretaría de Salud y negando cualquier función a los gobiernos estatales y a los actores privados. Es evidente que esas agencias del Gobierno federal carecen de la experiencia y de los medios para dirigir la campaña de vacunación, como lo es también que sin la colaboración de los gobiernos estatales, municipales y de agentes privados será imposible acelerar el ritmo de la vacunación en un país de las dimensiones geográficas y demográficas del nuestro. La prioridad que se ha otorgado a las zonas rurales, relativamente menos afectadas que las ciudades por la pandemia, es una apuesta electoral, pues busca consolidar el voto duro popular. Pero México es hoy un país eminentemente urbano, donde casi el 80% de la población vive en ciudades. Inevitablemente la decepción de la ciudadanía será mayúscula dadas las expectativas levantadas por el propio Gobierno.
La militarización del Estado ha sido ya denunciada: el Ejército construye el aeropuerto de la capital, miles de sucursales bancarias oficiales, tramos del Tren Maya, ejecuta labores de seguridad pública en todo el territorio a través de la Guardia Nacional y controla puertos y fronteras. Ahora se le asigna un papel central en la vacunación masiva. AMLO usa la institución castrense como un sustituto rápido y leal de un aparato estatal disfuncional y de cuyos altos mandos desconfía profundamente. El problema de esta estrategia es que se está profundizando la desinstitucionalización del Estado, sin conseguir que este funcione con mayor eficacia. El Ejército carece de las capacidades administrativas, técnicas y funcionales para llevar a cabo las complejas tareas que se le han asignado. Para ocultar los enormes costos de esta decisión en términos de ineficiencia, desperdicio de recursos y dudosos resultados, el Gobierno utiliza el velo secretivo que la Constitución brinda a las Fuerzas Armadas. Otorgar grandes poderes a un aparato militar que no tiene ningún tipo de control parlamentario ni civil ni la experiencia y las capacidades para ejercer funciones de gobierno es irresponsable y antidemocrático. Peor aún, el empoderamiento militar impide que se atienda el problema de las violaciones masivas de derechos humanos que el país padece, puesto que una importante proporción de estas han sido cometidas por las Fuerzas Armadas.
AMLO está construyendo un Estado en la sombra, constituido hasta ahora por dos estructuras distintas, pero complementarias: las Fuerzas Armadas, encargadas de tareas operativas y funciones estatales básicas, y los “servidores de la nación” y los “superdelegados” encargados de ejecutar la política social y garantizar las clientelas políticas que el Gobierno actual requiere para ganar elecciones. Ambas estructuras son opacas, carecen de supervisión parlamentaria y civil, y solo rinden cuentas al presidente. Este empoderamiento será difícil de revertir en el futuro, pues los militares y los repartidores de dinero no querrán dejar de ejercer un poder político y económico que no habían tenido hasta ahora.
La selección de candidatos de Morena a los miles de cargos de elección popular que estarán en juego en unos cuantos meses se está llevado a cabo, también, en la más completa oscuridad, mediante pactos secretos con élites políticas locales y regionales, desplazando en buena medida lo que quedaba de la estructura original de Morena como partido. En medio del desorden lo que predomina es el más descarnado pragmatismo. Se trata de ganar a toda costa, aunque para ello haya que pactar con políticos impresentables y con partidos políticos oportunistas, ante todo el Partido Verde y el Partido del Trabajo, cuyos votos son necesarios para alcanzar mayorías parlamentarias. Este proceso está causando múltiples conflictos al interior del grupo en el poder. Esta selección de candidatos guiada por criterios inmediatistas profundiza la decepción entre las clases medias que votaron por López Obrador pensando que este llevaría a cabo una ruptura con las prácticas políticas del pasado.
López Obrador se caracteriza por ser un gran apostador. En 2021 está apostando a consolidar su poder unipersonal al precio de desinstitucionalizar al Estado, corromper a su partido político, poner en riesgo la vacunación de la población y generalizar un modelo de clientelismo que retrotrae al país a la época prista. El factor internacional parece que será usado también como instrumento de la polarización interna. Esta conjunción de factores conduce a un destino peligroso, pero todavía evitable: la consolidación de un régimen político autoritario basado en el poder personal del presidente, que usa a su partido como un instrumento disciplinario interno, en absoluta carencia de proyecto político democrático. El único proyecto distinguible es el desplazamiento de la vieja oligarquía política y económica y la constitución de una nueva, que solo lo será en cuanto a algunos rostros, pero no en cuanto a prácticas y métodos.
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