Los “superpoderes” de Sara Hernández, una policía con TDAH patrullando las calles duras de México
Vive con Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, es insomne y sinestésica. También es policía en Tlajomulco, el municipio con más fosas registradas, y terapeuta de personas que, como ella, perciben la realidad de forma distinta a la mayoría
Sara Hernández tiene 40 años y vive en Tala, Jalisco. Es terapeuta de niños, adolescentes y adultos. También es policía en Tlajomulco, el municipio con más fosas clandestinas registradas en México. Además es escritora, estudiante y madre de un niño de 10 años. Antes ha sido buscadora de personas desaparecidas, dramaturga, iluminadora escénica, docente de inglés, literatura y artes, correctora de estilo y...
Sara Hernández tiene 40 años y vive en Tala, Jalisco. Es terapeuta de niños, adolescentes y adultos. También es policía en Tlajomulco, el municipio con más fosas clandestinas registradas en México. Además es escritora, estudiante y madre de un niño de 10 años. Antes ha sido buscadora de personas desaparecidas, dramaturga, iluminadora escénica, docente de inglés, literatura y artes, correctora de estilo y trabajadora social con personas en situación de calle.
Su cerebro no es como el de la mayoría. Primero, porque vive con sinestesia, una variación no patológica de la percepción humana en la que se experimenta un mismo estímulo con más de un sentido. Por ejemplo, ver colores al escuchar música o saborear los tonos de la luz.
Sara lo cuenta así: “A veces una tortilla un poco vieja me sabe a anaranjado y se escucha pastosa en el interior de mi oído. Para mí siempre fue normal que el sol crujiera o que las luces del escenario de repente se volvieran cuchillas que ensordecen. Ponerlo en palabras es muy complejo porque es imposible explicar el sabor morado, aunque yo lo perciba siempre. Empecé a notar que había algo raro cuando me decían constantemente que estaba loca. ¿Cómo iba a saber que los demás no veían el mundo igual que yo?”.
Las sinestesias no son alucinaciones ni metáforas, sino percepciones genuinas, y se cree que ocurren por una hiperconectividad de distintas áreas del cerebro. Se estima que este fenómeno neurológico es más común en las personas del espectro autista.
Sara también vive con epilepsia y a los 32 años fue diagnosticada con Trastorno por Déficit de Atención con Hiperactividad (TDAH). Desde la psiquiatría tradicional, el TDAH se considera una inmadurez en el neurodesarrollo y por lo tanto, una limitación adaptativa. Es una condición genética que suele describirse a partir de las debilidades, como la poca concentración en entornos estructurados, la dificultad de controlar impulsos o los problemas de autorregulación emocional. Pero analizada desde la corriente de la neurodiversidad –para la cual no hay formas correctas ni incorrectas de percibir– esta y otras condiciones mentales también traen consigo fortalezas.
El educador y psicólogo Thomas Armstrong argumenta que los cerebros fuera de la norma –o neurodivergentes– tuvieron ventajas evolutivas en el pasado y aun en el presente. Los individuos con TDAH, escribe, suelen ser más creativos y se inclinan con mayor frecuencia a la búsqueda de nuevas experiencias que los neurotípicos. Su dinamismo e impulsividad habrían sido muy valiosos en las sociedades cazadoras-recolectoras, al estar siempre en movimiento buscando comida, ser rápidos para reaccionar a los estímulos del ambiente y hábiles al acercarse a las presas potenciales o huir de los peligros. En las sociedades actuales, estas serían habilidades deseables, por ejemplo, para una policía.
De todas las letras del TDAH, la que mejor describe la vida de Sara es la H, de hiperactividad en la corteza cerebral: “Inicié en el teatro desde los 11 años, tengo una peculiar sensibilidad para la música, y desde muy pequeña, la literatura me mantiene en pie. Mi necesidad de leer me lleva a escribir: teatro, algo de poesía, una novela, siempre hay algo que requiere ser contado. Desde el 2019 también soy policía, porque siempre tengo el espíritu de hacer algo diferente. Me gusta la adrenalina: me siento estimulada y alerta. Tengo una atención global, o parabólica, que me sirve para patrullar las calles. Creo que a mi cerebro le da paz porque es un trabajo lleno de historias. También por eso soy terapeuta. Escuchar historias todo el tiempo es como nutrir mi acervo existencial”.
El último de sus diagnósticos neurológicos es un quiste en la glándula pineal, una estructura del cerebro central que produce melatonina, la hormona que regula los patrones de sueño y vigilia. En el caso de Sara, esto sumado a su hiperactividad se traduce en muy poco tiempo de sueño. En promedio, dice, dos o tres horas por día.
Pero ser insomne tiene ventajas cuando le toca trabajar el turno de la noche. Sara es policía en la periferia del Área Metropolitana de Guadalajara, Jalisco, uno de los cinco estados más violentos de México. Trabaja para el municipio de Tlajomulco, la localidad del país con el mayor número de fosas clandestinas registradas. La misma en la que, a mediados de julio, murieron tres miembros de la Fiscalía jalisciense, un policía municipal y dos civiles a causa de un atentado con explosivos del crimen organizado.
Una mañana en su clínica terapéutica
Sara tiene dos palabras tatuadas, una en cada brazo, escritas con letras cursivas: del lado derecho dice “Ataraxia”, y del izquierdo, “Entropía”. Para ella son dos elementos de su propio balance: “el estado máximo de imperturbabilidad y el caos”.
Lleva botas, pantalones y sudadera color negro, el mismo tono de su pelo corto. Nos encontramos en la clínica terapéutica que fundó y dirige en Tala, otro municipio periférico de Guadalajara, donde también ha vivido la mayor parte de su vida. El espacio es de dos niveles, tiene varios estantes repletos de juegos y juguetes, una biblioteca, mobiliario infantil y tres consultorios: uno de Sara y dos que comparten los psicólogos que son parte de su equipo. Aquí se ofrece atención en salud mental a niños, adolescentes o adultos a costos bajos y a veces, sin costo.
Mientras llega su próxima paciente, Sara habla de cómo fue el día anterior en su trabajo de policía. Cuenta que pasó varias horas en un descampado, bajo los rayos del sol de junio, porque encontraron varios restos humanos en unas bolsas de plástico. En su teléfono pasa las fotos que tomó como registro y me muestra: “esto es una pierna, esto es un brazo”.
A las 10 de la mañana llega Renata, una niña de cuatro años diagnosticada con autismo de grado dos, o moderado, y corre a abrazar a Sara. Luego va hacia los juegos y escoge uno con bloques de madera para armar. Renata y Sara juegan juntas en el consultorio, mientras Jimena, la mamá de la niña, cuenta que hace alrededor de un año que su hija toma terapia con Sara, una vez a la semana.
“Desde el principio hubo una conexión especial entre Sara y la niña”, dice Jimena. “Yo he visto muchos cambios en ella desde que venimos acá: ya no se golpea, empieza a decir algunas palabras y el contacto físico ya no le causa tantos problemas como antes”. A veces, durante la sesión, Renata hace aleteos rápidos con las manos, un signo habitual en las infancias del espectro autista. Sara la mira a los ojos y con calma le recuerda que respire.
“El aleteo yo lo traduzco a sensaciones que tengo constantemente y no sé cómo manejar, como cuando siento hormigueos con los colores o sabores. Es algo que no quieres sentir pero no puedes pararlo”, me dice Sara una vez que su paciente se ha ido. “Yo simplemente he aprendido a generar herramientas para mí y pruebo a ver si les funcionan a otros”.
A su metodología terapéutica la describe como “muy intuitiva” y “nada ortodoxa”. En sus primeros encuentros, lo que busca es entrar en el mundo de cada paciente: “Si se va al piso, me voy al piso; si camina, lo sigo, si quiere música o hacer desmadre por todos lados con los juguetes, no importa, es más un acompañamiento con libertad. Cuando me gano la confianza del niño, empiezo a introducir actividades donde ya hay una línea de instrucción. Eso es un cambio significativo, porque lo más normal es querer forzarlos a funcionar como el resto. Yo hago al revés y sienten la aceptación”.
A veces usa técnicas vocales y corporales del teatro. Siempre que puede trabaja la sensibilidad a través de la música, las texturas o los colores. Le gusta el método Waldorf, “porque es muy libre” y contempla diferentes ritmos de aprendizaje. Ha estudiado por su cuenta neurociencias y es miembro del Instituto de Neuroartes, una organización internacional e interdisciplinaria que investiga los vínculos entre conciencia, arte y salud mental.
“Siempre estoy estudiando, viendo qué me puede servir”, dice Sara, y explica que gracias a su TDAH puede entrar fácilmente en un estado de hiperfoco. Porque a pesar del déficit-de-atención inscrito en el nombre, las personas que viven con esta condición pueden lograr altos niveles de concentración en tareas que les apasionan, y es común que mientras las realizan, pierdan la noción del tiempo. Para Sara, esto puede puede verse como un problema pero al mismo tiempo, dice, “es un súper-poder”.
“Cuando te ve de azul te tratan como idiota”
Sara cuenta su historia con fechas muy específicas. Sabe, por ejemplo, que entre el 16 y el 29 de julio de 2004 la internaron en una clínica contra el suicidio por haber tomado demasiados medicamentos para dormir. O que el 12 de julio de 2021, cuando trabajaba como buscadora de personas desaparecidas en Tala, se reunió con unos funcionarios de Jalisco interesados en conocer sus métodos, porque daban resultados. O que el 14 de enero de 2023, en su segundo turno como policía operativa en Tlajomulco, estuvo entre las balas de un enfrentamiento donde murió un delincuente y uno de sus compañeros.
Al preguntarle si no siente miedo responde que es más bien cautela, y que gracias a su trabajo de policía ha visto las cosas más impresionantes y las más geniales. Aún así, prefiere que esos no sean los temas de las historias que escribe, porque es consciente de los prejuicios que existen contra el gremio: “La gente en cuanto te ve de azul te empieza a tratar como idiota, como si fueras una iletrada que no sabe absolutamente nada. Pero no tienen idea de lo estricta que es la academia de policía y lo mucho que se exige al estar en las calles”.
Cuando se quita el uniforme, se viste toda de negro –por ser un color que la mantiene neutral– y se va a atender a sus pacientes o a supervisar el trabajo en la clínica. El espacio se transforma en un lugar ajetreado durante las tardes. Por la puerta entran y salen niños de todas las edades. Unos van a clases de regularización, otros a tratar problemas de conducta o están en procesos terapéuticos por alguna de las condiciones que se consideran parte de la neurodiversidad, como el TDAH, el espectro autista o la dislexia.
Sara siempre aclara que no es psicóloga –aunque ahora estudia la licenciatura de psicología en línea–, sino “terapeuta circunstancial” desde el 2015. Todavía trabajaba como docente cuando le pidieron examinar a un niño que no hablaba claro y tampoco podía leer ni escribir. Aceptó el reto y empezó a trabajar con él a través de técnicas de vocalización que había aprendido del teatro. En poco tiempo, el chico empezó a hablar mejor y por consiguiente también a leer. Entonces le mandaron a otro niño y a otro más. Se corrió la voz entre los vecinos de Tala hasta que ya no le fue posible seguir con las terapias en casa y tuvo que encontrar un espacio adecuado para dar forma al nuevo proyecto.
Ahora tiene un equipo de colaboradores y los pacientes no son sólo sus vecinos. Dice que también llegan de otras ciudades de Jalisco e incluso de otros estados, como Nayarit. Para Sara, lo anterior revela que hacen falta centros de salud mental en general, y en particular, espacios con la sensibilidad para explorar diversos métodos terapéuticos y no medicar a los niños de forma automática, “por comodidad”. Aunque admite que hay ciertos casos que sí lo requieren, cree que siempre debería ser la última opción.
Su búsqueda como terapeuta incluye que los chicos con cerebros atípicos, como ella, aprendan a conocerse y autorregularse para vivir más felices, y mejor si es a través de la expresión artística. Le gustaría vivir en un mundo donde las escuelas y los profesores dejen de etiquetar a los estudiantes como “niños-problema” solo porque no pueden quedarse quietos. Ella está convencida de que el problema es, más bien, un sistema rígido donde no se toman en cuenta todas las necesidades, capacidades y formas de aprendizaje.
“Esto para mí no es un negocio. Me interesa generar un cambio tanto en los niños como en los que están alrededor, porque casi siempre los más complicados son los papás”, dice Sara. Y también ahí habla desde su experiencia, porque además de saberse distinta desde niña, tener problemas para socializar y atravesar de forma constante por procesos depresivos, sufrió la falta de aceptación y entendimiento de sus familiares más cercanos.
Por eso, al comenzar un proceso terapéutico, les dice a los padres que su hijo no va a funcionar como ellos esperan que funcione, y que quizá no va a entender las cosas de la forma más habitual. Pero también les aclara que eso no necesariamente es negativo. Que los chicos neurodiversos, con las herramientas adecuadas, pueden ser funcionales y lograr lo que se propongan desde su propia comprensión del mundo.
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