Rossana Reguillo: “En México estamos ante un Estado fallido”
La antropóloga mexicana insiste en su último libro ‘Necromáquina. Cuando morir no es suficiente’ en luchar contra la normalización de los 100 asesinatos diarios en el país
México es un territorio arañado, mordisqueado, tiene los valles y las montañas hechas jirones, en la tierra la marca de las dentelladas y las zarpas; México ha sido pasto de una bestia. A ese animal enfurecido que sembró de cuerpos los caminos, la prestigiosa antropóloga Rossana Reguillo le ha puesto nombre y le ha dedicado su último libro, Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (Ned, 2021). “A esta máquina de la muerte no le importa engullir cuerpos, territorios, y luego vomitarlos en forma de fosas, de cadáveres”, explica en una entrevista por videoconferencia desde su estudio en...
México es un territorio arañado, mordisqueado, tiene los valles y las montañas hechas jirones, en la tierra la marca de las dentelladas y las zarpas; México ha sido pasto de una bestia. A ese animal enfurecido que sembró de cuerpos los caminos, la prestigiosa antropóloga Rossana Reguillo le ha puesto nombre y le ha dedicado su último libro, Necromáquina. Cuando morir no es suficiente (Ned, 2021). “A esta máquina de la muerte no le importa engullir cuerpos, territorios, y luego vomitarlos en forma de fosas, de cadáveres”, explica en una entrevista por videoconferencia desde su estudio en Chapala, en el Estado de Jalisco.
Académica y callejera, serena y emocionada, siempre amable, Reguillo analiza con claridad las profundas violencias, provocadas por el crimen organizado y también por el “neoliberalismo depredador”, que atraviesan México. Mantiene un firme propósito: nombrar y narrar para combatir el miedo y la parálisis en un país que parece haberse acostumbrado a los 100 asesinatos diarios. “Mirar es fundamental, tenemos que obligarnos a mirar”, apunta, “no para hacernos cómplices de esa estetización de la violencia, sino para mirar a la Gorgona, sin perder el habla y la voz crítica”.
Reguillo (Guadalajara, 66 años) cuenta que de su madre, mujer chiapaneca y gran contadora de historias, sacó la narrativa; y de su padre, excombatiente de la II República española y exiliado en México por el franquismo, el compromiso. Lleva desde los 90 trabajando en los barrios marginales, primero de Guadalajara y después de Medellín (Colombia), Puerto Rico y Argentina. Comunicadora y antropóloga, combina elementos de la etnografía y de la semiótica para abrir boquetes y entender qué pasa y por qué en las capas más densas de la sociedad.
Su último ensayo es un viaje claustrofóbico. Por sus páginas desfilan madres que se sumergen en fosas para encontrar los trozos de sus hijos desaparecidos, niños que secuestran y torturan a otro por imitación de lo que acontece a diario en el país, adolescentes que hace años que se convirtieron en sicarios, cadáveres colgados en los puentes de Zacatecas y en los de Coahuila, cuerpos amontonados de migrantes, ciudades abandonadas por el paso de la violencia, de la máquina del miedo. Todas las historias son reales, todas las noticias ya ocurrieron. “Son tiempos oscuros para pensar el mundo”, reconoce. “Pero estoy convencida de que alguien tiene que hacerlo. Yo estoy haciendo lo que siento que me toca hacer: contribuir de alguna manera a dilucidar estos procesos”.
La paralegalidad, la narcomáquina y la necromáquina
Para no convertir su libro en un carrusel de sangre, la antropóloga se detiene, pregunta por qué, utiliza ideas y definiciones, tanto propias como de otros, para poner en contexto el horror. Sin adornos, ha creado a lo largo de estos años de investigación tres conceptos sobre los que también pivota este último ensayo.
El primero es la paralegalidad, ese poder paralelo o segundo Estado aparecido durante la llamada guerra contra el narco que inició el expresidente Felipe Calderón (2006-2012). “Me sirve para explicar que esta máquina que masacra poblaciones enteras, que ocupa pueblos, no vive en la ilegalidad, la ilegalidad no le importa, o sea, su interlocutor no es lo legal. Lo que hace justamente es abrir una zona intermedia entre lo legal y lo ilegal. Funda su propio orden, sus códigos, sus normas, dirime conflictos”, explica Reguillo sobre la paralegalidad que vive arraigada en los territorios del país controlados por los cárteles.
Estudiosa obsesiva del crimen organizado, la antropóloga propone después por “economía lingüística” la idea de narcomáquina: el sistema articulado del narcotráfico en torno al poder económico, político y delincuencial. “Es una especie de poder religioso porque es como una Santísima Trinidad”, dice riéndose. La máquina del narco asuela y destruye, expande la impresión de que todos somos matables, “convierte al México contemporáneo en una especie de campo de exterminio”.
“Los cuerpos desmembrados que el narco deja tirados diariamente pierden su singularidad. La disolución de la persona es el primer trabajo exitoso de la máquina”, redacta Reguillo en su ensayo, que apunta a la cantidad de muertos que ya nadie puede contar, a los cadáveres que quedan tirados en caminos imposibles. “No se logra reponer la humanidad, ni zurcir la rotura que la máquina produce tras su paso”.
Pero el horror todavía es capaz de ir un paso más allá. “Con los años la cosa se fue agravando, cada vez nos entregaban los cuerpos más deshechos: cabezas, orejas, lenguas. Eso ya no es una narcomáquina, ya no es el negocio, la máquina que se aceita con el secuestro de cuerpos, con el cobro de piso, con las extorsiones… Ya estamos frente a otra cosa”, cuenta y añade que entonces acuña, tomando el concepto del pensador camerunés Aquille Mbembe, la idea de necromáquina. En la definición oscura que propone Reguillo se incluye una violencia expresiva —que no tiene fin ni función—, una crueldad sin límites y una tierra arrasada.
“No hay lugar en México para estar a salvo”
Todo esto ha ocurrido —ocurre todavía— a la vista de los Gobiernos; en los mejores casos con su omisión, en los peores, con su beneplácito. “Es el Estado ausente. Aquí se ponen muy nerviosos cuando se usa la expresión de Estado fallido, pero es ante lo que estamos, o sea, en México no hay Estado”, señala segura la antropóloga, y apunta a las masacres que continúan, a los reporteros que siguen matando, a los desaparecidos que siguen faltando.
El asesinato en 2016 del fotoperiodista Rubén Espinosa en el interior de un departamento de la tranquila colonia Narvarte, de Ciudad de México, después de haber huido de las amenazas en Veracruz, junto a Nadia Vera, Yesenia Quiroz, Virginia Martín y Alejandra Negrete, —ellas violadas, todos, torturados— desvela para Reguillo una idea terrible: “No hay lugar en México para estar a salvo”. “Voy a ser honesta: en el caso mexicano con una política de seguridad totalmente fallida, no hay lugar de escape. En los 90, florecieron los cotos privados, el negar la ciudad, levantar el muro para encerrarte entre muros. Cuando parecía que eso nos iba a salvar, el adentro del afuera. Pero hoy ha crecido tanto la metástasis de la violencia, es como un cáncer que va carcomiendo todo”.
La antropóloga afirma que aunque el problema no empezó con el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, sí se mantiene: “No me da ningún temor plantearlo: la política de seguridad de la administración actual es una catástrofe”. Reguillo define la militarización impuesta por el presidente como “un error que va a costar muchos años remontar”.
“Necesitamos de manera urgente una política de Seguridad de Estado, no de Gobierno. Porque luego cambia la Administración cada seis años y no se resuelve. Se necesita una estrategia integral de mucho dinero. En concreto, sobre la violencia vinculada al narco: hay que arrebatarles de sus garras a los jóvenes, pero eso no lo vas a hacer ni con balazos, ni con abrazos. Lo vas a lograr si tienes una oferta de sentido para ellos, si tienes un horizonte del futuro que ofrecerles”, incide. Lanza ideas al aire y propone: invertir en políticas culturales a nivel municipal para los jóvenes (orquestas, teatros, canchas deportivas, maestros preparados, un programa real de generación de empleos), obligatorio combate a la impunidad —el 94% de los crímenes en el país no se resuelve— y una inversión económica.
Nombrar: un ejercicio contra el miedo y la normalización
Ejecutados, ahorcados, colgados, decapitados, encajuelados, deslenguados, encobijados, entambados, embolsados, pozoleados: el naufragio de las palabras ante el horror. “Frente a estas violencias, el lenguaje colapsa”, repite Reguillo durante la entrevista una idea que borda a lo largo del texto. “Pero hay que redoblar el esfuerzo por no dejar de nombrar, porque nombrando construimos política, posibilidades, movilizamos afecciones y afectos. Eso es muy importante, es uno de de los objetivos de mi libro, movilizar los afectos, que puedas emocionarte con lo que está sucediendo, que pueda afectarte, que puedas decir yo no puedo seguir insensible frente a esto”.
Reguillo se enfada, se revuelve, no acepta la normalización. El tono con el que el narco, el poder, el Gobierno, los medios de comunicación, tratan a los 100 muertos por la violencia diarios, a las 10 mujeres asesinadas. ¿Quiénes son? ¿Cómo se llamaban? ¿Qué música les gustaba? Documentar, nombrar, narrar, no permitirnos quitar la mirada: esa es la resistencia que propone la antropóloga frente a la destrucción. “Debemos permitir que las imágenes atroces nos persigan, no cerrar los ojos, ni los afectos, ni la conciencia”.
Una labor que, resalta, llevan a cabo los periodistas que tratan de recuperar la dignidad de los asesinados, los fotógrafos cuyos lentes que no permiten la huida, las madres buscadoras que rastrean con palos, que los clavan en la tierra, los huelen y dicen: aquí hay un cuerpo. Todos ellos forman parte de lo que la antropóloga llama la contramáquina, aquellos que tratan de revertir el “desmantelamiento de la vida” provocado por la violencia. Ella misma forma parte de esa trinchera y paga el precio.
A veces, la mujer más allá de la antropóloga, de la etnóloga, de la ensayista, cuenta que sueña con cerros que lloran sangre. Otras noches Rossana Reguillo no puede dormir, e incluso, en ocasiones, pierde los colores en el habla. Después de varias entrevistas con Beto, un joven sicario de Los Caballeros Templarios, que antes de cumplir la mayoría de edad ya había disparado y desmembrado, que ya sabía que acabaría descuartizado porque “en este jale, con morirse no es suficiente”, después de hablar con él, Reguillo no podía nombrar los colores. No podía decir verde o rojo. “Era una manera supongo yo de protegerme de estas narraciones tan impactantes”. Cuando eso ocurre, Reguillo se planta, vuelve a la teoría con la que abre boquetes y a las investigaciones que le obligan a no quitarse. “Eso es lo que me permite respirar cuando ya me quedo sin aire”.
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