El boxeo y su industria siguen en el ring tras la muerte a golpes de Jeanette Zacarías
El sangriento fin de la púgil, de 18 años, aviva la polémica sobre esta práctica en México, un país con una enorme afición y semillero de boxeadores
Y tú, ¿por qué empezaste a boxear? Qué pregunta, dicen sus ojos -los de todos y todas- antes de contestar: ¿por qué no iba a boxear, qué tiene de malo? Kaleb Tafoya, de 15 años, cuenta que eligió los guantes porque en la escuela sufría bullying. Su hermana, Aylyn, que tiene nueve, se solidariza con su hermano: “Creo que quiero boxear para que los niños no me quieran pegar”. Algo parecido recuerdan los hermanos Alejandro y Andrés Martínez, que triplican la edad de la pequeña. Otros aseguran que se acercaron al ring por “no andar de flojos en casa” y algunos resuelven la cuestión con un sencillo “por probar”. En varias visitas a gimnasios de boxeo, escuelas y parques de Ciudad de México estos días, las preguntas parecían sobrar.
Hay otras que no sobran. Por ejemplo, las del caso Jeanette Zacarías, una mexicana de 18 años que murió en agosto en Canadá después de una pelea. Rendida, el árbitro paró los golpes en el cuarto asalto, cuando ya era tarde. Zacarías sufrió convulsiones, fue trasladada a un hospital y murió cinco días después. Su caso muestra la sordidez de una actividad siempre polémica, el boxeo profesional, difícil de ignorar en México, eterno semillero de púgiles.
Jesús Conde, de 43 años, dice que todo el asunto Zacarías fue una fatal “cadena de errores”. ¿De negligencias también? Conde, paracaidista retirado del Ejército y gerente de un gimnasio que funciona debajo de un puente en el norte de la capital, contesta que “sobre todo de errores”. Sus palabras dibujan, sin embargo, posibles negligencias cometidas por los involucrados. “A los promotores no les importa. Para una pelea tienes que llevar chequeo médico, los promotores lo saben. Con ella lo que hicieron fue, ‘Ah, ¿tú das el paso? ¡Vámonos!’ La primera culpa es de ellos, pero también de los referís que no pararon a tiempo, de los jueces, los médicos… Todos”.
De manera similar se expresa Jair Monroy, entrenador de una escuela de boxeo en la colonia Morelos, muy cerca de donde funcionó durante décadas el celebérrimo gimnasio Gloria, que vio pelear, entre otras deidades del box, a Raúl Ratón Macías. “Los manejadores y promotores arriesgan a la gente con la ilusión de ganar dinero. Una chica que quería salir de la pobreza la llevaron a pelear con alguien más fuerte por dinero”, dice. Monroy señala que casos como el de Zacarías ocurren seguido. En mayo pasado, la púgil Saraí Arenas perdió un combate por nocaut en Cuernavaca. Bajó del ring sin problema aparente, pero una semana más tarde falleció. Las autoridades mexicanas de boxeo no han dado explicación alguna.
Monroy y Conde manifiestan una molestia transversal en realidad a casi cualquier deporte o actividad del mundo moderno. La omnipresencia del dinero y sus “manejadores” distorsiona actividades de equilibrios precarios. Un entrenamiento de menos, unos kilos de más, una conmoción mal curada puede ser fatal. El boxeo profesional es en todo caso diferente de otras prácticas. Aquí la clase social pesa tanto como los golpes. Como dice el profe Conde: “Todos los boxeadores quieren pelear siempre. Y más ahorita, con la pandemia. En una situación como la que tenemos, ¿quién le dice que no a un dinerito?”. Sus palabras enlazan con las que verbalizó hace unos días la mamá de Zacarías, Irene Zapata, en entrevista con este periódico: “Le dije que dejara el boxeo, pero ella quiso seguir”.
El bistec
En la escuela debajo del puente, el entrenador Conde, macizo como una cabeza olmeca, se defiende: “El boxeo no es un deporte violento. Es un conocimiento, una forma de aprender respeto, de defensa personal. Es más, si eres agresivo te calma”. Conde plantea que la violencia es el entorno; que el boxeo, en México, salva. En 20 segundos enumera tres puntos conflictivos de las colonias alrededor de la escuela. El mismo bajo puente era hasta hace ocho años un vertedero, nido de ratas y foco de inseguridad. “Y de drogas”, añade. Ahora el paso aparece como un edén deportivo entre la hostilidad grisácea del asfalto vial. Unos boxean, otros bailan zumba. Y todos contentos.
En su lúcido ensayo Del Boxeo, la novelista estadounidense Joyce Carol Oates recuerda que Sonny Liston, campeón mundial de los pesos pesados y dominador absoluto de la categoría hasta la irrupción de Cassius Clay a mediados de los sesenta, solo encontraba suficiente comida para sobrevivir en la cárcel. Al fin y al cabo, Liston era apenas uno de los 25 hijos de una familia de cosechadores de Arkansas. En su tiempo, Liston fue “the bad negro”, como recuerda el escritor norteamericano David Remnick, paradigma de un estereotipo racista y olvidable. Más allá del boxeo, Liston representó lo que su entorno quiso.
Apasionada de las peleas, Oates señala: “Si los boxeadores en cuanto clase están enojados, habría que ser voluntariamente ingenuo para no saber por qué. En su inmensa mayoría, ellos constituyen la parte marginada de nuestra solvente sociedad, son los hijos de los guetos pobres donde la rabia, si no la furia, es apropiada, aún más, tal vez, que la mansedumbre y abnegación cristianas”. Sin saberlo, la novelista encuadra dos de los magmas sociales imperantes en México: el boxeo y la religión.
Según sondeos realizados en 2020 por Consulta Mitofsky, el boxeo es el segundo “deporte” favorito del país, detrás del fútbol. El sentido de pertenencia es alto debido a que los grandes púgiles se fraguan en los gimnasios populares. Son los ídolos de la calle. Ratón Macías, Rubén Púas Olivares, Julio César Chávez, Yulihan Luna y Mariana Juárez son algunos de ellos. El mayor ídolo del momento, por talento y foco mediático, es Saúl Canelo Álvarez, que ha ganado más de 80 millones de dólares en sus últimas tres peleas. Es el espejo en el que muchos jóvenes se miran para alcanzar la fama.
El sociólogo y antropólogo Sergio Varela explica que “el boxeo tiene un lenguaje que evoca las vicisitudes de la vida cotidiana, los golpes que te dan, la resistencia y las adversidades que afrontas. En países donde hay precariedad y donde las circunstancias de vida son complicadas, como en América Latina, surge mucho esta evocación de espíritu combativo”, dice.
La vida como enemigo, un binomio ubicable en las historias de vida de boxeadores reales y literarios. Ahí está, por ejemplo, el cartagenero Rocky Vázquez que, según el escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos, era “el único niño de un grupo de pescadores temerarios que buceaban en el mar con un taco de dinamita en las manos, para sacar los peces a las superficies a punta de fogonazos”. Una vez, un reportero le preguntó a Vázquez si en alguna ocasión había sentido miedo mientras peleaba. Vázquez contesto: “Ufffff, las muendas -palizas- más fuertes me las dio la vida afuera del ring”.
La vida, implacable, como explica Tom King, protagonista de uno de los cuentos más recordados de Jack London, Por un Bistec. King es un boxeador de 40 años que, después de ganarlo todo, malvive peleando por unas pocas libras. El cuento narra un combate contra un boxeador joven a quien está a punto de ganar, lo que le habría metido 30 libras en el bolsillo. Así, habría podido pagar cuentas pendientes, comprar comida, etcétera. Pero King pierde y se lamenta. “¡Ah, si hubiese tenido aquel bistec en el cuerpo! Entonces nada habría salvado a Sandel. Le había faltado solo esto para asestar el golpe decisivo con eficacia. Había perdido por culpa de aquel bistec”.
En el gimnasio de Jair Monroy, un abuelo aguarda que su nieto termine de entrenar. Se llama Armando García Calvo y cuenta 62 años. “Empecé a boxear a los ocho o nueve”, cuenta. “Empecé por mi tío, que entrenaba en el Gloria y fue profesional”. Retirado, el tío de Calvo manejaba un puesto de perfumes en la colonia Morelos hasta que lo mataron a balazos. De eso, dice el hombre, ya “hace 15 o 16 años”. Todos los días, él y su nieto toman dos autobuses desde Ciudad Nezahualcóyotl para entrenar aquí, hora y media de trayecto. “Vinimos hace unos meses buscando el Gloria, pero ya había cerrado. Ahora hay una farmacia”, explica. Luego encontraron el gimnasio en Cerrajería 6 y les gustó.
Para Calvo, el boxeo fue una posibilidad infantil. “Luego lo que pasa es que me gustó el alcohol, andar de vago”, explica. Luego es a los 15 o 16 años, cuando Nezahualcóyotl era puro campo y él y sus primos, proyectos de delincuentes juveniles. “Si pudiera deshacer”, se lamentaba García Calvo esta semana. Como no puede, se redime en los viajes diarios al gimnasio de la Morelos. No le entusiasma que su nieto sea profesional. Solo quiere que le “eche ganas”.
En el parque
No se sabe cuántos boxeadores profesionales hay en México. Ricardo Contreras, presidente de la federación, asegura que en todo el país hay registrados entre 8.000 y 10.000 púgiles, 85% hombres. “No tenemos un censo actualizado. Estamos realizando uno que presentaremos en diciembre”, explica. El directivo estima que en el país hay como máximo 800 gimnasios dedicados al boxeo.
Contreras no deja muy claro qué entiende él por gimnasio. A los amantes del boxeo parece importarles bien poco cualquier definición. En el parque Plutarco Elías Calles, en el oriente de Ciudad de México, Ramón García monta cada día un rudimentario gimnasio de boxeo. García, de 49 años, mide poco menos de metro sesenta, así que pide ayuda a los viandantes para colgar el saco en un tubo. Cuando no hay nadie, se sirve de unos cuantos neumáticos viejos que pueblan el pasto. García lleva 15 años dando clases en el parque. No tiene una tarifa fija. “Hay gente que no tiene dinero. Pido una cooperación de cinco, diez pesos, como máximo 40 (dos dólares)”, detalla. Cuando no da clases en el parque, pinta autos.
Los vecinos reconocen al hombre por su carretilla de carga, un diablito en el que lleva hasta cuatro costales de box, las peras para golpear y una colección de guantes derruidos. Sus favoritos y más viejos son unos Cleto Reyes rojos con grietas y cinta adhesiva que compró hace seis años. También tiene unos pequeños para niños y un par de caretas corroídas por la humedad. “Vengo acá como un destino, ya una costumbre”, dice mientras muestra sus manos inflamadas de tanto manoplear con sus pupilos. “Me gusta sentir los golpes. Nada como boxear contra otra persona”, dice.
En el gimnasio del profe Conde, la mamá de Kaleb y Aylyn Tafoya golpea con disciplina una enorme pera de cuero. Se llama Paulina Torres, de 39 años. Sonrisas y lágrimas disputan su voz, sus ojos. No es fácil recordar. Los tres llegaron hace cuatro años a la escuela, ya desesperados. Kaleb, que entonces contaba 11, no la estaba pasando bien. “Tenía la autoestima muy baja. Era una cosa de racismo. En la escuela nadie le quería en el equipo por negro y gordo. Una vez llegó a casa y me dijo, ‘No sabes lo difícil que es ser yo’... Pensaba que se iba a suicidar”.
Después de aquello, el boxeo no se le hacía peligroso, sino más bien una herramienta para salir del hoyo. “Aquí uno supera sus miedos”, explica. Torres es consciente de los peligros del cuadrilátero, pero cuando echa la vista atrás, el riesgo le parece asumible. “La primera pelea de Kaleb me la pasé llorando. Luego le llevé cartulinas para apoyarlo. A Aylyn ya le sangró la nariz una vez… La muerte es un precio muy alto, pero nos preocupamos y protegemos todos, hacen chequeos médicos, Jesús -el entrenador- los cuida. A Kaleb se lo digo: si algún día no está seguro, lo bajo del ring”.
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