El hartazgo
Hemos escuchado tantas veces los mensajes que nos invitan a cuidarnos, que su poder de convencimiento parece haberse desgastado hasta el tuétano


Voy a la tienda de abarrotes cercana a mi casa para comprar provisiones. Llevo puesto el cubrebocas. De otro modo (además de la necedad que sería) no me permitirían el paso, según reza un letrero colgado en la entrada. La tendera es una mujer muy cordial, también lleva mascarilla y, además, una pantalla de plástico transparente colocada sobre el rostro. “Ya sé que dicen que no funciona, pero al menos me hace sentir segura”, comenta. Mientras espero mi turno para pagar, una joven aparece en la puerta. No lleva el cubrebocas. “Nomás quiero unos cigarros, señora, ¿no habrá chance de que me cobre rapidito afuera?”, pregunta. La tendera suspira y le pide al cliente formado delante de mí que le haga el favor de salir a entregarle los mentados cigarros a la joven y recogerle el dinero. “No crea que se me olvida la mascarita”, asegura la muchacha al recibir su pedido. “Es que ya estoy harta. Si me la pongo, me vuelvo loca. Ya no puedo”.
La escena, me temo, se repetirá hasta el delirio en todo el país, en comercios, casas, oficinas, talleres. Hemos escuchado tantas veces los mensajes que nos invitan a cuidarnos, que su poder de convencimiento parece haberse desgastado hasta el tuétano. La gente está harta, oímos por todas partes. Harta de confinamientos, de cierres, de medidas contradictorias de los gobernantes. Hastiada de un semáforo epidemiológico que nunca llegó al rojo porque a nadie le convenía y que se quedó por siempre jamás atorado en el naranja oscuro. Fastidiada ya de gobernadores que regañan a sus ciudadanos y luego se salen a la calle como si nada. Cansada del lavado de manos, del gel, del dichoso cubrebocas. Saturada de noticias sobre enfermos, agonizantes y fallecidos. Rebasada por la enormidad casi inimaginable de esta tragedia.
Quizá por eso es por lo que tantos mexicanos, sencillamente, deciden mejor creerles a los mensajes más anticientíficos y facilones posibles, es decir, los que aseguran que la covid-19 no existe, o no es un asunto tan grave, o se trata de una exótica conjura de oscuros poderes que buscan controlar al “rebaño humano”. Como la realidad es tan complicada y dolorosa, muchos deciden instalarse en la fantasía, en un mundo lúdico en el que puedan seguir con las costumbres de la vida anterior a la pandemia: visitar en espacios cerrados y en manada a los parientes, amigos y amores, andar de un lado a otro sin protecciones ni protocolos, comportarse, en suma, como si la situación ya se hubiera resuelto o no hubiera llegado a ocurrir.
Total: si uno quiere encontrar mensajes en el debate público que lo “autoricen” a mandar al diablo las medidas sanitarias y el sentido común, el aire está repleto de ellos: al presidente de la República, por ejemplo, no le gustan los cubrebocas y solo utiliza uno cuando lo obligan (en su visita a Estados Unidos, sin ir más lejos). A Ricardo Salinas, uno de los más poderosos e influyentes empresarios del país, le parecen más graves y preocupantes las mermas económicas de los cierres que los peligros para la salud y le pide a la gente que trabaje y produzca. La actriz Paty Navidad está convencida de que, con el pretexto de imponernos las vacunas, nos implantarán chips que nos convertirán en robots o gólems a la disposición de malvados innombrables…Entretanto, llevamos más de 113 mil muertos y el programa de vacunación apenas se va poniendo en marcha, con la aprobación de los compuestos médicos. Nos quedan por delante muchos meses de seguir bajo el yugo de la “distancia social”. Y el hartazgo parece habernos despojado hasta del mínimo sentido de autoconservación.
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