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Carta a mi hijo con discapacidad: cuando tomarse un respiro no es un capricho, sino lo que permite seguir cuidando

La mayoría de los recursos están pensados para que el dependiente esté atendido mientras el cuidador trabaja, produce, sobrevive. Pero apenas existen apoyos que le permitan descansar a él

Cuando recién casado entraba en casa, dejaba caer las llaves en el cuenco de la entrada y me lanzaba directo al sofá. Tu madre corría detrás, se dejaba caer sobre mí y, entre risas, nos quedábamos un buen rato abrazados, contándonos cómo había ido el día en nuestros trabajos. Aquello era un chute de energía pura, una recarga inmediata de vida. Hoy también entro, dejo las llaves, pero miro el sofá como quien mira un oasis: tan cerca y tan lejos. Para muchos es natural dejarse caer en él y descansar; para mí, ese gesto tan sencillo se ha vuelto un lujo.

La amistad, el amor e incluso el arte tienen algo en común: todos surgen de nuestros momentos de descanso, de desconexión, de ocio. Sin esos instantes no se habrían desarrollado las grandes obras de la humanidad ni se habrían tejido las pasiones eternas de Romeo y Julieta, porque solo cuando el alma respira nacen las verdaderas creaciones. Sin ese respiro, la vida sería solo una sucesión de tareas; con él, se convierte en arte, en encuentro, en destino.

Y si el arte nace del respiro, el amor, el mayor motor del mundo, es el fruto del tiempo que se sabe eterno. No nace de la urgencia, sino de la pausa; crece en esas miradas que dicen más que las palabras, en el roce de unas manos que se buscan sin agenda, en la calma de sentirse acompañado, en el simple descanso de saber que el otro está ahí, sin más.

El descanso no es un lujo: es raíz de la vida. No es tiempo perdido, sino ganado para el alma, porque solo en la pausa el hombre se descubre a sí mismo y a los otros. La verdadera fuerza de una sociedad no está en sus máquinas, sino en su capacidad de ofrecer a sus ciudadanos tiempo compartido, calma. Sin ese respiro, no habría arte, ni amistad, ni amor, ni humanidad.

El esfuerzo y el trabajo sostienen el mundo, pero sin pausa se convierten en una rueda que gira sin rumbo. Necesitan la chispa que nace del descanso y los guía. Del mismo modo, el amor vive de la constancia, pero florece en las pausas.

El respiro no entiende de riqueza ni de pobreza: desde siempre, incluso en los lugares más humildes, ha habido momentos para cantar, para reunirse, para celebrar. Porque nos recuerda que todos, sin excepción, necesitamos parar para seguir viviendo. Lo mismo ocurre con las familias que cuidan: no se trata de caprichos, sino de supervivencia. El respiro no es ocio vacío, es lo que permite seguir cuidando, seguir trabajando, seguir viviendo. Y, sin embargo, a menudo es tratado como un añadido opcional, como si se pudiera vivir sin aire.

He desarrollado branquias para poder respirar en lugares donde antes me habría resultado imposible. He aprendido a disfrutar los instantes como si fueran eternos y a dejar que mi imaginación me transporte adonde necesite estar en cada momento.

Pero no todas las familias cuidadoras tienen esa suerte. Muchas no logran salir de la rueda del cuidado constante, y sus vidas se tiñen de gris. La mayoría de los recursos están pensados para que el dependiente esté atendido mientras el cuidador trabaja, produce, sobrevive. Pero apenas existen apoyos que permitan al cuidador descansar. Y así la vida se convierte en una rueda interminable de trabajo y cuidado, sin respiro.

Existen residencias, sí, pero no hay suficientes, y muchas veces se viven como una solución radical: todo o nada. La mayoría de los cuidadores querrían tener a sus seres queridos en casa, cerca, pero para eso necesitan recursos que les permitan no solo trabajar y ganar dinero, sino también vivir. Algunos pensarán que este es un problema de países ricos, donde lo básico ya está cubierto. Sin embargo, es la misma sociedad que reclama para sí autopistas, parques, centros deportivos o espacios para sus perros. Por eso debemos preguntarnos con honestidad qué valor damos a cada vida.

Yo tengo la suerte —la inmensa suerte— de ser feliz a tu lado. Quizás parte de esa felicidad provenga de mis propias rarezas o de la conexión tan especial que siempre he tenido con mi gran amor, tu madre. Pero muchas familias no tienen esa fortuna. Y lo único que necesitan es que alguien les extienda una mano para devolver color a sus días.

En el fondo, de eso trata la Fundación AVA: de devolver la sonrisa a las familias. Que vuelvan a florecer en ellas el descanso, el arte, el amor… Porque cuando una familia respira, la vida recupera su luz y su color.

Te quiero,

Papá.

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