Una niña es un ‘tic tac’: los extraños efectos que tienen los hijos en nuestro tiempo
Me preocupaba cómo la paternidad iba a afectar a mi cronofobia; una hija es el cambio constante materializado ante tus ojos, la prueba siempre presente de la irreversibilidad
“Cuando nació mi hijo, en lo primero que pensé fue en la muerte”, me dijo un amigo. Hacerse padre inunda de zozobras existenciales, sobre todo en la mediana edad, ese momento en el que descubrimos, sorprendidos, que la vida tiene un fin, que era cierto eso que decían y que ya se ve en el horizonte: estamos, con suerte, a mitad de camino. Es también la edad más complicada: toca cuidar a los que te preceden y a los que te suceden, se precisa el máximo...
“Cuando nació mi hijo, en lo primero que pensé fue en la muerte”, me dijo un amigo. Hacerse padre inunda de zozobras existenciales, sobre todo en la mediana edad, ese momento en el que descubrimos, sorprendidos, que la vida tiene un fin, que era cierto eso que decían y que ya se ve en el horizonte: estamos, con suerte, a mitad de camino. Es también la edad más complicada: toca cuidar a los que te preceden y a los que te suceden, se precisa el máximo desempeño laboral al tiempo que se nos incita insistentemente a perseguir las más alucinantes experiencias de aventura y ocio. Y a colgarlas en Instagram.
Soy cronófobo. Es decir: siempre me acompaña una desesperante obsesión por el paso del tiempo. Como el tiempo nunca deja de pasar, me resulta imposible separarme del objeto de mi fobia; ojalá mi miedo fuera a las arañas o las alturas, que se pueden mantener lejos. Me preocupaba cómo la paternidad iba a afectar a mi cronofobia. Una hija, al fin y al cabo, es un artefacto sumamente sensible al paso del tiempo: en pocos años pasan de no ser nada a ser jóvenes adultos, adquiriendo un sinfín de habilidades, generando un nuevo universo dentro de su cráneo, un nuevo punto de vista sobre mundo, mutando ante nuestros ojos a una velocidad de vértigo. Es el cambio constante materializado ante tus ojos, la prueba siempre presente de la irreversibilidad.
Uno no los ve crecer directamente, igual que no ve abrirse a una rosa o no percibe el tránsito de un petrolero por el horizonte, el movimiento es imperceptible, pero cuando mira las fotos de días atrás resultan milagrosos los cambios que se han operado. Una niña pequeña es un constante recordatorio de la fugacidad del tiempo. Ella se arroja a la vida a la vez que tú te acercas a la muerte. Una niña es un tic tac.
Se dice que con los niños los días pasan lentos, pero las semanas rápido. A mí los primeros meses con Candela me resultaron muy lentos, porque todo era nuevo, intenso y había toneladas de faena. Estaba estresado y abrumado, pero en cierto modo contento con la sensación: todo lo que hace que el tiempo fluya lento me da paz, un respiro dentro del vórtice imparable de la existencia.
Ese estrés de la paternidad es otro de los efectos que el bebé producía sobre la dimensión temporal: de pronto nuestro tiempo no era nuestro, sino suyo, lo habíamos sacrificado en el altar del dios bebé. Y como las personas somos tiempo, como estamos fabricados de tiempo, los sacrificados éramos nosotros mismos. Curiosamente, antes de tener a Candela ya llevábamos una vida estresada en la que no cabía un alfiler, de hecho, nos preguntábamos cómo demonios íbamos a encajar la crianza si no quedaba hueco.
Siempre dice Liliana que, antes de ser padre, de ser madre, por mucho que te lo cuenten, es imposible entender la magnitud real del desafío que se presenta. Esa incomprensión previa debe de ser una estrategia evolutiva para que la especie se perpetúe. El caso es que yo pensaba que una niña la puedes dejar ahí en el salón y que se apaña sola. Luego descubrí que una niña pequeña necesita atención constante, probablemente de varias personas: nuestro tiempo estaba ahora colmatado. Qué extrañas parecían entonces aquellas tardes pretéritas tumbado en el sofá, de libro en libro, las noches jugando al Grand Theft Auto V, el cenar cualquier mierda para salir del paso o los largos paseos por la periferia madrileña. Lo más angustioso era la certeza de volver a casa baldado de currar y saber que lo que esperaba en casa era más trabajo, en un bucle sin fin (o al menos hasta la adolescencia).
Pero el tiempo es extraño, y dentro de sí tiene cuevas, pasadizos, recovecos, se estira y se encoge, gira y se retuerce. Pronto comprobé que dentro del tiempo siempre cabe más tiempo, de igual manera que siempre cabe un plato más en un lavavajillas abarrotado. Al final no es que sacásemos tiempo para Candela, todo el tiempo del mundo, sino que, de un día para otro, se convirtió en la prioridad absoluta alrededor de la que todo giraba. Y gira. Tuve un padre ausente y una madre sola con un trabajo demandante, así que a Candela quería darle todo el tiempo del mundo, todo el tiempo que no me quiso dar mi padre, todo el tiempo que no me pudo dar mi madre.
No tiempo de ese que llaman “de calidad”, sino tiempo a granel, tiempo cotidiano en el que no pasa nada extraordinario, tiempo en el que no se hace nada, sino en el que simplemente se está. Para una niña cualquier tiempo en compañía de sus padres es de calidad premium. Yo quiero dar a Candela mi existencia pura, mi ser más íntimo, nada menos que mi tiempo, ese del que estoy fabricado, que se agota a cada segundo que pasa y que es el mejor regalo.
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