Carta a mi hijo con discapacidad: el primer golpe llega sin avisar
Es complicado enfrentarse a la realidad cuando esta dista tanto de lo que soñabas. Tener un hijo enfermo es una de las peores cosas que pueden ocurrirte, no hay nada que lo compense, es una herida en el alma imposible de cicatrizar
Querido Alvarete,
Es complicado hablar de tu enfermedad, pero más aún de algunas de sus consecuencias y de los sentimientos encontrados que provocan. Son experiencias por las que ninguna persona debería pasar, no estamos preparados para ellas. Recuerdo la primera vez que me golpeaste, no estabas bien en aquel cole, tenías mucha tensión y empezaste a liberarla a golpes. Al principio, mi cuerpo no los sen...
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Querido Alvarete,
Es complicado hablar de tu enfermedad, pero más aún de algunas de sus consecuencias y de los sentimientos encontrados que provocan. Son experiencias por las que ninguna persona debería pasar, no estamos preparados para ellas. Recuerdo la primera vez que me golpeaste, no estabas bien en aquel cole, tenías mucha tensión y empezaste a liberarla a golpes. Al principio, mi cuerpo no los sentía, solo mi alma lo hacía. Tampoco me enfadaba, me entristecía.
Con el paso de los años no acabo de acostumbrarme a estas situaciones, pero me he adaptado y, quizás, eso sea lo más duro. Ahora cuando recibo un golpe no solo mi alma lo siente, también mi cuerpo lo hace, provocando en mi interior un conato de enfado que se desvanece casi al mismo tiempo que aparece, pero que deja un rastro más dañino que el propio golpe. Tener que sujetarte, ante las miradas furtivas y no furtivas de la gente, intentando que vuelva la calma es una de las experiencias más complicadas que me toca vivir. Tengo que ser capaz de controlar tu cuerpo sin olvidar, ni por un instante, que dentro de él está mi hijo adorado, atrapado en la cárcel de su enfermedad.
Estas Navidades han sido complejas, más que otros años. Te vas haciendo mayor y la gestión del día a día se hace más difícil. Vestirte, pasearte, darte de comer… todo alcanza otra dimensión. Incluso cuando estás de buen humor, manejarte con tu estatura, sin apenas colaboración, es todo un reto. Pero lo más duro de todo ha sido darse cuenta de que se acercan momentos de decisión difíciles al hacerte mayor. Decisiones que siempre hemos sabido que estaban ahí, pero que olvidamos esperando que el tiempo jugara a nuestro favor, aun sabiendo que el tiempo, en este caso, te da y te quita por igual.
Es complicado enfrentarse a la realidad cuando esta dista tanto de lo que soñabas. Tener un hijo enfermo es una de las peores cosas que pueden ocurrirte, no hay nada que lo compense, es una herida en el alma imposible de cicatrizar. Por eso, sigo sin entender cuando la gente trivializa tu situación. Comprendo que cuando no puedes apartar la mirada y tampoco puedes huir tiendes a dulcificar la situación para poder seguir con tu vida, pero no lo entiendo. No busco bálsamos, ni paños calientes, la realidad es la que es y no queda más remedio que aceptarla, asumirla para poder seguir creciendo. La negación o la dulcificación solo empeora las cosas, no puedes tapar los ojos a tu mente para siempre, es inevitable que se enfrente a la realidad, por lo que hay que prepararse con determinación y convicción, a la vez que no podemos dejar de ver lo bonito de la vida y permitir que la oscuridad inunde todas nuestras estancias, apagando la luz de los momentos buenos, que siempre son mayoría. Debemos abrir nuestras cortinas de par en par, dejando a la oscuridad arrinconada, siendo conscientes de su existencia, pero sin permitir que avance, con la convicción que da saber que la luz, si la liberas, siempre puede con la oscuridad.
Algunos pensarán que mis palabras arrojan cierta negatividad, pero se equivocan. Desde hace mucho tiempo soy consciente de tu situación. Mentiría si dijera que me he acostumbrado, porque sigo soñando, pero me he adaptado, y fruto de esa adaptación he aprendido que algunos pensamientos están mejor fuera que dentro y que realmente lo que nos daña es no afrontar la realidad. También puede que piensen que una vida así no vale la pena, pero se equivocarían otra vez. Nuestra vida es una montaña rusa de emociones, algunas de ellas durísimas, pero otras maravillosas. Solo cuando has estado en el infierno eres capaz de darte cuenta y apreciar cuando estás en el cielo, mientras que otros pasan de largo sin apenas saborearlo.
A pesar del dolor, del sufrimiento y de todo lo malo que ha traído tu enfermedad, tú me das cada día mucho más de lo que me quitas. Gracias a ti valoro las sonrisas, propias y ajenas, como expresiones únicas de alegría que iluminan y activan el alma; las risas, incluso aquellas que nacen de mis propios errores, ya que solo en el reflejo de nuestras equivocaciones podremos encontrar nuestra humildad, esa que tanto te empeñas en enseñarme; y los abrazos que hacen hablar a los corazones, recordándonos que no estamos solos en este viaje. En definitiva, tu influencia me ha enseñado a saborear cada instante de gozo como si se tratara de un pedacito de cielo, cada muestra de afecto como la expresión más dulce de la vida y cada acto de generosidad como la más clara prueba de que la humanidad, en esencia, es buena. Por todo ello, esta vida, a pesar de sus baches, merece mucho la pena.
Platón dijo: “… no se pueden, en efecto, precisar cómo se hace con otras ciencias, sino que después de una larga convivencia con el ‘problema’ y después de haber intimado con él, de repente, como la luz que salta de la chispa, surge la verdad en el alma y crece ya espontáneamente”. Con esto quería decir que el conocimiento verdadero y profundo no podía ser transmitido o escrito en obras como las demás ciencias, sino que se adquiere a través de un proceso de reflexión y convivencia con el “problema”, sosteniendo que la verdad surge en el alma de manera espontánea, como una especie de iluminación. Y eso es precisamente lo que siento yo cuando, sin miedo, llego a la conclusión de que la vida merece la pena.
No he visto a nadie sonreír tantas veces al día como lo haces tú, ni disfrutar de un abrazo o una caricia con tu intensidad, ni saborear de los placeres de una buena comida con tanto entusiasmo. Sabes disfrutar de cada instante de la vida más que cualquier otro. Además, estoy convencido de que no sufres, padeces, pero no sufres, lo que te permite vivir cada momento con la intensidad que da el no preocuparse por el futuro.
A tu lado he aprendido el arte de oír sin escuchar, percibiendo más significado de los silencios y de los gestos que de las propias palabras, y a comunicarme más allá del habla, convirtiendo los abrazos y las caricias en mis principales cuerdas vocales. Por ello, y por aquella chispa que mencionaba Platón, no dudo de la autenticidad de mis conclusiones.
Te quiero,
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