De EE UU 1994 a Qatar 2022: cómo cambia ver un Mundial siendo hijo o padre
Leo tiene seis años y vio por primera vez un partido de fútbol de España el pasado 23 de noviembre, cuando la selección ganó 7-0 a Costa Rica. Estaba emocionado. ¿Qué imágenes y sensaciones guardará en su memoria?
El pasado miércoles 23 de noviembre mi hijo Leo vio por televisión, con seis años recién cumplidos, su primer partido de la selección española en un Mundial de Fútbol, que en esta ocasión se está celebrando en Qatar. Creo que fue su primer partido de fútbol, así en general. Celebró siete goles. Veintiuno, para ser más exactos, porque también gritó “¡Gol!” con las repeticiones. “Papá, ¿han metido gol otra vez?”. “No, hijo, es el mismo, que lo están repitiendo”. “Ah, vale. ¡Gol!”.
Aprendió muchas cosas. Que hay árbi...
El pasado miércoles 23 de noviembre mi hijo Leo vio por televisión, con seis años recién cumplidos, su primer partido de la selección española en un Mundial de Fútbol, que en esta ocasión se está celebrando en Qatar. Creo que fue su primer partido de fútbol, así en general. Celebró siete goles. Veintiuno, para ser más exactos, porque también gritó “¡Gol!” con las repeticiones. “Papá, ¿han metido gol otra vez?”. “No, hijo, es el mismo, que lo están repitiendo”. “Ah, vale. ¡Gol!”.
Aprendió muchas cosas. Que hay árbitros, por ejemplo. O que los porteros visten diferente. O que hay jugadores que se quedan en el banquillo para sustituir a los que están dentro del campo. Escuchó con inusitada atención mis explicaciones, las de un futbolero consumado que apenas ha visto un puñado de partidos desde que fue padre. ¿Qué ver cuándo ya se ha visto todo lo que se tenía que ver con el Barça de Guardiola? Mientras le explicaba y le veía asentir, me preguntaba si a mi hijo le quedará algún recuerdo de su primer Mundial y, en ese caso, qué imágenes o sensaciones decidirá guardar caprichosamente su cerebro.
El primer Mundial del que yo guardo recuerdos fue el de Estados Unidos en 1994. Tenía nueve años y viví aquel evento como se viven las cosas en las infancias afortunadas: ocioso y sin preocupaciones. Casi tres décadas después, mi mente puede reproducir en 4K el centrochut de Goikoetxea que acabó en golazo contra Alemania. Recuerdo, incluso, que ese partido lo vi en Lleida, junto a mi amigo Juan, comiendo un bocadillo de jamón en un bar de mala muerte, como eran todos los bares antes de la gentrificación y de las frases aspiracionales en las paredes. Ambos convivíamos con una familia leridana mientras disputábamos allí un torneo de fútbol de categoría benjamín, nuestro particular Mundial de andar por casa. Puede que este recuerdo me lo haya inventado. En todo caso, no importa. Al fin y al cabo, ¿qué es más real: lo que pasó de verdad o lo que uno recuerda que pasó?
Últimamente, me hago mucho esta pregunta. De aquel Mundial recuerdo otro gol de Hierro en los octavos contra Suiza, el positivo en el control antidoping de Maradona, el codazo de Tassotti, las ocasiones marradas por Salinas, la interiorización del mito de la barrera infranqueable de los cuartos de final, la figura de mi padre —casi con la misma edad que tengo yo ahora—, con quien empezaba entonces a compartir la pasión por el fútbol, el sufrimiento, las alegrías y las decepciones.
También recuerdo, extrañamente, numerosos nombres casi impronunciables de futbolistas búlgaros y rumanos: Kostadinov, Letchkov, Kiriakov, Belodedici, Raducioiu, Stelea. La culpa es de las chapas. En alguna de las revistas que compraba mi madre, puede que la Supertele, la TP o la Diez Minutos, regalaban unos recortables tamaño chapa con las caras de los futbolistas de las principales selecciones. Yo era fiel a la Holanda de Dick Advocaat. Podría recitar de memoria la alineación 3-4-3 que el entrenador neerlandés plantaba sobre el campo, que también dibujaba con tiza en el cemento del parque que había al lado de mi casa. Holanda no pasó de cuartos en ese Mundial. En mi barrio y bajo mi mando, sin embargo, la selección orange ganó aquel verano unos cuantos torneos. Se convirtió en un equipo mítico liderado por un centrocampista, Wim Jonk, al que, calzado con una chapa de refresco TAB, convertí en futbolista total persiguiendo y golpeando el garbanzo que hacía las veces de pelota.
Del Mundial 2022 no tengo expectativas de ver mucho más que los partidos de España. Y los veré como se ven las cosas cuando uno es padre de dos hijos de corta edad: a golpes y con mil interrupciones para pelar una manzana, para preparar un cacao o para acompañarlos al baño porque tienen miedo de que se haya colado un monstruo en nuestro piso de 50 metros cuadrados. “¿Cómo lo iba a hacer sin pisarnos?”, les pregunto. No hay espacio para monstruos en nuestra minivivienda. Tampoco para el ocio y la despreocupación, menos aún en este contexto de precariedad, inflación y cuotas hipotecarias disparadas, una realidad que por desgracia no cambiará otro gol de Iniesta. Añoro 1994. La despreocupación y el ocio son ahora cosa de mis hijos. O eso espero. De lo contrario es que algo estaremos haciendo mal.
Cuando acabó el partido de la selección, Leo me dijo con mucha solemnidad que había tomado una decisión: quería apuntarse a fútbol. Como no tengo muchas ganas de pringarme los fines de semana con partidos, intenté convencerle de que España no siempre gana 7-0, de que los partidos no siempre se dan tan bien ni son tan entretenidos. Entonces le surgió una duda:
- ”¿Cuánto dura un partido de fútbol, papá?”, me dijo.
- “¿De tu edad? Una hora más o menos, supongo”, le contesté.
- “Ah, vale, es que yo también quiero estar con vosotros”, dijo rotundo.
Mi hijo Leo me desarma con este tipo de reflexiones muy a menudo. Ese “es que también quiero estar con vosotros” será mi recuerdo del Mundial de 2022.
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