Carta a mi hijo con discapacidad: buscadores de vida

La verdad, Alvarete, es que tu “cuerpo” está hecho un desastre, a la vista está, pero la verdadera belleza se muestra en el interior del “alma” y, al igual que la de los niños de paliativos, la tuya brilla con luz propia

Alvarete en el bosque.

Querido Alvarete:

El otro día estuve visitando el ala de paliativos pediátricos del Hospital Niño Jesús de Madrid. Es una visita complicada; según entras y te fijas en el tamaño de las camas te das cuenta de quiénes son los usuarios, niños que van a dejar esta vida a pesar de su corta edad. Se te revuelve el estómago y solo te queda agradecer lo afortunado que eres. A pesar de la dureza y los dramas que ahí se tratan, en ningún momento tuve la sensación de estar en un v...

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Querido Alvarete:

El otro día estuve visitando el ala de paliativos pediátricos del Hospital Niño Jesús de Madrid. Es una visita complicada; según entras y te fijas en el tamaño de las camas te das cuenta de quiénes son los usuarios, niños que van a dejar esta vida a pesar de su corta edad. Se te revuelve el estómago y solo te queda agradecer lo afortunado que eres. A pesar de la dureza y los dramas que ahí se tratan, en ningún momento tuve la sensación de estar en un velatorio, más bien todo lo contrario, se respiraba vida. Daba gusto ver la cara de todos los profesionales, transmitían paz y tranquilidad.

Uno de los médicos dijo una frase que se me quedó grabada: “Para morirse hay que estar vivo, nosotros nos ocupamos de los vivos porque viven”. Efectivamente, a veces se nos olvida que los enfermos, por muy graves que estén, siguen vivos y, por lo tanto, merecen vivir de la mejor manera posible.

Después de la visita me di un largo paseo para bajar los pensamientos a tierra. Ese día el parque de El Retiro parecía tener más vida que nunca: el estanque estaba a rebosar de parejas paseando en barca, corrillos de adolescentes riéndose a carcajadas, gente corriendo… El mundo parecía indiferente a la realidad que ocurría a unos metros de distancia.

Mientras tanto, no se me quitaba de la cabeza el mapa de la comunidad de Madrid lleno de chinchetas (cada una de ellas representa a uno de los niños a los que atienden en la unidad), los datos del número de niños fallecidos anualmente en España y que la mayoría de ellos lo hacían a causa de una larga enfermedad. Imagínate la prueba que supone no solo para el niño sino también para el resto de la familia, dejándolos marcados para el resto de sus vidas.

Recordé las familias que conocemos en situaciones parecidas, que llevan años con su hijo gravemente enfermo sin apenas descanso. Ellas mejor que nadie saben de la relevancia de las palabras del doctor, “… Porque viven”, y lo que implican, que no siempre es fácil imaginarlo. Cuando la persona que está enferma tiene plenas capacidades cognitivas, es sencillo entender que sigue viva y que hay que luchar porque siga disfrutando hasta el último instante, pero cuando el enfermo ha perdido las capacidades cognitivas, cuesta más entender las palabras del buen doctor, lo que podría llevarnos a centrarnos solo en las necesidades básicas (quitarle el dolor, alimentarlo…), olvidando que sigue vivo y que tiene otras necesidades, algo que sin duda no le sucede a esta unidad de élite, que se preocupa hasta del último detalle. Tanto es así que incluso siguen apoyando a la familia una vez que el niño pasa de esta vida a la siguiente.

Me acuerdo de una enfermera que tenía en brazos a un niño de paliativos, seguramente ya en estado vegetativo, y cómo lo acercaba a la ventana para que le diera el sol, mientras que lo balanceaba y acariciaba. Lo podría haber dejado en la cama conectado y no se habría quejado, pero ella entendía que, si el niño pudiera hablar, le hubiera pedido esas muestras de amor. Sin embargo, acuérdate de tu primer compañero de habitación de hospital cómo falleció postrado en la cama sin más cariño que el que le pudo dar tu Granma, mientras que estuvimos allí, porque no tenía quién se lo diera, aún hoy no se me puede quitar de la cabeza.

La verdad es que uno se siente muy pequeño cuando se compara con esas personas que son capaces de poner al prójimo en el centro de su vida y se pregunta qué sería de este mundo sin ellas. Afortunadamente, cada vez hay más personas así de toda religión y credo. Hoy, por ejemplo, me contaban cómo el equipo de enfermeras que tiene la unidad de día de paliativos pediátricos de Laguna (otro centro admirable) habían hecho todo tipo malabares para no dejar de dar el servicio que presta Laguna gratuitamente, tan necesario a las familias, durante la pandemia. Viendo con el cariño que tratan a los niños que allí atienden comprendes que para ellas es algo más que trabajo y que son capaces de hacer cualquier cosa por ellos, como así lo demostraron durante la pandemia.

Todas estas experiencias me llevaron a pensar en un texto delicioso de Agustín de Hipona (“San” para los amigos) que se titula La vida Feliz. En él habla de la existencia de dos tipos de alimentos, los del cuerpo y los del alma, siendo estos últimos los que realmente nos sacian y nos dotan de la felicidad plena. Cuando ves la cara de estas personas que se dedican en cuerpo y alma a la atención del prójimo, piensas si no habrán encontrado los tan ansiados alimentos del alma y de ahí que no reclamen para sí ningún reconocimiento adicional, que sin duda lo merecerían.

La verdad, Alvarete, es que tu “cuerpo” está hecho un desastre, a la vista está, pero la verdadera belleza se muestra en el interior del “alma” (vida) y, al igual que la de los niños de paliativos, la tuya brilla con luz propia, convirtiéndose en la mejor guía para aquellos buscadores de vida.

Te quiero,

Álvaro Villanueva

PD: Mi más sincera enhorabuena a la Fundación Aladina y a la Fundación Porque Viven, que han hecho un trabajo espectacular humanizando algo tan complejo como es la planta de paliativos pediátricos del Niño Jesús. Unos cracks.

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