Carta a mi hijo con discapacidad: cómo vivir el momento sin arrastrar el peso del pasado

En momentos de debilidad, es normal sentir rabia o frustración ante las limitaciones que tu enfermedad ha impuesto en nuestras vidas: nos ha obligado a apartar ciertos sueños, a renunciar a una vida normalizada y nos hace sentir como si viviéramos en una celda invisible

Álvaro y Alvarete en la playa.

Querido Alvarete:

El otro día reflexionaba sobre la maldad que pueden llegar a mostrar algunas personas, esa capacidad que tienen de hacer daño sin que parezca afectarles. Es como si su conciencia no les pesara, como si pudieran dormir tranquilos a pesar del dolor que causan. Recordaba ciertos comportamientos de alguien que consideré un amigo y no lograba entender qué motivaba sus actos. Ese recuerdo me hacía daño, porque despertaba en mí sentimientos de rencor y odio que no podía controlar.

Aunque alguien me dijo una vez que no podemos caerle bien a todo el mundo, me cuesta aceptar esa realidad o, al menos, la idea de no poder evitar caerles mal a algunas personas. Por eso, siempre siento la necesidad de entender el porqué de las cosas, de encontrarles un sentido, incluso a los actos más inexplicables. No sé bien ni cómo ni por qué, pero llegué a la conclusión de que, cuando juzgamos esas acciones desde una perspectiva más compasiva —como la que podría tener un padre hacia sus hijos—, algo cambia. No digo que todos los actos sean justificables o comprensibles, pero al mirarlos desde esa óptica, todo adquiere otra dimensión. A mí, personalmente, me ha ayudado a liberar mi corazón del peso del rencor y a encontrar la paz para poder dormir tranquilo.

Es curioso cómo el rencor puede afectarte emocionalmente, cómo drena tu energía hasta llevarte a la extenuación. Ocupa tu cabeza constantemente con pensamientos que no te hacen bien, que no te dejan descansar. Se convierte en una enfermedad en sí misma: una obsesión que te persigue desde que te levantas hasta que te acuestas, como si llevaras un ancla atada a la cintura, al alma, que te impide vivir plenamente. Es un lastre que no solo te agota, sino que también te desvía de lo realmente importante, de las cosas que te hacen feliz.

Cuando eres padre de un niño con discapacidad como tú, estas emociones se intensifican, tanto para bien como para mal. Valoras muchísimo más a las personas que se portan bien contigo, pero también te vuelves más susceptible al dolor que generan quienes actúan de forma hiriente. Esa sensibilidad amplificada puede hacer que te obsesiones más con ciertos temas o heridas, pero también te ofrece una oportunidad única: la de superar estos momentos gracias a una perspectiva más clara sobre lo que realmente importa en la vida.

Con el tiempo, me he dado cuenta de que ese rencor, ya fuera hacia las personas o hacia la vida misma, era como un veneno que no solo bebía yo, sino que contagiaba a mi entorno más cercano. Alvarete, me has enseñado algo que nunca imaginé: la importancia de vivir el momento sin arrastrar el peso del pasado. Cuando te veo sonreír, sin preocuparte por lo que no puedes controlar, me pregunto cómo nosotros, los adultos, complicamos tanto las cosas. La vida nos pone retos que parecen insuperables, como tu enfermedad, pero si algo he aprendido de tu enfermedad, es que no podemos dejarnos consumir por lo que no tiene solución, sino que tenemos que enfocarnos en lo que sí podemos cambiar: nuestra forma de afrontarlo.

Pero no consiste únicamente en dejar el rencor atrás. No basta con apartarlo en un cajón y olvidarlo, como si nunca hubiera existido. Eso sería solo un parche, una solución superficial que no libera el corazón del peso que lleva dentro. Para poder encontrar verdadera paz en medio de la tormenta, es necesario aprender a perdonar y hacerlo de corazón, con sinceridad y profundidad.

Muchas veces, las cosas que me obsesionan o me molestan parecen más grandes de lo que son. Sin embargo, al reflexionar, me doy cuenta de que lo que realmente me machaca es tu enfermedad. Y como no puedo luchar directamente contra ella, termino luchando contra otras injusticias, viendo en ellas su reflejo. Esa rabia, ese rencor desplazado, no hace más que desgastarme. Por eso he entendido que debo perdonar esas otras cosas para poder pasar página, no almacenarlas ni pretender que no existen. No se trata de justificar las malas acciones o el daño que nos hacen. Lo que quiero es que ese daño no siga extendiéndose, que no nos controle más allá de lo que ya lo ha hecho. No podemos permitir que crezca y se infiltre en todos los rincones de nuestra vida. Por eso, no basta con olvidarlo; es necesario perdonarlo.

En momentos de debilidad, es normal sentir rabia o frustración ante las limitaciones que tu enfermedad ha impuesto en nuestras vidas: nos ha obligado a apartar ciertos sueños, a renunciar a una vida normalizada y, a veces, nos hace sentir como si viviéramos en una celda invisible.

Tenemos que reconciliarnos con estas circunstancias, aceptarlas como una parte inevitable de la vida. No es fácil, pero hay que entender que estas dificultades, aunque duras, pueden convertirse en motivos para crecer. Porque, al final, todos tenemos nuestra proporción de “miseria” en la vida. Algunos cargan con más, otros con menos, pero no es eso lo que nos define. Lo que realmente nos define es cómo afrontamos esas adversidades, cómo actuamos ante los desafíos.

Para disfrutar de la vida, para aprovechar cada instante, hay que abrazarla tal y como es, con todas sus imperfecciones y dificultades. Y para poder abrazarla de verdad, primero hay que perdonarla. Perdonar lo que nos quita, lo que nos exige, lo que nos hace sentir impotentes. Solo entonces podemos liberarnos de la carga y encontrar en cada momento un motivo para seguir adelante.

¿Qué nos llevará a otro nivel? Puede parecer complicado, incluso imposible, mirar con compasión a alguien que nos hace daño, a alguien que quizá incluso nos odie. Pero, si hemos sido capaces de mirar al “monstruo” de tu enfermedad con esa misma compasión, dejando de verla como un enemigo, para aceptarla como la realidad que es, entonces podemos aprender de ella y fortalecernos para enfrentar cualquier otra adversidad.

El mejor ejemplo de esto es tu propia vida. El mejor ejemplo eres tú. Nadie demuestra mejor esa capacidad de compasión, esa mirada fraternal hacia la vida, esa capacidad de perdonar lo que te ha hecho. Basta con verte sonreír, disfrutar de cada pequeño momento, sin rencor, sin frustraciones, sin envidias. Tú, con todo lo que enfrentas cada día, eres el ejemplo más claro de que, si tú puedes, todos deberíamos poder.

Si hay algo que espero que comprendan quienes lean estas palabras, es que la fuerza para perdonar y avanzar no proviene de un lugar inalcanzable, sino de lo más humano que llevamos dentro. Como siempre digo, la fuerza de todo reside en el amor y sin amor nada se puede. Al final, el verdadero desafío no es solo superar los momentos difíciles, sino aprender de ellos y transformarlos en un motivo para seguir adelante.

Más información

Archivado En