Sin manual de instrucciones: aprendiendo a ser padre de un niño con discapacidad
El paso de los años marchita los sueños que no llegaron a cumplirse y descubres que la realidad, aun la no soñada, merece la pena vivirla
Los primeros años conviviendo con la discapacidad de mi hijo Alvarete pensaba que se recuperaría, pedía el milagro todos los días, soñaba con el momento en que creciera y pudiera llevármelo al Calderón a cantar los goles de nuestro Atleti. Esos pensamientos positivos me ayudaron a mantener la esperanza. No quiero pensar qué habría sido de mí sin ella, me habría sumido en las tinieblas.
A veces pienso si he perdido la esperanza. Ya no fantaseo con ver el fútbol con mi hijo o irme a montar en bici juntos. Tampoco sueño con la posibilida...
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Los primeros años conviviendo con la discapacidad de mi hijo Alvarete pensaba que se recuperaría, pedía el milagro todos los días, soñaba con el momento en que creciera y pudiera llevármelo al Calderón a cantar los goles de nuestro Atleti. Esos pensamientos positivos me ayudaron a mantener la esperanza. No quiero pensar qué habría sido de mí sin ella, me habría sumido en las tinieblas.
A veces pienso si he perdido la esperanza. Ya no fantaseo con ver el fútbol con mi hijo o irme a montar en bici juntos. Tampoco sueño con la posibilidad de un mundo mejor para mi hijo. ¿Quiere decir eso que he perdido la esperanza o la capacidad de soñar?
Por otro lado, soy capaz de hablar de la situación de mi hijo sin tapujos, como si no me afectara. Pensarán que me he convertido en aquella piedra que yace en el fondo del río, que vive rodeada de agua, pero se mantiene seca por dentro.
Por último, lucho por buscar una solución asistencial para mi hijo, por si un día no puede seguir en casa con nosotros. Puede que se me haya secado el corazón.
¿Qué pasaría si pudiera charlar con mi yo de hace una década? Seguramente acabaríamos enzarzados en una discusión donde mi yo actual parecería un ogro. La gente, desde fuera, inmediatamente simpatizaría con mi antiguo yo y le costaría entender al nuevo.
Le he dado muchas vueltas a la cabeza y he llegado a la conclusión de que he cambiado. Lo reconozco, el paso del tiempo me ha convertido en una persona pragmática. Pero creo que no he perdido la esperanza, ni he dejado de soñar ni de amar con todo mi corazón a mi hijo. Lo que ha pasado es que he añadido mi nueva habilidad, el pragmatismo, a todo lo que hago.
Tengo la esperanza de que mi hijo duerma bien esta noche o pase un buen día y no se enfade. Sueño con sus abrazos, sus besos insonoros y con esa mirada que lo dice todo. Trabajo duro cada día para que no le falte de nada ni hoy ni mañana, pensando en lo que es bueno para él por encima de lo que lo es para mí. Hago lo que puedo, que no es mucho, para que el mundo evolucione, sin esperar a que cambie, ya que sé que lo hará.
He dejado de soñar con cosas que no van a suceder para centrarme en disfrutar de las que sí ocurrirán y de esta manera no dejar que la vida pase sin haberla vivido.
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