Mejorar las competencias emocionales en la infancia para reducir las conductas de riesgo en la adolescencia
Las vivencias y las capacidades desarrolladas durante la misma tienen un impacto directo también en la adultez. Nunca dejamos de ser quienes fuimos ni podemos escapar a lo que construimos
Las vivencias de la infancia y las capacidades desarrolladas durante la misma tienen un impacto directo en la adolescencia y la adultez. Nunca dejamos de ser quienes fuimos ni podemos escapar a lo que construimos. Esta conexión entre las experiencias de la niñez y de la adolescencia, que la ciencia sigue intentando comprender y desentrañar, ha sido confirmada de nuevo por el estudio Is Mental Health Competence in Childhood Associated With Health Risk Behaviors in Adolescence?...
Las vivencias de la infancia y las capacidades desarrolladas durante la misma tienen un impacto directo en la adolescencia y la adultez. Nunca dejamos de ser quienes fuimos ni podemos escapar a lo que construimos. Esta conexión entre las experiencias de la niñez y de la adolescencia, que la ciencia sigue intentando comprender y desentrañar, ha sido confirmada de nuevo por el estudio Is Mental Health Competence in Childhood Associated With Health Risk Behaviors in Adolescence?, publicado por la revista científica Journal of Adolescent Health. Según los resultados del mismo, elaborado con los datos de una cohorte contemporánea británica de más de 10.000 menores, la competencia en salud mental de los niños al final de la escuela Primaria (11 años) se correlaciona directamente con las mayores o menores posibilidades de que estos asuman conductas de riesgo (fumar, beber alcohol, drogarse, llevar a cabo prácticas sexuales de riesgo) llegados a la adolescencia (unos 14 años). Para medir la competencia en salud mental de los menores a los 11 años, los autores de la investigación tuvieron en cuenta habilidades de aprendizaje y conductas prosociales muy ligadas a lo que hoy en día entendemos como la educación emocional. Por ejemplo, el hecho de compartir o de empatizar con los sentimientos de otras personas (comportamientos prosociales) o de tener la capacidad de pensar antes de actuar o de llevar una tarea hasta el final (habilidades de aprendizaje).
“En nuestro estudio encontramos que al comparar una alta competencia en salud mental con una baja a los 11 años esto se traducía en diferencias significativas en las probabilidades de presentar a los 14 años un consumo excesivo de alcohol (8,5% frente a 13,7%), haber fumado (11,7% vs 28,8%), haber consumido drogas ilegales (4% vs 10,2%) y haber llevado a cabo conductas antisociales (7,4% vs 15,8%)”, afirma Emeline Rougeaux, investigadora del UCL Great Ormond Street Institute of Child Health y una de las autoras del estudio. Según la misma, al comparar los dos grupos más extremos (competencia en salud mental alta y baja) en sus modelos de regresión ajustados finales, el resultado fue esclarecedor: “aquellos niños y niñas con baja competencia en salud mental a los 11 años tenían aproximadamente el doble de probabilidades de haber llevado a cabo cualquiera de los comportamientos de riesgo analizados a los 14 años en comparación con aquellos con alta competencia en salud mental a los 11 años”.
Para Rafael Bisquerra, presidente de la Red Internacional de Educación Emocional y Bienestar (RIEEB), se trata de una investigación “muy importante y con unos resultados con un valor extraordinario” por el hecho de trabajar con una muestra tan grande en un análisis de cohortes durante varios años. “Es muy difícil investigar en unas características similares”, añade.
Los autores de la investigación reconocen a El País que la competencia en salud mental y la inteligencia emocional son conceptos que guardan algunas similitudes en cuanto a que exploran las habilidades y comportamientos sociales. Sin embargo, matizan, su investigación no tenía como objetivo examinar los vínculos entre ambos conceptos, sino valorar “las implicaciones para la población y la salud pública de las habilidades prosociales y de aprendizaje en la infancia y la adolescencia”, incluidas en lo que ellos han dado en considerar como “competencias en salud mental”.
No obstante, Bisquerra, que participó recientemente en el webinar online Capacidades, competencias, corazón, organizado por Fundación La Caixa dentro de su ciclo EduCaixa Talks Emociona, sí que considera que el estudio puede enmarcarse “claramente” en la educación emocional. “La educación emocional debería entenderse como un amplio paraguas que incluye muchos aspectos emocionales (consciencia emocional, regulación emocional, autoestima, empatía, habilidades sociales, prevención de conflictos, asertividad, prevención de violencia, habilidades de vida, bienestar emocional, prosocialidad, etc.). Es decir, que la prosocialidad y las competencias de salud mental abordadas en la investigación se pueden considerar como aspectos de un marco más amplio que es la educación emocional”, argumenta antes de destacar que el estudio “pone de relieve la importancia de la educación emocional” en la prevención de comportamientos de riesgo en la adolescencia.
Fomentar la educación emocional
Aunque reconocen que no estaba dentro del ámbito de trabajo de la investigación, en las conclusiones de la misma los autores mencionan la necesidad de desarrollar programas de desarrollo positivo de la juventud que se enfoquen en mejorar las habilidades sociales y de aprendizaje analizadas en el estudio, ya que los resultados sugieren que esto “podría ayudar a reducir los comportamientos de riesgo para la salud y mejorar el bienestar”. Entre esos programas los autores citan el “entrenamiento en habilidades para la vida” y los programas de “aprendizaje social y emocional”. “Estos son solo dos ejemplos, ya que la exploración de intervenciones que mejoran la competencia en salud mental estaba más allá del alcance de nuestro artículo. Se necesitaría más investigación para saber si estas intervenciones mejorarían la competencia en salud mental tal y como la hemos definido”, explica Emeline Rougeaux.
Para Rafael Bisquerra, por su parte, que los investigadores señalen que los comportamientos prosociales se pueden desarrollar y con ello mejorar el bienestar y las oportunidades de la vida de los adolescentes “es un claro apoyo a la educación emocional, ya que en ella se incluyen, entre otras, la prosocialidad, las habilidades de vida o las competencias emocionales”.
Entre las intervenciones específicas para ayudar en ese desarrollo, el presidente de la RIEEB señala la relajación, la meditación, el mindfulness, el comportamiento prosocial (ayudar a otras personas a convivir y construir bienestar social), las habilidades de vida, el bienestar emocional, los grupos de discusión, el diario emocional, las dinámicas de grupo, la dramatización o el teatro. No obstante, Bisquerra añade que considera necesaria una puesta en práctica de la educación emocional de calidad en todos los niveles educativos. “Estudios como el que estamos comentando aportan evidencias claras de su importancia”, afirma el experto, que considera que para ello se necesita “sensibilizar” a las personas que dictaminan las políticas educativas del país y formar de manera continua al profesorado de todos los niveles educativos. “Estos son requisitos previos para que la educación emocional de calidad esté realmente en el currículo académico de la Educación Infantil, Primaria y también Secundaria. Es importante no olvidarnos de la Secundaria, ya que es donde se producen los mayores comportamientos de riesgo”, argumenta.
La marca indeleble del contexto familiar, social y económico
En los resultados del estudio Is Mental Health Competence in Childhood Associated With Health Risk Behaviors in Adolescence? también hay otro dato relevante y que llama la atención porque demuestra el impacto que la familia y el entorno (social y económico) tienen en el desarrollo de las competencias en salud mental de los niños. Según los mismos, los miembros de la cohorte con baja competencia en salud mental tenían más probabilidades de tener madres menores de 24 años con baja o ninguna calificación académica, estar en familias reconstituidas o monoparentales, pertenecer a familias de bajos ingresos, tener madres con problemas de salud mental moderados o severos, o tener figuras paternas menos presentes.
¿Creen que se deben hacer más esfuerzos para detectar e incrementar los esfuerzos en las intervenciones en estos niños?, preguntamos a los expertos. “Hay que tomar consciencia de que todo esto constituye un cúmulo de factores de predisposición que dificultan mucho la prevención y la intervención, pero la dificultad no es imposibilidad”, sostiene Rafael Bisquerra, que considera necesario “impulsar programas preventivos múltiples a largo plazo para cada uno de los factores antes señalados”. En ese sentido, el experto recuerda que hay esperanza, ya que la educación emocional “se ha manifestado efectiva como prevención inespecífica que actúa y tiene efectos simultáneos sobre todos los factores anteriores, aunque a largo plazo y a base de insistir con programas eficientes que reúnan las características señaladas por las investigaciones científicas, entre las cuales está la necesaria formación del profesorado”.
Emeline Rougeaux, por su parte, considera que las intervenciones para mejorar la competencia en salud mental dirigidas a grupos de mayor vulnerabilidad “es una opción posible”, pero matiza que este tipo de actuaciones necesitarían de una consideración “cuidadosa”, ya que en comparación con las intervenciones universales, estas podrían resultar “más estigmatizantes y tener una menor aceptación” entre los implicados. No obstante, la investigadora considera que es una certeza que los niños de familias menos favorecidas socialmente tienen una competencia en salud mental más baja; un patrón que, añade, “desgraciadamente se observa en casi todos los resultados de salud en el Reino Unido y en otros lugares”. Al respecto, para Rougeaux, “abordar la pobreza infantil y la desigualdad social es esencial y debe ser el foco de cualquier estrategia gubernamental para mejorar el bienestar de todos los niños y adolescentes”.
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