Donald Trump consuma su revancha cuatro años después
El candidato republicano se adelanta al final del recuento para celebrar su regreso a la Casa Blanca ante miles de sus simpatizantes en Florida: “Hoy empieza una edad dorada para Estados Unidos”
Cuando acariciaba los 270 votos electorales que necesitaba para ser presidente de nuevo, Donald Trump apareció ante una multitud de sus simpatizantes para celebrar que este martes había logrado lo nunca visto: regresar a la Casa Blanca cuatro años, cuatro imputaciones penales, una insurrección, un veredicto de culpabilidad por 34 delitos graves y dos intentos de asesinato después.
Técnicamente, aún no había ganado, pero lo dio por hecho, como lo estaba dando por hecho el resto del planeta. Después de todo, ya le habían adjudicado Carolina del Norte, Georgia y Pensilvania y los pronósticos le auguraban que se haría con los votos de los otros cuatro Estados decisivos que faltaban por contar. “Vamos a arreglar todo lo que está mal en este país. Vamos a ayudarle a sanar. Necesita ayuda, y la necesita con mucha urgencia”, dijo Trump al principio de su intervención, que empezó pasadas las 2:30 de la madrugada (8:30, hora peninsular española). “Hoy empieza una edad dorada para Estados Unidos”, sentenció.
El candidato republicano compareció acompañado por su familia, por su aspirante a la vicepresidencia, J. D. Vance, y por un puñado de sus más estrechos colaboradores con el fondo de decenas de banderas estadounidenses. Lo hizo en un centro de convenciones de West Palm Beach cerca de su casa, la mansión-club-de-golf-hotel de Mar-a-Lago, escenario de algunos de sus mayores triunfos y también de los momentos más bajos de su historia, una historia que sería increíble si fuera una ficción. “El retorno político más importante de la historia de Estados Unidos”, la definió Vance.
En Palm Beach lo esperaban eufóricos unos 5.000 de sus simpatizantes, colaboradores y otros fieles de, como le gusta llamarlo a su líder, “el movimiento político más grande de la historia de la humanidad”. Habían sido convocados a una fiesta inequívocamente MAGA (siglas de Make America Great Again, grito de guerra del trumpismo) para presenciar un regreso triunfante y la consumación de una revancha incubada desde 2020, cuando Joe Biden desalojó a Trump de la Casa Blanca.
“Este día será recordado para siempre como el día en que el pueblo estadounidense recuperó el control de su país”, sentenció ante una multitud en la que abundaban las gorras rojas y destacaban los rostros de Elon Musk, el hombre más rico del mundo y un súbito y ferviente admirador; el presentador Tucker Carlson; o Robert F. Kennedy, célebre teórico de la conspiración antivacunas y descendiente repudiado de una legendaria dinastía demócrata. Con Musk, Trump se deshizo en elogios: “¡Ha nacido una estrella!: ¡Elon!”.
También celebró su victoria en el voto popular, la primera de su carrera política, y el triunfo que implica que los republicanos se hayan hecho con el control del Senado y seguramente logren el de la Cámara de Representantes. Eso, unido al hecho de que el Tribunal Supremo está dominado por una supermayoría conservadora, le deja vía libre para moldear el país a su antojo en su segunda vuelta.
Que las cosas pintaban mejor para el candidato republicano que para su rival ―la vicepresidenta Kamala Harris, aspirante por sorpresa tras la renuncia de Biden a presentarse a la reelección― estuvo claro desde poco después del cierre de los primeros colegios electorales de la Costa Este. La señal más temprana de que se avecinaba una gran noche para Trump llegó desde Florida, donde el expresidente se llevó un Estado que solía comportarse como bisagra, pero hace tiempo que dejó de serlo: en 2016, los republicanos lo ganaron por un punto. En 2020, por tres. Esta vez, la ventaja ascendió a 13.
Después vendrían los buenos números de Virginia, donde, si bien el republicano no ganó, también logró mejores resultados que hace cuatro años. Cuando en torno a la medianoche Iowa se tiñó de rojo, pese a una encuesta que el sábado hizo saltar las alarmas en la campaña del expresidente, y los medios estadounidenses predijeron que los Estados decisivos de Carolina del Norte y Georgia caerían del lado republicano, el trumpismo puso a enfriar las botellas de champán mientras Harris confirmaba que no saldría a hablar a sus simpatizantes, citados en la universidad de Howard, en la ciudad de Washington.
Trump había pasado los últimos días de la campaña agitando el fantasma del fraude electoral, de un modo que recordó a cómo fue preparando en 2020 el terreno, atacando el voto por adelantado y el sufragio por correo, para denunciar que le habían robado la Casa Blanca. Aquello acabó conociéndose como la Gran Mentira, que se demostró una y otra vez sin base en los juzgados y desembocó en el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021. Ese día, una turba de simpatizantes del aún presidente atacó la sede de la democracia estadounidense para interrumpir la transferencia pacífica del poder. Trump había arengado a la masa en un mitin en Washington y luego pasó horas viendo desde la Casa Blanca cómo se desplegaba la violencia sin hacer nada. Parece claro que aquel recuerdo no pesó lo suficiente en el ánimo de los millones de estadounidenses que este martes decidieron que era una buena idea devolverle el timón de la primera potencia mundial.
Tampoco influyó la excepción que supone que Trump sea el primer exinquilino de la Casa Blanca imputado, no ya en un juicio penal, sino en cuatro. En uno de ellos, relacionado con un pago a la actriz Stormy Daniels para acallar una relación extramatrimonial que él niega, fue hallado culpable por un jurado en Nueva York de 34 delitos graves. La lectura de su sentencia está prevista para el 26 de noviembre. En qué quedarán sus líos con la justicia ahora que ocupará el Despacho Oval de nuevo es una de las muchas incógnitas que se abren en un Estados Unidos más dividido que nunca en la historia reciente.
El martes, poco antes del cierre de los colegios, Trump ―que cuando jure el cargo será, a sus 78 años, el presidente más viejo de la historia en hacerlo― denunció falsamente que se estaba produciendo un fraude electoral en directo en Pensilvania, la madre de todos los Estados decisivos, y en Detroit (la ciudad más poblada de otro territorio clave, Míchigan) y que la policía estaba de camino para atajarlo. Al final, no le hizo falta echar mano de esos bulos: su victoria se fue haciendo evidente a medida que avanzaba una jornada larga y los simpatizantes de Harris iban perdiendo la esperanza.
Hace cuatro años, Trump también salió a eso de las 2:30 para decir que había ganado, pero aquella vez faltaban millones de votos por contar. Tres días después, estuvo claro que había perdido, una derrota que aún no ha admitido.
Todo indica que en esta ocasión Trump supo entender mejor cuáles eran las principales preocupaciones de los votantes, y que acabó triunfando el mensaje apocalíptico que pintó en los discursos de su impredecible campaña, una campaña en la que sobrevivió a dos intentos de asesinato y que fue adquiriendo un tono progresivamente más sombrío y violento. Esa imagen es la de un país de fronteras abiertas, invadido por el “crimen migrante”, con las familias de la clase media atosigadas por el coste de la vida y el gobierno incompetente de los demócratas, incapaz de gestionar los asuntos domésticos y calmar las aguas del tablero internacional (sobre este particular, Trump prometió que parará “las guerras”). Además de la promesa de lograr él solo la paz mundial, parece que también convenció su palabra de resolver la inflación y la crisis migratoria, esto último mediante “la deportación masiva más importante de la historia”.
También es muy posible que este martes se demostrara de nuevo que Estados Unidos seguía, ocho años después de que Trump venciera a otra mujer, Hilary Clinton, sin estar preparado para escoger a la primera presidenta de su historia.