“¡Fascista!” “¡Enemigo interno!”: la polarización arrecia en el último tramo de las elecciones en EE UU

La campaña ha alcanzado una tensión entre republicanos y demócratas impensable antes de la irrupción de Donald Trump en la política

Donald Trump, frente a una imagen de su rival demócrata, Kamala Harris, en un mítin celebrado en Detroit.Foto: Brian Snyder (REUTERS) | Vídeo: EPV

El senador y condecoradísimo veterano de guerra John McCain, candidato presidencial republicano para las elecciones de 2008, paró en seco a una de sus simpatizantes durante un acto electoral. La votante declaraba sus suspicacias sobre el candidato demócrata, Barack Obama: “He leído sobre él. No es [estadounidense], es árabe”. McCain le arrebató el micrófono: “No, señora. [Obama] es un padre de familia, un ciudadano decente con el que mantengo desacuerdos en asuntos fundamentales, pero las elecciones van de eso. No es árabe”. Eran otros tiempos en la política de Estados Unidos.

En 2024, ...

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El senador y condecoradísimo veterano de guerra John McCain, candidato presidencial republicano para las elecciones de 2008, paró en seco a una de sus simpatizantes durante un acto electoral. La votante declaraba sus suspicacias sobre el candidato demócrata, Barack Obama: “He leído sobre él. No es [estadounidense], es árabe”. McCain le arrebató el micrófono: “No, señora. [Obama] es un padre de familia, un ciudadano decente con el que mantengo desacuerdos en asuntos fundamentales, pero las elecciones van de eso. No es árabe”. Eran otros tiempos en la política de Estados Unidos.

En 2024, en Butler (Pensilvania), una votante demócrata se queja de que, tras colocar una pegatina a favor de Kamala Harris en su automóvil, alguien le arrojó un ladrillo. En Fairfax (Virginia), un republicano se lamenta de que cuarenta veces ha clavado en su jardín un cartel de apoyo a su candidato, Donald Trump, y las cuarenta alguien se lo ha quitado. En Quemado (Texas), una neoyorquina simpatizante de Trump cuenta que se mudó a este Estado, entre otras razones, porque no aguantaba “estar rodeada de demócratas”.

Que Estados Unidos es hoy día un país sumamente polarizado es evidente, hasta el punto de que el adjetivo se ha convertido en un lugar común en cualquier charla acerca de las elecciones del próximo 5 de noviembre. Aquel gesto de McCain parece algo muy lejano en el tiempo. Casi mítico.

A medida que se acerca el 5 de noviembre, la campaña electoral entre el republicano Trump y la demócrata Harris ha ido endureciendo el tono —propulsado, sobre todo, por el expresidente— hasta niveles impensables en la alta política estadounidense antes de la irrupción del magnate inmobiliario. Hace una semana, el expresidente calificaba a los simpatizantes demócratas como “el enemigo interno” y apuntaba la posibilidad de utilizar a los soldados de la Guardia Nacional contra ellos, simplemente por estar en desacuerdo con él.

“[Trump] considera a cualquiera que no le apoya o que no se inclina ante su voluntad como un enemigo de nuestro país”, replicaba Harris en un mitin en Erie (Pensilvania). “Dice que recurrirá al ejército para ir contra ellos”. En la última semana la vicepresidenta también ha intensificado el verbo contra su rival. Ha repetido las palabras del antiguo jefe del Estado Mayor en el primer mandato del republicano, el general Mark Milley —que luego continuó unos años con Joe Biden—, para declarar que el expresidente “es un fascista hasta el tuétano”. “¿Por qué no lo podemos decir abiertamente?”, le preguntaba un presentador de radio popular entre los jóvenes afroamericanos en una reciente entrevista. La respuesta de Harris fue clara: “Sí, podemos decirlo”. Hasta ahora, el uso de la palabra “fascista” era un tabú entre los políticos demócratas.

Las divisiones siempre han existido en la historia de Estados Unidos, como en la de cualquier otro país. Incluso han llevado a una guerra civil, la de Secesión (1861-1865). Pero no habían estado tan marcadas desde los años sesenta y la era de la lucha por los derechos civiles y la guerra de Vietnam.

El fenómeno se agudizó con el auge de las cadenas de radio y televisión populistas durante los mandatos del demócrata Bill Clinton (1993-2001) y del republicano George W. Bush (2001-2009), continuó durante el de Barack Obama (2009-2017) y se colocó a niveles “perniciosos” a partir de 2015, cuando se lanzó la campaña electoral que llevaría a Trump a la presidencia, hasta convertir a EE UU en la más polarizada de todas las democracias occidentales. Sus niveles doblan la media mundial, según un estudio de Jennifer McCoy, de la Universidad de Georgia, y de Murat Somer, de la Universidad Koç en Estambul. Su división política “es más parecida a las experiencias de autocracias electorales u otras democracias más jóvenes, menos prósperas y gravemente divididas, más que a las de sus homólogos de democracias más consolidadas”, escriben los autores.

Entre los partidos, la polarización ideológica es máxima. En el Congreso, votación tras votación, los legisladores se alinean en torno a la posición de su grupo sin apenas desviaciones. Que una medida salga adelante con el respaldo mayoritario de demócratas y de republicanos se ha convertido en una rareza. Torpedear las propuestas del contrario es, en cambio, lo habitual. No hay, al menos de cara a la galería, coincidencia de opiniones. Y, desde luego, cada vez menos en áreas en las que ambas formaciones históricamente más colabaraban, como la política exterior.

Algo que conlleva riesgos geopolíticos, como advertía Jordan Tama, de la American University, en un reciente seminario organizado por el think tank Chatham House. “Cuanta más polarización, más incentivos para que otros países interfieran en las elecciones estadounidenses: si hay mucho distanciamiento entre demócratas y republicanos, otro país, ya sea Rusia, China o Irán, tiene más potencial para lograr beneficios si influye en el resultado de unas elecciones”.

Asistentes a un mítin del expresidente Barack Obama en Pittsburgh (Pensilvania) en apoyo de la candidata demócrata Kamala Harris, el pasado 10 de octubre. Jeff Swensen (Getty Images)

Entre los ciudadanos, la división es más emocional que ideológica, apuntaba en el mismo evento Rachel Kleinfield, del Carnegie Endowment for International Peace. Los ciudadanos, explicaba, coinciden más de lo que parece en sus opiniones sobre asuntos como el aborto o la inmigración; la diferencia está, en cambio, en la importancia que le dan: el control de las armas, por ejemplo, es fundamental para los demócratas pero mucho menos relevante para los republicanos.

“Miran las posiciones de sus líderes, de esta gente muy polarizada ideológicamente y de ahí deducen que sus seguidores también apoyan esas posiciones. Razonan: ‘Si tú votas por esta persona, debes pensar igual que ella’, y asumen percepciones tremendamente equivocadas sobre el votante medio del otro partido”, desarrollaba Kleinfield. “Eso lleva a un nivel muy alto de polarización emocional, que crece rápidamente”, señalaba esta experta. “La gente de partidos distintos no quiere interactuar ni vivir cerca los unos de los otros y no quieren que sus hijos se casen con los de los otros”.

Estados cada vez más azules o cada vez más rojos

El resultado es un país donde las diferencias políticas se trasladan hasta el distrito postal. Los Estados demócratas son cada vez más “azules” (el color de ese partido) y los republicanos, más “rojos” (el color del suyo). En 23 de los 50 Estados, los republicanos controlan todos los niveles de gobierno: el gobernador, la legislatura local y el fiscal general. En otros 19, los demócratas mantienen la misma posición de poder total. En 1996, solo siete Estados decidieron su ganador por más de veinte puntos porcentuales. En 2020, fueron 19. Y en 2024, solo se considera verdaderamente reñido el voto en siete Estados: Pensilvania, Míchigan, Wisconsin, Arizona, Nevada, Georgia y Carolina del Norte. En el resto, a dos semanas vista de las elecciones la contienda ya parece prácticamente resuelta.

Un estudio de la Escuela Annenberg de la Universidad de Pensilvania, encabezado por Neil Fasching, encuentra que la animadversión hacia el otro partido persiste entre los ciudadanos incluso después de las elecciones. “Los ciudadanos no se recuperan de las elecciones y campañas; en su lugar, mantienen sus altos niveles de polarización afectiva y no retiran su apoyo a la violación de normas básicas democráticas o el uso de violencia política (aunque los niveles generales de apoyo a la violencia política siguen siendo bajos)”, escriben los autores.

La brecha se acentúa cada vez más también por el factor de la educación. En 2006, no había diferencias entre los votantes republicanos o demócratas según su nivel de estudios. En 2020, el demócrata Joe Biden ganó el voto del 54% de aquellos con estudios universitarios, y solo el 37% de los que carecían de estudios superiores. Una tendencia que, según las encuestas, va a repetirse este año: los votantes de clase trabajadora generalmente se inclinan por Trump; los de educación superior, por Kamala Harris.

Este factor contribuye a explicar otro fenómeno: el cambio de bando entre parte de los votantes afroamericanos y latinos, un segmento de población donde abundan menos los títulos universitarios. En el pasado, estos grupos habían apoyado mayoritariamente a los demócratas. Pero un porcentaje significativo, especialmente entre los varones, se declara ahora partidario de Trump.

La indecisión, ‘rara avis’

La polarización, que sitúa firmemente al votante de un lado o de otro, hace que sean cada vez sean menos los indecisos y aquellos que cambian su sufragio de una elección a otra, o según se trate de un voto para la presidencia, el Congreso o al Gobierno local. Al inicio de la campaña, cada partido cuenta ya con un 40% de los votos garantizados y un 40% que no va a conseguir en ningún caso. La pelea, en el mejor de los casos, es por el restante 20%. Si llega.

Una banda musical de estudiantes de la Universidad Central de Carolina del Norte marcha hacia un centro de votación para depositar sus papeletas en el primer día de voto anticipado en el Estado, el pasado 18 de octubre.Jonathan Drake (REUTERS)

La de la división es una dinámica que los propios partidos, también polarizados, alimentan. En un sistema electoral bipartidista, donde los candidatos se deciden en elecciones primarias y en el que el ganador en cada Estado se lleva todos los votos electorales, “polarizar al público te ayuda a ganar elecciones”, explica Kleinfield. Por un lado, facilita la recaudación de fondos, algo fundamental en el sistema estadounidense. “Apelar a las emociones ayuda, especialmente si buscas tener muchos pequeños donantes, y esa es la tendencia en los partidos. Los pequeños donantes contribuyen por rabia y por conmoción”, apunta. Por otro, en el proceso de primarias —en el que se dirime el nombre del candidato—, quienes acuden a votar suelen ser los simpatizantes más convencidos y de posiciones más extremas en cada formación.

“Lo que solía pasar era que los candidatos extremaban sus posiciones en las primarias y luego las moderaban en las generales”, recuerda la experta del Carnegie Endowment. “Pero ahora que los Estados están tan escorados hacia un partido o el otro, en las elecciones locales muchas veces la oposición no se molesta ni en nombrar un candidato. Por tanto, no hace falta moderar esas posiciones: si ganas las primarias, has ganado. Y esos candidatos extremistas son los que luego se convierten en legisladores”.

Una vez en el Congreso, las declaraciones y propuestas extremas de estos políticos les ayudan a recibir cobertura mediática. Y, con ello, donaciones de sus simpatizantes, que a su vez les permiten seguir ganando elecciones. Según el laboratorio de investigación sobre la Polarización de la Universidad Darmouth (New Hampshire), la retórica más incendiaria en el Capitolio proviene sistemáticamente de un número muy pequeño de diputados.

Todos estos factores han agravado la polarización. Hasta el punto de que la ONG Freedom House, que estudia la situación de la democracia y las libertades en el mundo, considera que la libertad en EE UU se ha ido degradando a lo largo de los 11 últimos años. Recibe 83 puntos sobre 100; lo mismo que Croacia, Rumania o Panamá, y menos que España e Italia (90) o Costa Rica (91).

El ejemplo de Carolina del Norte

En el oeste de Carolina del Norte, incluso las operaciones federales de asistencia tras el catastrófico paso del huracán Helene hace tres semanas se han convertido en un elemento de división. En las zonas rurales afectadas, muy republicanas, los bulos sobre esos trabajos han hecho que parte de los damnificados rechacen la ayuda a la que tienen derecho, no siempre de buenos modos. O que se lamenten de que el Gobierno hace menos de lo que podría.

“Yo, personalmente, no he recibido nada”, explica Carin, cuya cafetería en la localidad de Chimney Rock quedó arrasada por las aguas. “Algunos funcionarios han estado por aquí y han ayudado, pero todo esto que hay aquí es de procedencia privada”, relata esta voluntaria en un punto de reparto de ayuda a los damnificados junto al turístico lago Lure. “Los organismos federales no nos han dado ningún suministro”.

A una cincuentena de kilómetros, en el enclave progresista de Asheville, varias casas, aún con las señales del desastre bien visibles en sus árboles caídos y en sus bolsas de escombros sobre la acera, exhiben grandes carteles hechos a mano en los que se lee: “¡Gracias, rescatistas!”.

“No es verdad que las agencias federales no estén ayudando o estén arrastrando los pies”, se indigna Katie, que trabaja en una tienda de recuerdos turísticos. “Desde el principio no han hecho otra cosa más que ayudar. Pregunte a cualquiera aquí, le dirán que estos equipos llegaron lo antes posible y se pusieron manos a la obra inmediatamente. Puede que haya casos en los que hayan tardado más, pero están haciendo todo lo que pueden y más”.

Autoritarismo y violencia política

Un estudio del Fondo para la Democracia apunta a un riesgo en este situación: un crecimiento del autoritarismo. Una encuesta a un mismo grupo de votantes republicanos a lo largo de los años encuentra que cuando quien está en el poder es “de los suyos” son un 22% más permisivos con él. En el caso demócrata, el dogmatismo es menos político —estos votantes solo son un 6% más proclives a quitar cortapisas a su gobernante—, pero más cultural.

Otro riesgo puede ser el auge de la violencia política. Un temor en aumento después de que Trump haya sufrido dos intentos de asesinato en los últimos cuatro meses. Kleinfield matiza que, en ambos casos, los autores no parecían tener un motivo político claro. Sin embargo, “una atmósfera general de polarización que normaliza la violencia en una sociedad muy armada como la nuestra hace que la gente impulsiva, agresiva, piense que les van a valorar por hacer eso, o van a conseguir fama, o glamour. Y eso hace más probable que ocurra”.

Mientras tanto, los ciudadanos, enredados en la polarización, desean ver un final a estas diferencias. La gestión del Congreso, profundamente dividido, recibe una valoración ínfima entre los votantes: solo un 21,7% la aprueba, mientras que un 62,9% la critica, según el agregador de sondeos del analista electoral Nate Silver.

En una campaña extremadamente polarizada, ha habido un rayo de esperanza: el debate de los candidatos a vicepresidente, el republicano J.D. Vance y el demócrata Tim Walz, se desarrolló en términos de exquisita educación entre los contrincantes. De modo insólito en las últimas contiendas, incluso conversaron amablemente junto a sus esposas al término de su duelo dialéctico. Ninguno de los dos pronunció nada similar a lo de McCain en 2008, pero, en un clima tan divisivo, un apretón de manos y una sonrisa cordial también parecen algo de otros tiempos; actos casi míticos.

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