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Aferrados a las ruinas, unos pocos miles de habitantes de Kostiantinivka sobreviven bajo las bombas rusas

Vecinos de esta localidad del este de Ucrania claudican mientras otros, alineados con Moscú, esperan a las tropas invasoras

Evgeny Tkachev (a la derecha) realiza expediciones de evacuación para aquellos que desean salir y lleva comida para los que deciden quedarse. Foto: Luis de Vega

“Acudimos hace un mes a evacuar a una anciana y su marido, pero se negaron. Hace dos días, la policía encontró en la casa el cadáver de la mujer devorado por los gatos y se llevó al hombre”. La vorágine de la guerra en el este de Ucrania no le deja a Evgeny Tkachev mucho tiempo para pensar, pero experiencias como esta se le acumulan como un lastre. Cada día, este hombre de 55 años se juega la vida accediendo una o varias veces a ...

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“Acudimos hace un mes a evacuar a una anciana y su marido, pero se negaron. Hace dos días, la policía encontró en la casa el cadáver de la mujer devorado por los gatos y se llevó al hombre”. La vorágine de la guerra en el este de Ucrania no le deja a Evgeny Tkachev mucho tiempo para pensar, pero experiencias como esta se le acumulan como un lastre. Cada día, este hombre de 55 años se juega la vida accediendo una o varias veces a la localidad de Kostiantinivka a bordo de un furgón blindado de la ONG Proliska junto a un conductor.

Recorren a toda velocidad una carretera que en algunos tramos está cubierta de redes, como para formar un túnel que intenta, sin éxito, evitar los ataques de drones. Da igual que el vehículo azul vaya con los indicativos perfectamente visibles de la organización humanitaria. También se convierte en objetivo, como ocurrió el 8 de noviembre, cuando la furgoneta sufrió graves daños, dos semanas después de la misión en la que les acompañó este periódico.

Kostiantinivka, en la región oriental de Donetsk, está sometido las 24 horas del día al asedio de drones, artillería, misiles grad y bombas aéreas por parte de las tropas del Kremlin, que están a unos cuatro kilómetros. “Hace un mes no había tantos ataques durante el día como ahora”, sostiene Tkachev. “Están atacando incluso en las horas que no hay toque de queda, cuando se producen las evacuaciones. No les importa que en estas horas es cuando más gente sale a la calle”, agrega. En su intento por avanzar y tomar la ciudad, los invasores disparan a todo, civil o militar. Ya casi han arrasado una localidad en la que de los 70.000 habitantes de antes de la guerra solo quedan unos miles. Kiev solo controla el 30% de la provincia de Donetsk y apenas nada de la de Lugansk. Ambas conforman la región de Donbás, el bastión industrial del este que tanto obsesiona al presidente ruso, Vladímir Putin.

Varios vecinos se acercan casi en silencio a recoger pan y agua a la parte de atrás de la furgoneta. Han de sortear todo tipo de escombros y una interminable alfombra de hojas que caen de los árboles impulsadas por la onda expansiva de las detonaciones. “Cada día nos levantamos y damos gracias a Dios por seguir vivos”, señala Lilia en ruso, el idioma que sigue predominando en esta zona de Ucrania pese a la campaña del Estado ucranio para acabar con la lengua y la cultura rusa por considerarlo un arma de propaganda de Moscú. Antes de marcharse, la mujer explica que tiene a su padre y su madre, de casi 80 años, impedidos en la cama. A algunos se les ve entrar en portales de edificios con daños estructurales que dan la impresión de no poder mantenerse en pie más de unos minutos.

Se mueven como espectros, a pie o en bicicleta, impulsados por el imperativo de sobrevivir incluso sabiendo que, desde el aire, son permanente objeto de vigilancia por parte de los rusos. El escenario, dominado por la destrucción y la desolación, lo tiene todo para grabar una película. “¡Evacuación, evacuación!”, grita repetidas veces Tkachev para que puedan escucharle. Su voz rebota contra la inmensidad de los escombros mientras restos de cristales bajo sus botas anuncian también su llegada. Seguir sus pasos lleva a preguntarse si de verdad en medio de este infierno aún quedan personas y, a la vez, qué argumentan para no abandonarlo. No solo son los bombardeos. Es que no hay agua, luz, calefacción… y solo acudir a la tienda que sigue abierta o a llenar el cubo de agua al pozo es una misión de alto riesgo.

“Los drones vuelan como moscas. Sin parar. Tenemos que correr, caminar rápido. Sin detenernos”, describe Oleh Borodim, de 56 años, que ha aguantado en Kostiantinivka hasta que, hace pocas horas, una bomba aérea ha machacado de arriba abajo el edificio de cinco pisos donde vivía. Él y el resto de vecinos, que pasaban la noche en el sótano, se han salvado de milagro. Sentado en la parte de atrás de la furgoneta, el hombre revisa su pasaporte mientras bebe agua y come algo de pan sin poder evitar el temblor de las manos.

“Nos fuimos a dormir sobre las 23.30. El bombardeo impactó directamente contra la casa. El impacto fue tremendo. Nuestra parte no se derrumbó, así que pudimos salir del sótano. El impacto fue tan fuerte que… entre los portales no quedó nada. Solo el nivel del sótano. Y era un edificio de cinco plantas”, describe todavía impactado por la experiencia vivida. Todos sobrevivieron y, a oscuras, consiguieron llegar al hospital. Un grupo de militares apareció por la mañana y Borodim les dijo que ahora sí aceptaba ser evacuado. “He dejado atrás dos apartamentos. Los dos destruidos. No he podido traerme nada”, lamenta instalado ya en un centro de acogida de Kramatorsk, a una veintena de kilómetros de Kostiantinivka.

Apenas se ven militares en las calles de esta ciudad, donde, a diferencia de otros lugares, como en Pokrovsk, la batalla urbana no ha comenzado todavía. Casi ni se les ve circular en vehículos para evitar ser atacados. “La situación es muy mala, sobre todo desde hace tres meses por la presión de los rusos”, comenta sin detenerse el soldado Maxim, a la vez que trata de atender peticiones de algunas vecinas.

La furgoneta de Proliska avanza todo lo rápido que puede sorteando cráteres de bombas, tendido eléctrico derribado, restos de fachadas de edificios y esqueletos de vehículos calcinados. A veces, ha de dar media vuelta porque es imposible seguir. Otras, da peligrosos rodeos para llegar a la dirección correcta porque no hay navegador que indique la posición. Sorprende, sin embargo, explica el miembro de Proliska, que, pese a la destrucción, algún comercio y parte del mercado sigan funcionando, o que haya algún taxi y conductores privados que hagan su agosto bajo las bombas para ayudar a la gente, por ejemplo, a cobrar la pensión. Esta ONG permite a los evacuados llevar algunas pertenencias y a sus perros o gatos, por ejemplo, pero no los electrodomésticos.

La siguiente parada es para recoger a Mijailo Illin, de 43 años, y a su pareja, Julia Polivoda, de 41. “Nuestras dos casas han sido atacadas y nuestras pertenencias fueron pasto del fuego”, explica él mientras carga en varios sacos lo único que les queda. Han tratado de salir de la ciudad varias veces, pero, hasta ahora no han podido. Unos vecinos aprovechan la presencia de la misión de la ONG para pedir agua y alimento para sus mascotas. De regreso a su vivienda, al otro lado de la calle, silva sobre sus cabezas un proyectil de artillería que acaba impactando en los alrededores. Apenas agachan la cabeza y siguen caminando como si nada. La rutina de la guerra.

Tkachev calcula que, cuando el frente absorbe estas ciudades, como pasó en Bajmut o ahora Pokrovsk, en torno al 10% de la población suele quedarse. Estima que 6.000 o 7.000 podrían seguir todavía en Kostiantinivka, de los que, al menos un millar son hombres en edad de ser reclutados (de 25 a 60 años) y que se esconden para no acudir al ejército. Algunos se ocultan en compañía de sus familias, incluso con menores de edad, cuya presencia en zonas del frente prohíbe la ley. “Esta gente emplea a los niños como escudo. Para alguien como yo que hace evacuaciones no queda otra que ir a salvarlos sí o sí”, añade dando a entender que no se la jugaría de la misma manera por un adulto, que legalmente puede negarse a salir.

El trabajador de la ONG ha identificado varios grupos de habitantes que no suelen irse, detalla con la experiencia de quien lleva ya evacuando personas del frente largos meses. “El primer grupo, y el más pequeño, son los que esperan a Rusia, el llamado mundo ruso. Creen que mañana tendrán un helado delicioso, pasado mañana salchichas a 2,20 rublos (0,024 euros), y al día siguiente, por fin, nos encarcelarán a todos los sectarios y quitarán las fábricas a los capitalistas”, ilustra. Los del segundo también esperan a Rusia, pero “no porque crean en ese mundo ruso, sino porque lo ven como su única oportunidad de reunirse con sus familias”, pues en Donetsk, casi todo el mundo tiene parientes en Rusia. Muchas, explica, son personas mayores que no tienen los recursos económicos ni la salud para viajar hacia donde residen sus familiares, “así que simplemente esperan reunirse con ellos”.

Eso lleva a comprender que en el centro de acogida de Kramatorsk, una familia ―los padres y un menor de cuatro años― recién evacuada de Kostiantinivka se haya instalado en una habitación a regañadientes. No ocultan su inclinación hacia Moscú. “No decidimos salir por nosotros mismos. Nos sacaron a la fuerza por el niño”, comenta Vladislava, de 29 años mientras, a unos metros, Serguéi, de 31, da de comer al pequeño Mark. “Tengo miedo de que mi marido sea capturado por el TCK”, añade la mujer en referencia a las patrullas que van por la calle deteniendo a ciudadanos para mandarlos a filas. Insiste en que, pese al asedio de Kostiantinivka, su hijo no sufría por la guerra, salvo que no podían salir a la calle con normalidad.

“Todos dicen que los rusos son malos chicos, pero ellos [los ucranios] no son mejores, ellos también matan a gente. No quiero que mi marido forme parte de ellos y que mate rusos”, añade. “No me importa dónde vivir, bajo qué bandera, con qué lengua… para mí lo más importante es tener mi casa, que ya no tengo, mi marido y mi hijo cerca de mí, pero sin importar en qué país vivimos”, argumenta Vladislava en tono firme.

En ese mismo centro de acogida, en estado de shock por el bombardeo sufrido unas horas antes, Oleh Borodim, no cree que Ucrania vaya a ser capaz de mantener Kostiantinivka. Esa posibilidad le llevó a aferrarse a su ciudad hasta que se salvó por estar en el sótano de su edificio. Pero ahora, “la presión es muy alta, parece imposible”, acepta desolado.

Tkachev ve a Borodim como otra vida ganada, pese a que su labor en situaciones tan dramáticas y extremas es complicada. “Me siento como un secuestrador de abuelas”, sentencia el trabajador de la ONG Proliska para tratar de explicar lo tozuda e irracional de la realidad que afronta a diario. “A veces ofrecemos a la gente la evacuación, pero se niegan. Luego, volvemos dos o tres días después y la casa está completamente destruida y quemada. En el jardín hay un par de pequeñas tumbas”, deplora.

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