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Camisas de fuerza y aviones militares: cómo la Administración de Trump hace desaparecer a decenas de migrantes en África

EE UU expulsa a un grupo de personas a Ghana y otros países de África en medio de un gran secretismo en una agresiva estrategia de deportaciones en la que los detenidos apenas tienen garantías. EL PAÍS reconstruye el controvertido traslado y el destino que corrieron los involucrados

La vida de K. S., un ciudadano de Gambia que emplea un pseudónimo por razones de seguridad, cambió de golpe el pasado 4 de septiembre. En plena noche y por sorpresa, unos agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas estadounidense (ICE, en sus siglas en inglés) lo sacaron de la celda del centro donde estaba retenido en Luisiana (EE UU) sin darle explicaciones, sin permitirle llamar a su abogado ni facilitarle ninguna documentación. “Me encadenaron las manos, la cintura y los tobillos, y me subieron a un avión militar”, relata K. S. Es una de las 14 personas que EE UU expulsó a Ghan...

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La vida de K. S., un ciudadano de Gambia que emplea un pseudónimo por razones de seguridad, cambió de golpe el pasado 4 de septiembre. En plena noche y por sorpresa, unos agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas estadounidense (ICE, en sus siglas en inglés) lo sacaron de la celda del centro donde estaba retenido en Luisiana (EE UU) sin darle explicaciones, sin permitirle llamar a su abogado ni facilitarle ninguna documentación. “Me encadenaron las manos, la cintura y los tobillos, y me subieron a un avión militar”, relata K. S. Es una de las 14 personas que EE UU expulsó a Ghana como parte de una agresiva estrategia de deportaciones a terceros países impulsada por la Administración de Donald Trump.

Aunque en ese momento, no lo sabían. “A cuatro les pusieron camisas de fuerza porque se negaron a embarcar sin haber hablado con sus abogados”, describe el gambiano. El grupo aterrizó 16 horas después en la capital ghanesa, Accra, un lugar del mundo desconocido para ellos. Desde entonces, el futuro de este grupo es una incógnita, incluso para sí mismos.

Como parte de su campaña de deportaciones masivas y con un gran secretismo, la Administración de Trump ha presionado a por lo menos 30 gobiernos de África para que acepten recibir a migrantes, de acuerdo con una investigación de The New York Times y la información que ha salido a cuentagotas desde esos países. Washington ya ha conseguido que cinco firmen algún tipo de acuerdo en este sentido: Ghana, Esuatini, Sudán del Sur, Ruanda y Uganda.

Muzaffar Chishti, investigador sénior del Migration Policy Institute, con sede en Washington, subraya el sigilo y la falta de transparencia del Gobierno de Trump, y asegura que el miedo es un componente central en la estrategia. “Se trata de matar varios pájaros de un tiro”, asegura. Es sembrar la ansiedad entre quienes residen en Estados Unidos sin documentos, alentar las llamadas autodeportaciones (salir del país por iniciativa propia) y disuadir a quienes pretendan llegar de forma irregular, explica.

“Es una gota de agua en el océano”, afirma el especialista, al comparar las decenas de personas que han llegado a África con las 400.000 que han sido deportadas en los últimos ocho meses, según datos oficiales. La Administración Trump ha realizado hasta septiembre 1.563 vuelos de deportación, según un informe de la organización Human Rights First. En los últimos seis meses se sabe de seis que transportaron a los migrantes a países africanos a los que no pertenecían. “No es una cuestión de números”, explica Chishti, “sino de crear un ambiente de crueldad”.

El vuelo en el que viajó K. S. se mantuvo en secreto durante casi una semana. Fue el 10 de septiembre cuando el Gobierno ghanés reconoció que había llegado a un acuerdo con la Casa Blanca, en un “acto de solidaridad panafricana”. De los que fueron trasladados, a dos se les perdió el rastro el mismo día de su llegada a Accra. K.S. cree que fueron llevados a Nigeria.

K. S. había obtenido un permiso humanitario para quedarse en EE UU después de haber abandonado su país por ser bisexual, que está penado en Gambia hasta con cadena perpetua, y expresó a los oficiales ghaneses su miedo a regresar. Con todo, explica que las autoridades migratorias le dieron documentación falsa y lo devolvieron al mismo país del que escapó. Ahora está escondido allí.

El caso está lleno de contradicciones. Un portavoz del Gobierno ghanés dijo en un primer momento que el grupo estaba compuesto por 13 nigerianos y un gambiano. Pero de acuerdo con Oliver Barker-Vormawor, uno de los abogados del grupo, son cuatro nigerianos, tres togoleses, dos malienses, un liberiano y un gambiano.

Además, las autoridades ghanesas aseguraron que todos habían sido devueltos a sus países de origen. Pero los deportados dijeron a sus familiares que seguían allí. “Duermen en tiendas de campaña, y el suministro de comida y agua es irregular”, afirmó Noah Baron, del equipo legal estadounidense que representa a K. S. y otros cuatro deportados, en una videollamada con EL PAÍS.

El letrado indica que los deportados estuvieron recluidos en el campo militar de Bundase, que nunca había sido utilizado para recibir a migrantes. El 23 de septiembre, Ghana deportó a ocho de los 11 a Togo, según Barker-Vormawor. “El Gobierno dio a cada uno 1.500 cedis (unos 100 euros) y los abandonó en la frontera. No tienen familiares ni conocidos en Togo. Los hicieron cruzar de manera irregular y los dejaron allí”, afirma por teléfono.

Barker-Vormawor cree que dos de ellos fueron llevados a Malí y otro sigue en Ghana. También denuncia el maltrato de las autoridades. “Los oficiales les dijeron que si intentaban huir les dispararían”, asegura. Uno de los nigerianos contó a la BBC que fueron llevados con engaños a la frontera togolesa. Les habían prometido que iban a ir a un hotel.

Washington sostiene que todos los deportados eran “ilegales”, algunos incluso “criminales atroces”. La demanda contra esa deportación tampoco ha avanzado. La jueza que llevaba el caso sostiene que carece de autoridad en la materia.

En paradero desconocido

El 5 de julio, la Casa Blanca anunció que había enviado a “ocho extranjeros ilegales, criminales y bárbaros” a Sudán del Sur, un país arrasado por la guerra civil y con mínimas garantías para los detenidos. Iban dos birmanos, dos cubanos, un laosiano, un vietnamita, un mexicano y un sursudanés. El grupo esperó más de seis semanas en un contenedor de mercancías en una base militar estadounidense en Yibuti a que se resolviera un recurso presentado por sus abogados en EE UU, en condiciones que incluso los agentes del ICE que los trasladaron calificaron de “indignantes”.

Unos diez días después, otros cinco deportados —de Jamaica, Cuba, Laos, Vietnam y Yemen— recalaron en Esuatini. Ese país, última monarquía absolutista de África, recibió el 6 de octubre un segundo grupo, con 10 inmigrantes, de los que se desconocen sus nombres ni nacionalidades. “Es un castigo”, afirma durante una videollamada Alma David, la abogada de uno de los deportados a Sudán del Sur y otros dos a Esuatini. “Y el mensaje que se manda es ‘no vengan aquí”.

Varios abogados que llevan los casos de esos migrantes denuncian las condiciones precarias de reclusión y el limbo legal que enfrentan sus clientes, y las dificultades para contactar con ellos.

David dice no saber dónde están seis de los deportados a Sudán del Sur, aún bajo custodia. Barrunta que podrían estar retenidos en la Casa Azul, la sede de los Servicios de Seguridad Nacional del país africano. Fuentes cercanas al caso informaron de que uno de los deportados, el mexicano Jesús Muñoz, fue repatriado a principios de septiembre a su país. Otro de ellos, el sursudanés Peter Domach, fue puesto en libertad.

En Esuatini, los deportados fueron enviados al centro correccional de Matsapha, la principal prisión de máxima seguridad del país, de acuerdo con Mzwandile Masuku, uno de sus abogados. El jamaicano Orville Etoria pudo volver a su país a finales de septiembre. Los otros cuatro siguen detenidos y sin permiso para recibir visitas, acusa Masuku.

Otros países, como Dinamarca y el Reino Unido, también han intentado deportar a migrantes hacia África en el pasado, pero en ambos casos la Justicia les frenó. Es, según Chishti, una forma de externalizar la responsabilidades de los países sobre el control migratorio y de fronteras: “La lógica es exportar detenidos a países donde es más barato retenerlos”.

Ninguna de las partes ha hecho públicos los acuerdos ni los términos que se negociaron. EL PAÍS ha tenido acceso al firmado entre Esuatini y EE UU, que contempla el envío de 160 deportados a cambio de 5,1 millones de dólares (unos 4,4 millones de euros) y prevé que los deportados sean reubicados en otros países, sin especificar cuáles, ni quién asumirá el traslado, en un plazo de un año tras su llegada.

El Gobierno de Ghana dijo que prevé la llegada de unos 40 deportados más, pero subrayó que no recibirá “un solo dólar” a cambio. Ruanda aceptó recibir a 250 inmigrantes y reconoció que los primeros siete llegaron en agosto, aunque en realidad el pasado abril ya llegó el primero, Omar Abdulsattar Ameen, un ciudadano iraquí. Actualmente, se ignoran las identidades, orígenes ni situación legal de los siete deportados, ni la suerte que corrió Ameen. Uganda también reconoce la existencia de un acuerdo, pero no ha aportado los detalles. “Estos hombres son peones en esta especie de juego retorcido de los gobiernos”, afirma David.

Una práctica legal, pero agresiva

Las deportaciones a terceros países están previstas en la ley migratoria de Estados Unidos cuando es imposible, poco práctico o no es aconsejable retornar a los migrantes a sus países de origen. Ese es el argumento legal que sostiene la estrategia. Los expertos consultados coinciden en que esta Administración ha llevado al máximo los límites de la ley. “Han usado todas las herramientas que tienen a mano para impulsar esta agenda”, afirma Chishti.

Los aranceles, el veto migratorio, el pago de dinero por cada inmigrante recibido o la promesa de evitar críticas sobre la política interna de los países africanos, o de ganarse un favor de Washington en el futuro, también son recursos de EE UU. “Es más fácil negociar con este tipo de países”, afirma Chishti, “más vulnerables a presiones diplomáticas o a incentivos económicos”.

Ghana es el ejemplo más claro de estas técnicas: el 27 de septiembre, EE UU levantó las restricciones de visado que le había impuesto en junio. Los ghaneses solo podían optar a un visado simple y de una duración de tres meses. Ahora pueden solicitar múltiples entradas y quedarse hasta cinco años.

En cuanto a Ruanda, un cable diplomático enviado el 13 de marzo por la Embajada de EE UU en Kigali al Departamento de Estado asegura que el país está abierto a recibir a deportados. Añade una “lista de deseos” a cambio, desde concesiones políticas a un pago de 100.000 dólares. “La motivación de Ruanda (...) es mejorar las relaciones con Estados Unidos”, se lee en el documento, publicado por el medio especializado The Handbasket.

No confiamos en estos países ni en su Estado de derecho, pero les enviamos personas”, critica Chishti. Los acuerdos también han sido cuestionados en los países receptores, desatando protestas y críticas en Esuatini, Ghana y Uganda. La Unión Africana ha criticado que EE UU externalice a otros países sus responsabilidades. Muchos familiares de deportados temen alzar la voz, por miedo a represalias.

Ada, amiga del cubano Roberto Mosquera, deportado a Esuatini, equipara el limbo que él vive con un secuestro. “Nos decían que lo habían devuelto a su país, pero era mentira”, cuenta. “No entendemos cómo un hombre que estaba libre desde hace años, que tenía una vida aquí, acabó preso en un país que no conocía y donde nunca cometió un crimen, sin derechos y sin acceso a un abogado”, lamenta por teléfono.

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