Voces desde el dolor de la guerra de Ucrania: “Vi a mi padre sacar a mi madre de entre los escombros”
La invasión rusa a gran escala, que este lunes cumple tres años, ha cambiado para siempre la vida de millones de personas. Cinco de ellas, Yulia, Volodímir, Stanislava, Oleksandr y Tania, cuentan su historia
La guerra deja enormes agujeros negros. Algunos, como el dolor, son insondables. Otros son terriblemente concretos, se pueden ver y permanecen en la retina. Así sucedió con aquel misil ruso que abrió un cráter e hizo saltar por los aires parte del teatro de Mariupol, usado como refugio en la franja oriental de Ucrania, el 16 de marzo de 2022, cuando la guerra apenas llevaba en marcha tres semanas. Un puñado de fotografías de aquella fecha sugerían que algo terri...
La guerra deja enormes agujeros negros. Algunos, como el dolor, son insondables. Otros son terriblemente concretos, se pueden ver y permanecen en la retina. Así sucedió con aquel misil ruso que abrió un cráter e hizo saltar por los aires parte del teatro de Mariupol, usado como refugio en la franja oriental de Ucrania, el 16 de marzo de 2022, cuando la guerra apenas llevaba en marcha tres semanas. Un puñado de fotografías de aquella fecha sugerían que algo terrible había ocurrido. La propaganda de Moscú sembró las dudas. Poco se supo de las víctimas en varios días. Pero Yulia Moroz, de 48 años, estaba dentro del teatro y vivió para contar cómo cambió su vida para siempre. “No olvidaré nunca el sonido de los misiles y los aviones”, dice.
Hasta aquel teatro, atestado de vecinos que huían de las bombas, había llegado esta mujer, contable del departamento policial de la provincia de Donetsk, junto a sus padres, Vasil y Valentina, escapando de un “infierno” de días sin agua, comida y luz. Querían ser evacuados, pero no era seguro y decidieron protegerse y esperar. La barbarie les siguió los pasos. Arrasó con las pocas pertenencias que conservaban. Separó sus caminos en una agonía que aún relata con la mirada perdida en el sufrimiento. El que comparte con más de diez millones de ucranios que, en estos tres años de ofensiva rusa, tuvieron que dejarlo todo, sus hogares, para salvar la vida.
El dolor, en ocasiones, tiene la memoria fina. Moroz, que sorbe una taza de café junto al consistorio de la ciudad de Vinitsia, en el centro del país, sabe que eran las 9.30 cuando sonó una fuerte explosión. La gente gritaba. El bombardeo la pilló en una planta por debajo de la de sus padres. El polvo no dejaba ver. “Cuando les encontré”, relata con ojos llorosos, “vi que mi padre estaba tratando de sacar a mi madre de entre los escombros; había mucha sangre”. Ella, su madre, de 70 años, tenía una herida abierta en la cabeza. Corrieron al edificio de la Filarmónica, refugio también de muchos vecinos. Logró algún vendaje y medicinas, pero no había tiempo. Necesitaban salir de allí y encontrar un hospital. Con lo puesto, Moroz partió con su madre hacia el oeste, en dirección a Zaporiyia. Su padre, de 79 años, tuvo que quedarse. Cuando se reencontraron más de un mes después, ya en Vinitsia, él había perdido alrededor de 40 kilos.
Empezar de cero
Tres años de invasión a gran escala en Ucrania dejan muchas cifras: como la madre de Yulia, al menos 29.392 civiles han resultado heridos, según el registro de Naciones Unidas. Alrededor de 12.654, entre ellos 673 niños, han perdido la vida desde el 24 de febrero de 2022, fecha en la que el presidente ruso, Vladímir Putin, dio luz verde al ataque. Y no afloja. El pasado año, el número de bajas, entre heridos y fallecidos, creció un 30%. Hay más: aunque los mayores de 60 años representan solo el 25% de la población, en 2024, casi la mitad de las muertes civiles junto a la primera línea de batalla se encontraban en esa franja de edad. Bajo las estadísticas, entre la destrucción, se esconde un dolor agudo e insondable, que atraviesa la nación de cabo a rabo.
A aquella contable de Mariupol le avergüenza enseñar su actual vivienda, en Vinitsia. Es un humilde piso, en una octava planta, que alquila y comparte con sus padres —contó con la ayuda de un programa de la ONU para la renta de personas desplazadas—. Conserva muebles tan viejos como la Unión Soviética. “Solo trabajo para pagarlo”, se lamenta. Tiene un empleo en el Registro Civil. “Los precios han subido y tuvimos que comprar de todo porque lo perdimos todo”. Su relato es el de una mujer en el alambre, que teme quedarse sin empleo porque no podrían vivir, ni ella ni sus padres. “Lloro por las noches”, confiesa, en un tono que se torna en ocasiones en infantil.
La rabia
El agujero negro de Volodímir Borisenko, de 33 años, está en algún lugar casi gélido de eso que llaman la zona gris, una tierra de nadie entre las líneas de frente. Allí apareció el 27 de enero de 2023 el cuerpo sin vida de su madre, Inna, de 50 años. Él dice que está mejor, o no tan mal; que su mujer le ha ayudado a seguir, aunque tuvo ganas de tirar la toalla. Es un hombre fuerte físicamente. Habla bajito, con el ceño medio fruncido, quizá también por el golpe de luz sobre la nieve a cinco grados bajo cero. Nutricionista, Borisenko vive en el municipio de Bilogorodka, a unos 30 kilómetros al oeste de Kiev, la capital. Cuando empezó todo, su madre residía en la ciudad natal de la familia, Mijailivka, en la provincia de Zaporiyia. Pronto fue ocupada. “Traté de que mi madre se marchara, pero era muy valiente”, cuenta, “había gastado mucho dinero en su casa y no quería dejarla”. Era bien sabido que los rusos estaban al acecho para destrozar cualquier casa abandonada. Más datos de la ONU: en tres años, la ofensiva ha dañado más de 236.000 viviendas.
El tiempo ha ayudado a Borisenko a entender lo que pasó, aunque sigue sintiendo ganas de “venganza”. “Estábamos muy unidos y mi madre no quería contarme cosas que me preocuparan, como yo tampoco lo hacía con ella”, señala. Por eso le dijo que no asistía a protestas contra la ocupación rusa y sí que lo hacía, hasta el punto de ser una de las que pegaban carteles con la frase “Mijailivka es Ucrania”. Tampoco quiso inquietarle cuando la detuvieron por primera vez, delatada por unos vecinos. “Me han tratado bien’, me dijo; ‘me dieron siempre de comer”, recuerda él con una seriedad asombrosa. Pero no fue así. A sus allegados les describió aquello como un “infierno”. Era diciembre de 2022. A los 14 días la soltaron, pero poco después volvieron a llamar a su puerta. En esta ocasión, según el relato de unos vecinos, había orden de deportarla. Casi fue un respiro para Borisenko. En ocasiones, los rusos utilizan a estos deportados durante unos días para cavar zanjas o limpiar y dejarles luego marchar. Podría ser lo mismo con su madre, pensó. Pero un día después de la detención, aquel 27 de enero de 2023, la policía le llamó para que viajara a identificar el cuerpo de Inna. “Fue el peor momento de mi vida”, afirma, “no tenía nada dentro de mí, estaba vacío, ni podía hablar”.
Lo que pudo saber es que un dron de reconocimiento encontró el cadáver de su madre en esta zona gris. Todo pasó tan rápido, en poco más de 24 horas, que su única explicación es que la condujeron allí y atacaron con munición de racimo. No muy lejos se encontraron otros cuerpos. “Ella me decía siempre que yo era lo que daba sentido a su vida”, recuerda él, emocionado. “No era religioso, pero ahora tengo suficiente información para creer que la vida no se acaba con la muerte, que me podré reencontrar con mi madre”. Agarra una cadena sobre el cuello de la que cuelga un pendiente que ella siempre llevaba puesto.
El acoso
Hay psicólogos en Ucrania que piensan que, tras tres años de bombardeos rusos, no hay ciudadano que no necesite terapia. Stanislava Tsimbal, de 14 años, la necesita y la tiene. Es divertida; luce un sentido del humor genial. Se troncha cuando trata de recordar el nombre de su actual terapeuta y no lo consigue. Con ella está bien, le gusta, no como la anterior. La invasión vino a revolver más si cabe una vida, la de esta adolescente, nada fácil. Es natural de Mariupol, así que, siendo aún una cría, en el primer intento de ocupación de Moscú en el año 2014, la familia Tsimbal tuvo que dejar la ciudad. Ucrania resistió y ellos regresaron. Cuando comenzó la actual ofensiva en 2022, la madre hizo un par de maletas y la cogió a ella y a su hermano con rumbo al oeste. Pero las tropas rusas aún golpeaban en la periferia de Kiev, ciudad en la que vivía el padre de la niña, así que hasta que la capital no fue liberada semanas después, los tres, junto a la abuela y un tío, pulularon por albergues de la provincia de Zakarpatia, junto a la frontera eslovaca.
“Muchos de mis amigos”, dice Tsimbal, “también se marcharon, pero de otros no sé nada porque no hay conexión con Mariupol”. Con Kiev y alrededores despejados, por fin llegaron a la ciudad. “Al principio no tenía amigos porque nadie quería hablar con alguien como yo, una niña del campo, de la que creían que no sabía hacer nada y había recorrido media Ucrania hasta llegar allí”. Era la segunda vez que esta chica tenía que huir de la violencia y, por si su joven espalda no había soportado suficiente peso, sufrió acoso. Si bien la guerra obliga a madurar a la fuerza, en el caso de esta niña su madurez guarda relación con su extraordinaria inteligencia. Es capaz de abrir puertas a la comprensión que muchos adultos no tienen. “No puedo culpar a los niños porque no lo comprendan [lo que ella ha vivido]”, explica, “tienen sus propios problemas”. No tira la toalla, pero si la gente no quiere ni siquiera escuchar, defiende ella, menos lo van a entender.
Ahora las cosas han cambiado. Está bien, cómoda consigo misma, mucho más que cuando comenzó la invasión y tenía 11 años. Cuenta con amigos, disfruta con las clases de interpretación y tocando la guitarra. Y todo esto lo relata con una sonrisa siempre dispuesta. Incluso cuando habla de su padre, que falleció hace unos meses por causas naturales mientras servía en el ejército, lo hace con naturalidad. “Está bien, gracias”, responde a las condolencias. No tenía una gran conexión con él antes de la guerra, pero le echa de menos.
Tras la batalla
De la falta de comprensión, de empatía ante el rastro implacable que deja la guerra, sabe mucho Oleksandr Charmosov, de 62 años. Una vida patas arribas en tan solo una década. Cuando Putin ordenó invadir por vez primera, allá en 2014, Charmosov, de gran envergadura y barba poblada, era ilustrador. Pero la invasión le hizo saltar en defensa de su país y viajó al frente este, donde sirvió durante dos años y fue herido en tres ocasiones. “Fue más duro dejar el ejército”, cuenta desde un búnker de Kiev convertido hoy en local, “que entrar en él”. Aquella primera experiencia le dejó tocado. Había encontrado un enemigo contra el que combatir, pero fuera de la trinchera ya no estaba. “Pensé que me volvería loco, no quería oír a nadie hablar de la guerra porque no les importaba”. Empezó a beber y aprendió la lección. “El alcohol solo sirve para un periodo corto”, afirma.
Se dio cuenta de que necesitaba ayuda psicológica, como tanta gente en Ucrania. Según un estudio publicado por la revista The Lancet, un 54% de los ucranios sufre trastorno de estrés postraumático. En torno a medio millón de personas acudieron en 2024 a la atención primaria por problemas de salud mental, casi cuatro veces más que el año anterior. Cifras modestas en un país, eso sí, que antaño reservaba la psicología y psiquiatría para reprimir a disidentes. Chamorsov, nacido en los Urales, pero ucranio desde niño, hizo un nuevo viaje: de ser paciente en una organización para la rehabilitación de veteranos pasó a formarse, estudiar y convertirse en experto en la materia.
Y llegó la invasión a gran escala. Este veterano fue de nuevo a batirse el cobre en el frente, pero sufrió una fuerte lesión en marzo de 2022, tras un bombazo, y tuvo que dejarlo. En la actualidad es un referente en las terapias con soldados, que le buscan con especial ahínco porque él sí sabe por lo que están pasando. “No es mi trabajo”, aclara, “es mi misión, así es como defiendo Ucrania; mi experiencia militar me ha cambiado la vida”.
La guerra también ha retorcido y atenazado la vida de Tania Zheltova, abogada de profesión, nacida en Dnipró hace 61 años. Primero porque le arrebató al hombre que amaba, a su compañero de viaje; segundo porque, hasta hace bien poco, tenía a su hijo también empuñando un fusil. Es una mujer con una mirada sencilla, pura. Habla con una ternura que despierta los sentidos. Es nerviosa, no para de darle vueltas al móvil entre las manos mientras habla de sus hombres. Zheltova es una de las participantes del proyecto Vivas. Historias de amor verdadero, bajo la inspiración de Olena Sokalska. La idea, cuenta la creadora de esta iniciativa desde una galería de arte de Kiev, es hacer circular hacia la pintura el dolor de esas mujeres que quedaron viudas a causa de las armas. Lo explica así: “Si piensas en problemas todo es negro, como un agujero negro, pero si piensas en amor y momentos felices…”.
A Zheltova le ha funcionado. Junto al caballete, en un inglés esforzado, explica lo que colorea con su pincel: sobre una rama hay dos pájaros. Uno es ella, el otro es su marido. Tanto él como su hijo, hoy de 33 años, se embarcaron en la defensa del país hace más de una década. Tras las primeras bombas del 24 de febrero de 2022, volvieron a la trinchera. En agosto de aquel año, el marido de Zheltova cayó herido y, mientras esperaba una posible evacuación, un misil acabó con su vida en el sector de Donetsk. “Yo trabajaba mucho”, recuerda ella, “pero siempre sabía que él haría lo que fuera por mí”. Habían construido una casa juntos, plantado árboles y alumbrado un hijo. “Mi marido ya lo hizo todo”. Pero a ella le golpeó su muerte; lloraba mucho, confiesa, y la pintura le ayudó con su pesar. “Me siento más cerca de él”, reconoce. Pero no todo es dolor. Su vástago ha regresado por fin de la batalla y eso le hace feliz. Además, también puede contarle a su nieta, de cinco años, cómo era el amor de su vida. “Ella ya lo sabe”, subraya, “su abuelo fue un héroe”.