El régimen de Siria era un tigre de papel: victorioso, por fuera; frágil, por dentro
La ofensiva relámpago triunfa justo cuando más voces defendían la normalización de El Asad. Hace apenas dos semanas, se lo daba por vencedor virtual de la guerra, había regresado a la Liga Árabe e Italia planteaba el regreso de los refugiados
En la década pasada, un excombatiente chií libanés cruzó a Siria con Hezbolá, más ―cuenta hoy― por curiosidad y solidaridad con la milicia que para apoyar en combate al ejército sirio de Bachar el Asad. Su recuerdo explica mucho de este presente en el que las fuerzas del régimen han perdido en un abrir y cerrar de ojos (11 días) ciudades clave que tardaron años en tomar, gracias precisamente al apoyo de aliados, como Hezbolá, Irán...
En la década pasada, un excombatiente chií libanés cruzó a Siria con Hezbolá, más ―cuenta hoy― por curiosidad y solidaridad con la milicia que para apoyar en combate al ejército sirio de Bachar el Asad. Su recuerdo explica mucho de este presente en el que las fuerzas del régimen han perdido en un abrir y cerrar de ojos (11 días) ciudades clave que tardaron años en tomar, gracias precisamente al apoyo de aliados, como Hezbolá, Irán y, sobre todo, Rusia, a los que hoy ya nadie espera. El excombatiente se encontró, recuerda, con una especie de ejército de Pancho Villa carente de preparación, medios y motivación. Los hombres de Hezbolá, añade, pasaron a posicionarse en segunda fila, por miedo a que los soldados los disparasen por la espalda, por error o por inquinas. Son los mismos militares que, en su mayoría, se han venido rindiendo, pasando al enemigo, huyendo a Irak o replegándose durante el ataque relámpago rebelde que ha culminado en la madrugada de este domingo con la toma de Damasco, la caída formal del régimen y la huida en avión de Bachar El Asad. Once días que han mostrado que, aunque El Asad significa en árabe “el león”, su régimen era en realidad un tigre de papel: temible por fuera, pero frágil por dentro. Ha caído justo cuando más voces lo daban por vencedor virtual de la guerra, iniciada en 2011: los líderes árabes que trataron de derrocarlo en su momento lo habían reintegrado en la Liga Árabe con sonrisas y apretones de manos y cada vez más países, entre ellos europeos, se preocupaban más de cómo sacarse de en medio a los refugiados que del oscuro historial de violaciones masivas de derechos humanos que atesora.
El régimen peligró en los primeros años de guerra, hasta que Moscú entró en su apoyo en 2015 y la situación dio un vuelco. Fue recuperando territorio hasta hacerse con el 70%, incluidas las principales ciudades y toda la costa. En 2019, trató de tomar la provincia de Idlib con un asalto a gran escala aéreo y terrestre, incluidas sus mejores fuerzas. Mató a cientos de civiles y generó otros 300.000 desplazados, pero solo capturó un 1% del territorio.
Un año más tarde, Turquía y Rusia (los dos apoyos más potentes de cada bando) acordaron un alto el fuego. Se convirtió entonces en una suerte de guerra congelada. Aún con enfrentamientos, pero sin apenas cambios en las líneas de frente. Y con la creciente sensación de que solo faltaba que Damasco y Ankara se repartiesen los cromos en el norte (donde Turquía ha ido tomando lenguas de terreno desde 2016) y decidir el estatus de los kurdos. Idlib, el último reducto rebelde y donde se concentraban tres millones de personas (casi dos millones de ellos, desplazados), no parecía en absoluto una amenaza existencial para El Asad.
Ankara negociaba entonces con Damasco y el regreso de los refugiados a Siria no se abordaba solo en Turquía y Líbano, los países fronterizos donde se ha normalizado un discurso xenófobo antisirio. Varios países de la UE, capitaneados por Roma, planteaban definir “zonas seguras” en la parte controlada por el régimen a las que pudiesen ir regresando. Italia se convirtió, de hecho, este verano, en el país comunitario más importante en reabrir la embajada, 12 años después de cerrarla.
Sus planes han saltado por los aires en solo 11 días porque ―como en los trampantojos de las iglesias― los últimos cinco años de guerra simulaban arquitectura donde solo había pintura. Algunos expertos venían definiendo Siria como un narcoestado, por los fondos que le proporcionaba el captagon, una droga sintética muy barata (de producir y comprar) que pasaba a través de Jordania (incluido en drones que la esconden en su interior) hasta llegar a su principal mercado, el Golfo. Venía enriqueciendo a unos pocos y ―junto con el impago de las deudas a sus patrones― impidiendo el hundimiento completo de una economía ahogada desde hace años por las sanciones occidentales y por el desplome de la moneda y el corralito bancario en la vecina Líbano, donde los empresarios sirios solían tener sus fondos.
En los cuatro años de alto el fuego, la crisis humanitaria se agravó (con un 90% de sirios en la pobreza, según la ONU). El Ejecutivo recortó los subsidios a los alimentos y el combustible. Y se dieron dos dinámicas en paralelo.
En Idlib, y mientras la atención mundial se desplazaba a otras crisis, el grupo fundamentalista Hayat Tahrir al Sham (HTS) simultaneaba tareas de gobierno con el establecimiento de una academia militar. Unidades de despliegue rápido, producción de drones, entrenamiento con visión nocturna… Su líder, Abu Mohamed al Julani, ya aseguraba en mayo de 2023, cinco meses antes del ataque de Hamás a Israel que ha acabado poniendo Oriente Próximo patas arriba, que la “preparación militar había alcanzado su cenit” (“no lo digo para subir la moral, sino como dato”, agregaba) y lanzaba a los presentes: “Queda muy poco para que lleguemos a Alepo. Os veo allí sentados como os veo hoy aquí”.
Mientras, los tres aliados que taponaban las grietas de edificio de El Asad se han visto obligados desde 2022 a concentrarse en conflictos más importantes para ellos (Rusia, en Ucrania; o Hezbolá, con Israel) o atraviesan, como Irán, un momento de debilidad estratégica y económica. Los rebeldes sirios llevaban tiempo preparando su ofensiva sorpresa, pero la lanzaron justo el día en que una Hezbolá fragilizada y descabezada se veía obligada a aceptar un alto el fuego en términos beneficiosos para Israel tras casi tres meses de bombardeos sobre Líbano.
En apenas 48 horas, los rebeldes (sobre todo HTS y el Ejército Nacional Sirio, apoyado por Turquía) tomaron Alepo, la segunda ciudad del país, que el régimen había tardado años en reconquistar, con un largo y cruel cerco de por medio. Los bombardeos rusos en apoyo no frenaron el avance. En las redes sociales del país circulaba la broma de que no fue al final Kiev ―como se especulaba al principio de la invasión de Ucrania― la que cayó en tres días, sino Alepo, para el bando contrario.
El jueves, fue el turno de Hama, cuarta ciudad y todo un símbolo: Hafez el Asad, el padre de Bachar, reprimió allí a sangre y fuego en 1982 una revuelta suní encabezada por los Hermanos Musulmanes. El sábado, los rebeldes tomaron Homs, cortando así la comunicación entre Damasco y la zona costera alauí, de donde proceden los El Asad y donde Rusia tiene una base marítima y otra aérea. La madrugada de este domingo, han tomado la capital, donde el Estado mayor ha decretado el fin del régimen. El Asad escapó en avión y está en paradero desconocido.
Todo ello sin apenas enfrentamientos, confirmando “la debilidad de un régimen” que dependía básicamente de sus aliados y que la mayoría de soldados no estaba “luchando por defender”, señalaba por teléfono Joseph Daher, analista suizo-sirio, profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia y autor del ensayo Syria After the Uprisings, The Political Economy of State Resilience (Siria tras los levantamientos: la economía política de la resiliencia estatal). “No han querido perder la vida por un régimen que los trata mal, con salarios muy bajos y por el que no sienten ninguna simpatía. La inmensa mayoría han sido reclutados a la fuerza”.
De hecho, en los últimos años, cuando uno preguntaba a los varones adultos sirios en Líbano y Jordania si se planteaban regresar a su país ―una vez que los combates habían bajado de intensidad y cada vez eran vistos con más hostilidad en sus países de acogida― la respuesta solía ser: “No quiero ser alistado para 10 años nada más cruzar la frontera”.
El sueldo de los militares
Las Fuerzas Armadas del régimen estaban desmoralizadas, agotadas tras 13 años de guerra civil y con sueldos míseros que cada vez daban para menos. Desde hace años era un secreto a voces la existencia de un mercado negro en el que soldados pasaban armas y munición a miembros de HTS para poder dar de comer a sus familias. El pasado miércoles, ya con el agua al cuello, El Asad decretó un aumento del 50% del sueldo de los militares de carrera. Demasiado poco y demasiado tarde.
Dos imágenes de los últimos días, que pretendían tranquilizar a los partidarios del régimen, fueron muy reveladoras de su estado. Una era un vídeo de tropas del régimen desplazándose para reforzar la defensa de Hama. Muchos van andando, en vez de en vehículos militares. Otra, la comparecencia del ministro de Defensa sirio, Ali Mahmud Abbas, en la televisión estatal en la noche del jueves. No solo por defender ―leyendo mecánicamente un discurso que este domingo suena ridículo― que las fuerzas estaban “en una buena posición en el terreno” y simplemente se replegaban por cuestiones tácticas. También por lo decadente del decorado, con cuatro teléfonos fijos de hace muchos años.
Siria está hoy “libre de El Asad”, como han clamado los rebeldes al tomar la capital. Los aliados que lo salvaron a partir de 2012 no han podido o querido hacerlo ahora. Hezbolá ya retiró en octubre fuerzas de Siria (incluidos altos mandos encargados de la defensa de Alepo, según la agencia Reuters) para afrontar la invasión israelí del sur de Líbano. Su nuevo líder tras el asesinato de Hasan Nasralá por Israel en septiembre, Naim Qasem, aseguró el jueves en un discurso que seguirían “del lado de Siria para frustrar los objetivos de la agresión”, pero sin dar detalles y añadiendo un: “Lo más que podamos”. Nada que ver con los miles de combatientes que desplegó en su momento en defensa del régimen cuando venían igual de mal dadas. Dos días más tarde, sus fuerzas de élite se retiraban de Homs. Irán ya venía retirando a su personal militar y Rusia, evacuando su base naval en Tartús, en vez de reforzarla, en una muestra de que daba la batalla por perdida. Frenar el avance rebelde hubiera requerido muchas botas extranjeras sobre el terreno que estos días han salido del país, en vez de entrar.