La amenaza cotidiana sobre Haifa: “Yo no vine a Israel a vivir, vine a morir”

En medio de ataques diarios de Hezbolá desde el vecino Líbano, los habitantes de la mayor concentración de población del norte de Israel se aferran a la supervivencia

Mario Brukman, un pizzero argentino, junto a su esposa, Silvina Borovinsky, en el negocio que ambos regentan en Kiryat Motzkin, cerca de Haifa.Luis De Vega Hernández

“Nuestra vida es un infierno”, asegura Mario Brukman, un pizzero argentino de 67 años que, pese a todo, no piensa en regresar a su país de origen. Su testimonio, entre lágrimas que mezclan emoción y melancolía, refleja la espiral de violencia en la que se encuentra sumido Israel desde que él llegó en 1997 formando parte de un grupo de 340 familias. Brukman enumera uno tras otro los conflictos que le ha tocado sufrir: la segunda Intifada (2000-2005), la guerra de Líbano (2006), el “terrorismo”… “...

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“Nuestra vida es un infierno”, asegura Mario Brukman, un pizzero argentino de 67 años que, pese a todo, no piensa en regresar a su país de origen. Su testimonio, entre lágrimas que mezclan emoción y melancolía, refleja la espiral de violencia en la que se encuentra sumido Israel desde que él llegó en 1997 formando parte de un grupo de 340 familias. Brukman enumera uno tras otro los conflictos que le ha tocado sufrir: la segunda Intifada (2000-2005), la guerra de Líbano (2006), el “terrorismo”… “Todo se fue complicando, pero nada como la tensión de ahora”, recalca refiriéndose a la guerra que comenzó el 7 de octubre de 2023. Ese día “se abrieron las puertas del infierno”, describe apoyado en el mostrador.

La localidad de Kiryat Motzkin, donde se encuentra el centro comercial que acoge desde 2022 esa pequeña pizzería en el cinturón metropolitano de Haifa, es escenario poco después de la entrevista del impacto de un misil llegado desde Líbano, a unos 30 kilómetros. No hay víctimas, pero la imagen de varios coches ardiendo en medio de la calle recuerda a los vecinos que el peligro forma parte de la vida cotidiana de la mayor concentración de población del norte de Israel.

Brukman se desplaza cada día desde su casa en Carmiel, a una media hora por carretera, con la radio de su coche permanentemente encendida por si hay alarmas que avisen de un posible ataque. En ese caso, explica, tiene que detener el vehículo, y tirarse al suelo para buscar protección. Entonces, lo que queda, añade, es rezar. Pero “tenemos que seguir viniendo a trabajar”, defiende. “Amo a Israel a pesar de todo”, subraya a su lado Silvina Borovinsky, de 53 años y mujer de Brukman.

Haifa, sus suburbios y las localidades de alrededor han ido recibiendo más ataques desde territorio libanés por parte de Hezbolá según ha ido avanzando la guerra y la milicia ha ido ampliando el radio de sus lanzamientos. La bahía acoge el mayor puerto de Israel y es un importante polo industrial, comercial y energético. Las alertas ante la llegada de proyectiles o drones saltan a diario, aunque la mayoría son interceptados por la defensa antiaérea o caen en zonas donde no causan víctimas. Hay excepciones, como la muerte este lunes de una mujer en Shfaram, a una decena de kilómetros de Haifa; o la de dos personas en Nahariya y un joven agricultor de 18 años en los últimos días en los alrededores de esa ciudad.

Un militar en el búnker de una escuela de Kiryat Motzkin, cerca de Haifa.Luis De Vega Hernández

Un enorme búnker a prueba de misiles, fuegos y tsunamis, explica un funcionario, acoge la externalización por imperativo de la guerra de parte de la sede del Ayuntamiento de Haifa, en la lista de objetivos del enemigo. Las instalaciones acogen, entre otras dependencias, una central telefónica para los servicios básicos. Y un centro de mando controla miles de pantallas desde las que se puede seguir en directo la vida de esta urbe de 310.000 habitantes.

Ataques casi diarios

En el centro de una mesa en forma de U con el jefe de seguridad municipal, un exmilitar de la Armada, a su izquierda, el alcalde supervisa el día a día de la tercera mayor ciudad de Israel, que es atacada casi a diario. Yonav Yahav, de 80 años, llegó al puesto tras la guerra de 2006, cuando Israel no contaba con el sistema antiaéreo Cúpula de Hierro. Haifa era entonces mucho más vulnerable a los misiles de Hezbolá. Ahora, pese a los cientos de lanzamientos —reconoce el primer edil rodeado de varios colaboradores, tanto judíos como árabes— solo han sufrido escasos daños materiales. Y ni un solo vecino ha muerto en su demarcación.

Pese a todo, el mazazo económico está siendo importante y en el centro de mando muestran cierta preocupación por unas ayudas que deberían llegar desde el Gobierno central para hacer frente a la situación. No ofrecen una evaluación concreta de pérdidas, pero explican que no solo el puerto se ha visto golpeado, sino también sectores como la hostelería y la vida cultural.

Las amenazas mantienen a parte importante de la clientela más alejada de bares o restaurantes, aunque el propósito, en medio de una contienda cuyo final no se entrevé, es tratar de resucitar la vida de la ciudad. Prevén celebrar este diciembre un mercado navideño y, en enero de 2025, un festival de cine. Actividades como el turismo de cruceros, que desapareció con el comienzo de la guerra, deberán esperar todavía. “AliExpress tarda ahora mucho más”, bromea un asesor del alcalde, refiriéndose a los envíos de la tienda online china.

Para Yonav Yahav es muy importante que los habitantes se sientan de alguna manera respaldados o acompañados por las autoridades de la ciudad. Lo explica con decisiones como la tomada hace tres semanas, cuando un cohete cayó en una rotonda. En 16 horas se restableció la normalidad y estaba concluida la obra, se habían plantado flores y la bandera nacional ondeaba sobre un mástil. “No quiero que pierdan la confianza en nosotros”, apostilla el primer edil de Haifa.

A unos kilómetros de ese búnker, un grupo de militares deambula por los pasillos y el patio de una escuela de Kiryat Motzkin en desuso desde la pandemia y convertida ahora en cuartel. Su misión no es combatir al enemigo en el campo de batalla, sino arropar a los suyos, tratar de que el impacto de la guerra no altere más la vida normal de los vecinos. Pese a que el número de víctimas israelíes es incomparable con los más de 43.600 muertos de Gaza o los más de 3.500 de Líbano, la salud mental se ha visto afectada y las depresiones y los miedos se ha extendido entre la población, explica en la sede de las oficinas municipales la psicóloga Mazit Rafman, de 44 años.

A unos metros de ese edificio, el bullicio se mantiene en el centro comercial donde trabaja Mario Brukman, el pizzero. Reconoce que siente más miedo por sus hijos o nietos que por sí mismo, pero que nada le hará emprender el camino de regreso a Argentina: “Yo no vine a Israel a vivir, vine a morir”.

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