Atrapados en refugios bajo el fuego de artillería ruso en Donbás
Los pocos civiles que quedan en Chasiv Yar, a las puertas de la asediada Bajmut, y en Siversk temen verse bajo el cerco de las tropas del Kremlin
Con un gorro de piel color caramelo calado hasta las orejas y un raído abrigo marrón, el abuelo Sasha hunde los pies en la nieve que cubre el asfalto. Camina medio kilómetro calle arriba, medio kilómetro calle abajo, ajeno al movimiento en la arbolada avenida: una mujer acarrea dos garrafas de agua en su bicicleta; en la esquina, una pareja transporta un saco de ayuda humanitaria; junto a una colmena de apartamentos comida a boquetes y tintada de cenizas, otra bicicleta cargada hasta los topes. De fondo, suena una explosión. Otra. Y otra más. Cada vez más cerca. Sasha sigue con su paseo. Las d...
Con un gorro de piel color caramelo calado hasta las orejas y un raído abrigo marrón, el abuelo Sasha hunde los pies en la nieve que cubre el asfalto. Camina medio kilómetro calle arriba, medio kilómetro calle abajo, ajeno al movimiento en la arbolada avenida: una mujer acarrea dos garrafas de agua en su bicicleta; en la esquina, una pareja transporta un saco de ayuda humanitaria; junto a una colmena de apartamentos comida a boquetes y tintada de cenizas, otra bicicleta cargada hasta los topes. De fondo, suena una explosión. Otra. Y otra más. Cada vez más cerca. Sasha sigue con su paseo. Las detonaciones son el hilo musical constante en Chasiv Yar. Una tenebrosa música que no abandona la ciudad, en la línea del frente de batalla de Bajmut donde se libran los combates más sangrientos de Donbás, en el este de Ucrania, y donde las fuerzas ucranias tratan de resistir al empuje del ejército de Rusia con un altísimo coste. “Mira lo que nos están haciendo”, se lamenta Sasha. Arriba y abajo. Abajo y arriba.
Hace semanas que Chasiv Yar, en la cima de una colina, está soportando el fuego de la artillería rusa. La ciudad, en la que antes de la invasión a gran escala vivían 12.700 almas y que se ha quedado en los huesos, es la última puerta de entrada que queda a Bajmut. Esa puerta que es un ir y venir constante de vehículos militares. Casi besando las onduladas tejas de las casas bajas a la entrada de la ciudad, vuelan raudos dos helicópteros de combate en dirección a la ya simbólica ciudad fortaleza. En las fluctuantes colinas, cubiertas aún de nieve, hay trincheras frescas. Una nueva línea de defensa ucrania.
El anciano Sasha, de ojos claros y un pequeño bigote gris, desembarcó en Chasiv hace solo unos días. Resistió en su Bajmut natal hasta que un bombardeo derribó su casa. Tiene 91 años y dice con un hilo de voz que siempre pensó que moriría en su cama. Ahora, subsiste en uno de los llamados “puntos de invisibilidad” que se han desplegado para que la ciudadanía que queda pueda calentarse en una de las estufas de leña, comer algo que le entibie el cuerpo o cargar sus móviles. Sasha duerme allí. Simplemente tira un colchón al suelo, se cubre con una manta y pasa la noche. Apenas 18 kilómetros le separan de su casa destruida y pese a que no le queda nada, tampoco quiere alejarse más. Fue tanquista en el ejército soviético durante unos años y trabajó en Kazajistán. Después, volvió a Bajmut.
Rusia está multiplicando los esfuerzos para romper las defensas ucranias en el este. Se aplica con especial tesón en Bajmut, pero también está lanzando furiosas ofensivas un poco más al norte, alrededor de Limán, y hacia el sur, en Vuhledar. Tras meses de fiascos, las fuerzas regulares de Moscú y el grupo de mercenarios rusos de Wagner se han movido mordisco a mordisco, centímetro a centímetro, para rodear Bajmut, donde han ganado algunas posiciones. La ciudad fortaleza no ha caído y el Kremlin ya ha puesto el foco en Chasiv Yar. Ucrania aguanta.
Los combates son cada vez más feroces en la zona, admiten varios soldados no demasiado lejos de Bajmut, situada estratégicamente en una depresión rodeada de pequeñas colinas, para protegerse del viento; una localización que, sin embargo, dificulta su defensa. Las fuerzas de Kiev, explican los militares, han volado una presa al norte de la localidad para tratar de frenar los avances rusos desde el norte. Ahora, parte de la ciudad es un enorme charco de agua. El presidente ucranio, Volodímir Zelenski, ha admitido que la situación en Donbás, donde se concentra y se ha enquistado fundamentalmente la guerra imperialista de Rusia contra Ucrania, es “muy dolorosa”, pero también ha instado a comprender el sacrificio. “Debemos entender el significado de estas batallas. Ahí es donde se está produciendo la destrucción sin precedentes de potencial ruso”, señaló Zelenski en uno de sus discursos nocturnos a la ciudadanía.
Raya y su hermano Vladímir, menudos y muy morenos, esperan en la cola del pan para recibir unos cuantos paquetes de alimentos y algunas botellas de aceite de girasol en un punto de entrega de ayuda humanitaria en el centro de Chasiv Yar. Si pudieran se irían, dicen, pero no saben a dónde y apuntan que no tienen dinero para poder vivir fuera de su casa más allá de unos cuantos días. Son hermanos, trabajaban en una de las fábricas de la zona y casi no han salido de la región. “Míranos aquí, mira alrededor. Todos teníamos vidas antes, unos más ricos, otros más pobres. Pero somos personas”, dice Raya.
Región de ciudades mineras, de campos ondulados y de un suelo fangoso, pero extremadamente rico para el cultivo, Donbás es el objetivo principal para el Kremlin tras las estrepitosas derrotas de la pasada primavera en Kiev y un largo rosario de fiascos que han llevado a la ofensiva rusa a encallarse también en esta región. Es el foco principal de la “operación militar especial” que lanzó el presidente ruso, Vladímir Putin, hace un año para “desnazificar” Ucrania y “liberar” a los rusoparlantes. Ahora, una buena parte de los escasos civiles que quedan en Bajmut, Chasiv Yar o en Siversk, en el otro eje del frente, el de Lugansk, viven acurrucados en sus sótanos, transformados en húmedos y fríos refugios. Hay ciudades, pueblos, aldeas en ruinas. Sin suministros básicos. Cuando termine la guerra algunos serán imposibles de reconstruir.
Una ciudad bajo los escombros
Siversk, rodeada por una media luna de territorio controlado por Rusia, es foco de ataques frecuentes. Con la provincia de Lugansk bajo control del Kremlin, la ciudad industrial sería la siguiente pieza a cobrar para las fuerzas de Putin. La batalla por la localidad, geográficamente muy estratégica, ya fue durísima en verano. Siversk está reventada. Todo es escombros. En muchos barrios no queda casi ningún edificio en pie. Hace un frío que penetra hasta el alma y Alexander Guzenko, pegado a la pared de su edificio, corta un poco de leña para alimentar la estufa y para cocinar. En un cubo, trata de recoger nieve fresca y limpia para derretir y poder así, lavarse un poco. La ayuda humanitaria en Siversk es escasa. El acceso a la ciudad es complicado, la carretera es mala y está muy expuesta a los drones rusos de vigilancia y ataque, que la sobrevuelan constantemente.
Con una pequeña sonrisa, el antiguo operario de maquinaria, de 65 años, cuenta que echa de menos su jardín, el huerto de su pequeña casa de campo, sus uvas. “Ahora soy como un topo. Me paso la vida enterrado en el refugio”, comenta con ironía Guzenko. “Trato de salir todos los días, darme una vuelta. Si no, con la oscuridad acabaré perdiendo la vista, Entonces, qué pasará con las flores, no podré disfrutar de las flores”, dice. Solo desea que llegue la primavera, el sol, el buen tiempo. No se ha rendido. Asegura que resistirá hasta el final.
Valentina Mironovna, menuda y canosa, sí ha perdido las ganas. Las pocas veces que sale del sótano convertido en refugio solo va hasta la esquina. Una borboteante lluvia de grad (en ruso, granizo, proyectiles de artillería de origen soviético) impacta muy cerca. Mironovna vuelve a entrar a toda prisa para a acurrucarse en las tripas del edificio. Solo quedan ocho personas en toda la manzana. “Es así casi todos los días. Esto se ha convertido en una espera para ver cuándo van a disparar”, lanza, ajustándose la pañoleta violeta sobre la cabeza. Bajo los guantes de lana, que mantienen sus manos calientes en un gélido día, lleva otros de plástico. “No tenemos agua, nos lavamos como podemos”, se lamenta. Tiene 85 años y una mirada de hastío profundo. Solo su vecina Lubov, preocupada porque se le han acabado las baterías de su pequeña linterna, y sus gatos le endulzan un poco el gesto. Luego, mira alrededor: a la puerta cubierta con una pesada tela color carmín para prevenir un poco el paso del frío, a las desconchadas paredes del sótano adornadas con dibujos infantiles a rotulador, estampitas y fotografías, a la estufa de leña, al colchón. Y vuelve esa mirada: “Los días que me quedan los voy a vivir aquí, los voy a vivir así”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.