Preso con la esperanza del exilio: la vida entre rejas de Luis Manuel Otero en Cuba
Si no hay una opción política, habrá entonces una opción de vida, que es en última instancia todo lo que uno quiere para un amigo
Hablo por teléfono con Luis Manuel Otero, el amigo que se convirtió con su arte plebeyo, anclado en el barrio habanero de San Isidro, en la figura más prominente de la disidencia política cubana. Seguramente nos escucha la Seguridad del Estado, pero es difícil que desde la cárcel y el destierro percibamos ese ruido como figura del temor, puesto que ya no hay mucho más que nos puedan quitar. Luis llama unos pocos minutos los martes y los jueves a la una de la tarde. Má...
Hablo por teléfono con Luis Manuel Otero, el amigo que se convirtió con su arte plebeyo, anclado en el barrio habanero de San Isidro, en la figura más prominente de la disidencia política cubana. Seguramente nos escucha la Seguridad del Estado, pero es difícil que desde la cárcel y el destierro percibamos ese ruido como figura del temor, puesto que ya no hay mucho más que nos puedan quitar. Luis llama unos pocos minutos los martes y los jueves a la una de la tarde. Más que para hablar, para que le digan algo.
“Una de las series que tengo acá”, se refiere a la cárcel de máxima seguridad de Guanajay, al suroeste del país, “se llama La caja de Pandora, y tiene que ver justamente con el teléfono de la prisión. Esta es la única conexión del preso con el mundo. Te metes varios días sin conversar con tu familia, y cuando en este cubículo te dan una buena o mala noticia, cargas luego con esa energía encima, lo que se refleja en los demás, porque compartimos un lugar cerrado”.
Luis está pintando —acumula más de mil obras, otra manera de medir el largo tiempo que cabe en un año y medio de cárcel injusta— lo que él llama retratos psicológicos de sus compañeros en el encierro. “Los parecidos son a través de algunos colores, algunas texturas, la repetición de muecas y esa cosas”. No dibuja solo a los presos comunes, sino también “espíritus que hay aquí, muertos que andan por estos pasillos, por estos lugares”.
Las obras no van con firmas, porque él se ve como un puente entre los reos, los fantasmas y el lienzo, no como un autor. “De hecho, la gente tiene ese vicio de la autoría, del artista Luis Manuel; mentira. Mi trabajo, desde el Movimiento San Isidro, siempre fue colaborativo, algo que se hizo posible por mucha gente. Mi obra no es el objeto, es esa gran colaboración. Hay una responsabilidad individual, claro, pero trato de compartirla con el resto”.
Su familia le ha hecho llegar fotografías de amigos suyos cercanos, gente que compartió parcialmente su destino, su ejercicio de fe, y él los ha retratado desde el realismo más puntilloso hasta la abstracción más grotesca, un arco de estados sensibles que, sospecho, buscan descomponer y actuar sobre el tiempo monótono, imperturbable, que el totalitarismo impone como forma cotidiana de vida y que en la cárcel encuentra su expresión más extrema. “Es como una serie medio corta. Una descarga más naif, más a lo Basquiat. Veremos primero si me dejan salir a mí y después si me dejan sacar las obras”.
Pienso que quizá nunca veamos nada de eso, pero no importa tanto, porque su fin estético no ha sido otro que establecer una resistencia, una capacidad mínima de reinvención alrededor de un hueco de silencio. Justamente de ahí vienen también las huelgas de hambre que al menos unas cinco veces Luis ha iniciado e interrumpido durante su estancia en prisión. Ya no tienen, naturalmente, el impacto de las huelgas de hambre y sed que acometió en libertad desde su casa de la calle Damas, en noviembre de 2020 y abril de 2021. La primera produjo el acuartelamiento de San isidro y la segunda terminó con él ingresado casi por un mes en el hospital Calixto García.
Pero el relato del desgaste es el relato del poder, no del individuo, y las huelgas como recurso político por lo pronto han agotado su capital simbólico y también su efecto real en el país. Luis acaba justo de concluir una de nueve días, y desde su cuerpo se entiende de una manera particular. “Esta huelga, como todas las que he hecho, viene de un espacio emotivo, o sea, de un espacio de frustración, de tener que encontrar caminos desde un montón de partes. De alguna manera aquí estoy ciego completamente”. Es el intento de que pase algo.
La condena de cinco años, bajo los cargos construidos de “ultraje a los símbolos patrios”, “desacato” y “desorden público”, puede alargarse. “Ellos siempre me han aclarado que nunca voy a salir de la cárcel. Ni en cinco años ni después. Entonces me dieron la opción del exilio”. Durante bastante tiempo, Luis se negó a abandonar de Cuba, pero desde hace cuatro o cinco meses aceptó partir. Sin embargo, el momento del destierro se ha alargado. Ahora la policía política no tiene prisa. “Ellos están jugando con eso”, una suerte de chantaje o de venganza.
Habrá gente en el espacio público cubano que no acepte tranquilamente la decisión última de Luis Manuel Otero, pues hablamos de un escenario político a ratos tan rematadamente conservador que un joven negro, proveniente de estratos pobres, solo debe sacrificarse y entregar un nuevo mártir a la causa, garantizar la solidaridad ajena, la buena conciencia del prójimo nacional. Se trata de una situación límite, fichas de cambio, un destino que luego de las multitudinarias protestas del 11 de julio comparten también otros cientos de presos políticos a lo largo de la isla.
Pregunto: ¿hay posibilidades desde la lejanía de articularse como un grupo disidente que aún no acepte completamente su desintegración? ¿Regresaremos todos los que tuvimos que marcharnos alguna vez y que, por supuesto, deseemos hacerlo? Francamente no lo sé. En cualquier caso, me gustaría en este punto citar al poeta ruso Joseph Brodsky, una brújula moral para los desterrados políticos de los totalitarismos estalinistas. “Como mucho, la palabra ‘exilio’ alude al momento justo de la partida, de la expulsión; lo que sigue implica demasiada comodidad y demasiada independencia para describirse mediante una palabra de connotaciones tan justificadamente desoladoras”.
O sea, por vaga que parezca, todavía hay ahí una opción política preferible a la elección martirológica del entierro en un calabozo de provincias. Y si no hay una opción política, algo que me gustaría creer para atemperar un poco la manifestación rotunda de mi propio destierro, habrá entonces una opción de vida, que es en última instancia todo lo que uno quiere para un amigo.
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