Miedo, milagros y desesperanza en la zona cero del terremoto
Las probabilidades de encontrar supervivientes en un seísmo que acumula ya más de 25.000 muertos son pequeñas, pero los equipos de salvamento se enorgullecen de algún éxito, como el rescate de una mujer y un niño en la mañana del viernes
Cuma Gögremis, de 52 años, repite una frase en el inglés que chapurrea: “City finished, city finished”. Su ciudad, Pazarcik (28.000 habitantes), en la provincia de Kahramanmaras, el epicentro del terremoto, ha sido fulminada. Eso quiere contar. Y más cosas: señala hacia el oeste, hacia donde cree que está la falla que ha hecho temblar la tierra. Mientras estira el brazo, el suelo se estremece de nuevo. Es leve, perceptible y cesa rápido.
Gögremi...
Cuma Gögremis, de 52 años, repite una frase en el inglés que chapurrea: “City finished, city finished”. Su ciudad, Pazarcik (28.000 habitantes), en la provincia de Kahramanmaras, el epicentro del terremoto, ha sido fulminada. Eso quiere contar. Y más cosas: señala hacia el oeste, hacia donde cree que está la falla que ha hecho temblar la tierra. Mientras estira el brazo, el suelo se estremece de nuevo. Es leve, perceptible y cesa rápido.
Gögremis charlaba alrededor de un fuego junto a su hermano pequeño, Tolga Özgur, y otros vecinos de su barrio. Se vuelven para correr hacia algún lado, aunque el hecho es que están a cielo abierto, bajo un árbol y el riesgo es menor. Pero el desastre que causaron los fuertes seísmos de este lunes ―que ya se ha cobrado más de 25.000 muertos, 21.500 de ellos en Turquía― se ha metido en lo más hondo de sus cabezas para no salir. Cada día, dicen los que se reúnen en torno a la hoguera, se despiertan de forma natural a las cuatro de la mañana. Es la hora a la que sus casas empezaron a moverse.
Todo se meneó porque debajo de allí, a unos 18 kilómetros de profundidad, la tierra tembló con una magnitud de 7,8. Los efectos son visibles ya a las afueras de la ciudad de Kahramanmaras, capital de la provincia de mismo nombre. La destrucción, aparentemente caprichosa, crece a medida que la ruta conduce hacia la urbe. El asfalto, en algún tramo, está quebrado como si lo planchara un rayo. Hay almacenes tumbados sobre un costado, casas en acordeón, farolas inclinadas hacia su espalda.
Antes de llegar a Kahramanmaras (1,1 millones de habitantes), el organismo que gestiona en Turquía desastres y emergencias, AFAD, un gigante omnipresente, ha levantado un campo base para coordinar a los equipos de rescate y registrar a las familias afectadas. El trajín es imparable. Las bocinas de los camiones y coches pitan para entrar vacíos y salir con la trasera a rebosar de cajas con provisiones. En el interior del recinto, custodiado por la policía turca, decenas de ciudadanos se reúnen en torno a fogatas para entrar en calor y comer. Se respira nerviosismo; han pasado cinco días desde la catástrofe.
Visita de Erdogan
Las jornadas corren y las operaciones de rescate entran en una fase complicada, en la que la esperanza por encontrar a alguien vivo es pequeña. Provincias como Kilis o Sanliurfa han cesado los trabajos de búsqueda de supervivientes. Pero milagros hay. El austriaco Michael Erhard, de la organización SARUV, cuenta, mientras acaricia a su perro, experto en búsquedas de personas, uno del que ha sido partícipe. En la mañana del viernes, su equipo colaboró en sacar de entre los escombros a una mujer y un niño. Habían sentido que estaban allí, pero a unos seis metros, demasiado profundo para el olfato del can. Metieron maquinaria pesada y lograron rescatarlos. ¿Qué se puede sentir con algo así? “Es un gran sentimiento”, dice Erhard con ojos como platos pese a los largos turnos de trabajos ―ocho horas de misión por seis de descanso y vuelta a empezar―, “he ayudado a rescatar dos vidas”.
Otro milagro: tras 58 horas bajo las piedras, atrapada en el sótano, el equipo de bomberos de Zaragoza logró sacar en Adiyaman, a unos 160 kilómetros de Kahramanmaras, muy golpeada también por los seísmos ―este viernes recibió la visita del presidente Recep Tayyip Erdogan―, a una mujer de 60 años. “Estaba deshidratada y en shock, llegamos por los pelos”, narra al teléfono el coordinador del contingente, Enrique Mur. Un equipo de rescate, desplegado desde Valencia en la misma ciudad turca, logró también recuperar con vida a un padre y su hija. Era su tercer éxito. La otra cara de la moneda la muestra Stephan Jay, colega bombero venido de Francia. Tras ocho horas de trabajos, después de haber creído escuchar algo, no lograron encontrar nada. Las probabilidades son escasas. Los españoles de Adiyaman han concluido ya sus labores en el terreno y viajan de vuelta a España. Pero llegan equipos de otros países.
A mitad de camino entre esta ciudad y Kahramanmaras se encontraban en torno a una hoguera de Pazarcik los hermanos Gögremis. Regentan la cafetería de enfrente, cerrada a cal y canto, junto a un refugio levantado por AFAD con decenas de tiendas de plástico blanco para los que perdieron su vivienda. En los jardines de fuera, un manto de ropas tiradas cubre casi por completo el verde. Tolga, el menor de los dos, de 27 años, se explica: donantes anónimos empezaron a traer hasta allí, en cajas ―aún quedan algunas―, ropa para los afectados por el seísmo, pero el orden se marchó hace rato. Al otro lado de la carretera se divisan dos inmuebles inclinados hacia fuera, uno de ellos, con media fachada estrangulada en la entrada.
“Aún no puedo creerlo”, afirma Cuma, “dos terremotos seguidos, es algo tan inusual; nunca imaginé encontrarme así este jardín”. Lleno de prendas de vestir tiradas a la espera de que alguien las aproveche. Ni tampoco imaginó que tuvieran que sacar de casa a sus padres, muy mayores, a las cuatro de una madrugada del lunes. “Lo primero que hice”, continúa esta vez Tolga, “es coger botellas de agua”. Muestra vídeos de los destrozos de su casa, y abre las manos, llenas de tiritas en los dedos, para enseñar el rastro de aquella noche. Unos minutos después de salir por la puerta, la vivienda de los Gögremis se vino abajo.
Alrededor del fuego se van acercando vecinos y vecinas del mismo barrio de Pazarcik. Una de ellas trae leña para avivar la llama. Se lo agradece Fatma Dogan, profesora de 65 años. Conoce bien el barrio, asegura, y a muchos de sus vecinos porque, defiende, es la maestra. “No he perdido a ningún familiar”, cuenta la mujer, “pero sí a mi mejor amigo, que ya enterraron, aunque no pude ir al funeral”. “Contad lo que ha pasado aquí, difundidlo, por favor”, insiste la profesora, de ojos pequeños, rostro curtido y gesto amable. El calor sube con el fuego. También la conversación. Hablan de sus orígenes, de discriminación, de viajar a Europa. Se enfadan entre ellos. No tienen electricidad, agua; viven en una tienda, con temperaturas bajo cero. Se han quedado sin hogar.
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