Las filas del hambre del centro de São Paulo no tienen candidato claro
El aumento del hambre en Brasil a niveles de hace tres décadas marca la campaña electoral
La sopa de zanahoria y carne es, para muchos, lo primero que llena el estómago desde el día anterior. “Parece carne humana, pero está buena”, ríe Johnny Borges, que remueve el caldo con la cuchara para que se enfríe. “Aquí somos como los Piratas del Caribe”. En una isla desierta, se come lo que hay y punto. Este hombre de 50 años y facciones angulosas ha llegado temprano al callejón del centro de São Paulo donde una asociación reparte comida. Ha conseguido un buen número. Es el sexto en una larga fila que se pierde de vista al doblar la esquina. Aunque el problema ha recibido una atención disp...
La sopa de zanahoria y carne es, para muchos, lo primero que llena el estómago desde el día anterior. “Parece carne humana, pero está buena”, ríe Johnny Borges, que remueve el caldo con la cuchara para que se enfríe. “Aquí somos como los Piratas del Caribe”. En una isla desierta, se come lo que hay y punto. Este hombre de 50 años y facciones angulosas ha llegado temprano al callejón del centro de São Paulo donde una asociación reparte comida. Ha conseguido un buen número. Es el sexto en una larga fila que se pierde de vista al doblar la esquina. Aunque el problema ha recibido una atención dispar durante la campaña electoral, el hambre kilométrica que existe en Brasil será uno de los grandes desafíos de quien gobierne a partir de enero.
Brasil ha retrocedido tres décadas en lo que se refiere a la lucha contra el hambre. A principios de 2022, 33 millones de personas no tenían qué comer, 14 millones más que un año atrás, según un informe de la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria. La inseguridad alimentaria alcanzaba el 59% de la población, niveles similares a los de la década de los noventa. El espejo de este aumento es un mayor número de sin techo. En São Paulo, creció un 31% respecto a 2019, según el Ayuntamiento. De acuerdo con otro estudio de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG), el aumento es mayor: un 73%. Basta dar unos pasos por la mayor ciudad del país para encontrar a personas tumbadas en el suelo bajo los soportales de las tiendas, a veces tapadas solo con una manta.
Borges vive en una tienda de campaña donada. Dice que lo prefiere a un centro de acogida porque en la calle “siempre estás acompañado”, aunque alguien entró en su tienda hace poco y le robó las pocas pertenencias que tenía. Solo le queda la camiseta blanca y el pantalón de chándal que lleva puestos. Su prioridad ahora es recuperarse “del vicio”, la cocaína que consumía para mantenerse despierto durante los largos trayectos como camionero. Hace un año, tuvo un accidente. Borges muestra las imágenes en su celular del camión tumbado de lado, con el maíz que cargaba esparcido por la carretera. A él lo tuvieron que sacar en camilla y llevárselo al hospital. Al salir, se quedó a la intemperie.
Cuentan que el primer día sin comer es el más difícil. El estómago se retuerce y la rabia domina. Al segundo, el cuerpo ya se ha acostumbrado al vacío. Lo siente, pero no duele tanto. El comedor al que van decenas de personas para escapar de esa sensación de vacío está en la calle de José Bonifacio, un callejón oscuro con paredes grafiteadas a unos minutos a pie de la catedral. Fue el primero que abrió al inicio de la pandemia, impulsado por el Movimiento Estatal de la Población en Situación de Calle. Cada día, la agrupación reparte 2.200 comidas y sopas. “Ellos también tienen paladar; hay que prepararles cosas apetitosas”, afirma la cocinera Dina de Oliveira Santos, que ha dejado un momento los enormes pucheros para salir a tomar el aire.
Robson Mendonça, que fundó el movimiento en 2000, vivió en la calle seis años y conoció el hambre. Desde entonces, lucha por conseguir recursos de las autoridades que permitan atender a la población sin techo. El año pasado, este hombre simpático de 77 años, se encadenó a las puertas de la Asamblea municipal para impedir que se eliminasen los programas creados durante la pandemia para las personas en situación de calle. Consiguió que aprobaran una ley para mantenerlos, pero él no se fía: “Vamos a ver. En papel todo es bonito, pero falta que lo ejecuten”, afirma. “El fin de la pandemia no ha terminado con el problema”.
El Gobierno del ultraderechista Jair Bolsonaro ha reaccionado a la emergencia derivada de la pandemia con varias subidas y bajadas en las ayudas. Primero, fueron 600 reales mensuales, unos 113 dólares, luego 300, luego 150. Recientemente, con la inflación disparada y a pocos meses de las elecciones, el Ejecutivo volvió a subir el monto a 600 reales, a través del programa conocido como Auxilio Brasil.
Para Maite Gauto, responsable de programas en la ONG Oxfam, la ayuda no es suficiente. “La cesta básica en São Paulo ya cuesta todo un salario mínimo [1.200 reales]; 600 no dan para cubrir todas las necesidades de una familia”, señala. Además, Gauto apunta a la importancia de una política macroeconómica que actualice el salario mínimo por encima de la inflación —algo que no se ha hecho desde que Bolsonaro llegó al poder— y que detenga la subida de precios: “Las políticas de transferencias monetarias ayudan, pero no resuelven. Las personas tienen que volver a trabajar para tener un ingreso que no les haga depender del Gobierno”.
Pese a recibir Auxilio Brasil, Celine de Luz Siqueira y Elisabete Bezerra aguardan en la fila de la calle José Bonifacio. Las dos están sentadas sobre la acera y charlan animadamente bajo un paraguas rojo, mientras esperan el plato fuerte: salchicha acompañada de arroz y frijoles. Siqueira, de 81 años, recibe el salario mínimo como jubilada, 1.200 reales, pero 500 se le van en el alquiler. Menos mal que come poco y se puede guardar la mitad de lo que recibe para la cena, dice. Bezerra, de 51, era costurera, pero lleva años desempleada. Vive en una tienda de campaña a una hora del centro, pero su fe cristiana le ayuda a sobrellevar la situación: “Lo poco con Dios es mucho, lo mucho sin Dios es poco”. Como la asociación les deja repetir ración, se llevará una caja para ella y otra para su marido.
Cuando salió el informe de la red de ONG sobre el aumento del hambre, Bolsonaro puso en duda los resultados. “¿Alguien ve a gente pidiendo pan en la caja de la panadería? No se ve”, dijo. Más tarde, admitió que había hambre, pero “no en las proporciones que dicen allí”. En la campaña electoral, su principal apuesta ha sido mantener los apoyos de Auxilio Brasil el año que viene. Del otro lado, Lula da Silva ha recordado que durante los Gobiernos del Partido de los Trabajadores el país salió, gracias a un abanico de ayudas sociales, de la lista roja de países con problemas de hambre que hace la ONU. Ahora ha vuelto. El candidato izquierdista ha prometido ampliar los apoyos si gana y subir el salario mínimo por encima de la inflación.
Reflejo de la división que existe en la sociedad en torno a la elección, en la fila del hambre de la calle de José Bonifacio tampoco hay un voto uniforme ante la segunda vuelta del domingo. Siqueira dice que apoyará a Lula, como parece que hará la mayoría de las personas de bajos ingresos: “Antes fue pobre; está más de nuestro lado”. Bezerra se abstendrá porque no confía en nadie. Y Johnny Borges votará por Bolsonaro, porque “valorizó” el sector de los camioneros al que pertenece, con ayudas para la compra de gasolina. Independientemente de quien gane, en cuanto pueda quiere subirse a un camión y volver a ganar dinero. Sueña con cambiar la sopa por un buen bistec con patatas fritas.
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