El móvil sin respuesta del cadáver número 13 de la matanza de Zaporiyia
Los 30 muertos y 88 heridos, víctimas de un ataque con misiles este viernes en la localidad del sur de Ucrania, son civiles
Suena el móvil. Una vez, otra, otra… hasta que se corta. El propietario, de chaqueta y pantalón negro, permanece recostado sobre su lado derecho en el asiento del medio de una furgoneta. Varios regueros de sangre le corren por el rostro y la mano. Es uno de los 30 cadáveres que ha dejado el ataque con misiles que tuvo lugar a las 7.15 de este viernes en Zaporiyia, una ciudad al sur de Ucrania. Kiev señala a Moscú. Desde allí afirman lo contrario. E...
Suena el móvil. Una vez, otra, otra… hasta que se corta. El propietario, de chaqueta y pantalón negro, permanece recostado sobre su lado derecho en el asiento del medio de una furgoneta. Varios regueros de sangre le corren por el rostro y la mano. Es uno de los 30 cadáveres que ha dejado el ataque con misiles que tuvo lugar a las 7.15 de este viernes en Zaporiyia, una ciudad al sur de Ucrania. Kiev señala a Moscú. Desde allí afirman lo contrario. El hecho es que todos los fallecidos, así como los 88 heridos, son civiles. Y el ataque ha ocurrido en un conocido punto de reunión de caravanas que llegan cargadas de ciudadanos ucranios que escapan de la zona invadida por Rusia.
El teléfono que suena sin respuesta es el del muerto número 13. Lleva esta cifra escrita detrás de la oreja izquierda, la más accesible para aquellos que, poco después del ataque, llegaron a atender al medio centenar de heridos y a certificar los decesos de los que no sobrevivieron. Y numerarlos a rotulador. Hay otros dos cuerpos en la misma furgoneta, rodeados de algunos de sus objetos personales y botellines de agua. En el habitáculo hay restos de cristales, de pequeñas piedras y de polvo por todos lados. La carrocería está atravesada por impactos de las esquirlas.
Así se encuentran también los demás vehículos, algunos con puertas y capós reventados. Muchos neumáticos, pinchados. A unos metros, un gran socavón provocado por el misil que, según Kiev, llegó desde lado ruso. Una mujer encontró la muerte en el asiento del copiloto con su bolso en el regazo. Otro cuerpo, en el asiento de atrás, permanece junto al perro que los acompañaba y que también perdió la vida. Algo más allá, un conductor, de unos 60 años, permanece con su mano izquierda todavía en el volante.
A otros, la explosión los pilló fuera de sus vehículos. Y ahí se han quedado. Algunos se hallan diseminados por el lugar. Otros, junto a sus vehículos. Dos mujeres de mediana edad yacen tiradas una junto a la otra. Una cara al cielo, la otra con el mentón derecho en el asfalto. Junto al rostro, su teléfono. Un hombre algo mayor permanece arrumbado en medio de la sangre junto a los bajos del que debía ser su coche. Hasta él se dirigen dos policías que, tras levantar la cinta de plástico que marca el perímetro del horror, dejan pasar a una pareja. La mujer lo identifica entre gritos y llantos. Empiezan a hilarse y confirmarse los dramas.
A unos metros yace otro cuerpo junto a un gran reguero de sangre y un equipaje sobre un carrito y un bolso negro. Cuando lo destapan para introducirlo en el sudario de plástico negro, se ve que se trata de mujer de cierta edad. De su ropa sacan un fajo de billetes. Una mujer uniformada fotografía el dinero antes de introducirlo en el bolso de la fallecida.
Hasta el escenario arrasado por la explosión en decenas de metros a la redonda van llegando familiares y allegados. Un hombre que lleva en el lugar desde el principio, al que han tomado declaración en el mismo lugar de los hechos, mueve pertenencias del que parece ser su coche. Una chica de chándal gris lo ve en la distancia y avanza rápido hasta que se abrazan. Él ha perdido a su mujer. Ella, a su madre. Juntos se acercan hasta la bolsa donde reposa ya la mujer, junto a una ambulancia.
La toma de declaraciones a testigos y familiares se improvisa buscando cierta intimidad detrás de una caseta que ocupaba un colmado. Allí quedan los restos de sangre junto a algunos billetes y monedas desparramadas. Bollitos de leche, golosinas, bebidas y desorden. La mesa y las dos sillas de los clientes son la oficina en la que los agentes preguntan, escuchan y van tomando nota.
Deambulan funcionarios de la policía científica y de la Fiscalía que investiga crímenes de guerra. Los forenses también se afanan, asomándose a cada uno de los cuerpos. Junto a unas mesas de madera, los militares van colocando cada trozo del misil que van encontrando. Hay decenas de piezas de metal gris de diferentes formas y tamaños.
Tres proyectiles cayeron en esta zona empleada antes de la guerra como mercado de coches, según fuentes militares. El que impactó más cerca horada un enorme cráter de varios metros en el asfalto. Una treintena de vehículos esperaban para emprender la marcha. EL PAÍS visitó este mismo lugar el jueves y comprobó que no se trataba de una instalación militar. Es una explanada por la que pasan muchas familias que van y vienen en torno a Zaporiyia, una ciudad importante que acoge a un gran número de personas que escapan de la zona invadida por los rusos y desde donde, como aseguran las autoridades, salen a veces caravanas a llevar ayuda a ese territorio ocupado.
Unas horas después, un grupo de empleados extrae el cuerpo del cadáver número 13. Lo tumban junto a la furgoneta, lo examinan brevemente y lo introducen en una bolsa de plástico negra. Finalmente, lo alinean junto a otras víctimas mortales en el terreno. A esa hora, lo que retumba en el cielo ya no son ni las alarmas ante otro posible ataque ruso ni las defensas antiaéreas ucranias. El cielo está encapotado. Truena y llueve. Varios perros merodean por el lugar de la tragedia mientras meten el hocico en los charcos de sangre que el agua va diluyendo.
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