Los migrantes mutilados por ‘La Bestia’: en busca de una nueva vida
Huyeron de sus países por la violencia y la miseria. Arriesgaron su vida sobre el lomo del tren que lleva indocumentados desde México con destino a EE UU, en un viaje en el que perdieron un miembro y las esperanzas. Ahora intentan rehacer su vida apoyados en prótesis. Esta es su segunda oportunidad
Santiago Álvarez solo recuerda el ataque de risa que le dio mientras ‘La Bestia’ le pasaba por encima. No sentía dolor. Tampoco miedo. Se sentía nervioso y por los nervios, dice, comenzó a reír. Había caído entre los rieles del tren y esperó a que este se alejara, sin moverse. “Me hacía flaquito ahí, porque los rieles son amplios”, cuenta. Cuando vio la máquina a unos metros de distancia pensó: “Si corro, la alcanzo”. Vinieron entonces los peores segundos de su vida. Intentó levantarse y un dolor terrible lo desgarró. Vio su pierna derecha: estaba destrozada porque le había pasado encima el enorme tren de mercancías, el que abordan miles de migrantes centroamericanos como vía de transporte en su viaje por México hacia Estados Unidos. Santiago se desmayó.
Santiago cuenta su historia sentado en una silla de plástico en su casa en Matapalo, una comunidad del departamento hondureño de Choluteca, fronterizo con Nicaragua. Un caserío polvoriento, de callejuelas estrechas, con vacas, cerdos, gallinas y perros esqueléticos que se echan debajo de los árboles para soportar el bochorno del mediodía, un ahogo húmedo y pegajoso. Santiago es un hombre tímido, más bien huraño, como suelen ser los habitantes de las zonas rurales de Centroamérica: hablar pausado, monosílabos, miradas desconfiadas. Mientras conversa recoge la parte derecha de su pantalón y muestra las secuelas: lleva una prótesis que ha reemplazado a la pierna mutilada por ‘La Bestia’.
El accidente ocurrió en 2004. Decidió migrar a Estados Unidos cuando unos primos le contaron que iban a irse de Honduras, un país carcomido por la violencia, la corrupción y la desidia de la clase política. “Dije: voy a ir a probar, a ver qué dice Dios”, cuenta Santiago. Él y sus parientes atravesaron Centroamérica casi sin contratiempos. En México, en el Estado de Veracruz, abordaron el tren de mercancías. Era 2 de agosto. “Íbamos felices porque ya estábamos arriba”, dice. Los migrantes viajan en los techos de los vagones, a los que se suben cuando el tren disminuye la velocidad. El plan marchaba bien, hasta que el tren se detuvo en un cruce de caminos y unos hombres armados con machetes subieron a los vagones. Ladrones de migrantes. Mientras la máquina seguía su recorrido, los recién llegados corrieron sobre los vagones blandiendo los machetes. Santiago no se percató de lo que ocurría hasta que escuchó el grito de un joven, a quien habían herido en la espalda. “Entré en pánico y salí corriendo. Un tipo me perseguía, vi que lo llevaba cerca. Logré brincar dos vagones, pero al voltear noté que estaba más cerca de mí. Fue en ese momento, al ver para atrás, que me fui abajo y caí en medio de los rieles”. Eran las dos de la tarde y caía una lluvia ligera. “Ahí se apagó el sueño”, dice Santiago.
Es el mismo sueño que intentan alcanzar miles de personas cada año. Las cifras de la Secretaria de Gobernación de México son elocuentes: entre 2013 y 2019 fueron capturados en el país más de 820.000 migrantes centroamericanos. Muchos, como Santiago, ven truncadas sus esperanzas ya sea porque son capturados y deportados, porque mueren por la violencia de bandas criminales o los abusos de los coyotes, porque sufren lesiones durante su viaje o simplemente desaparecen sin dejar rastro.
La familia de Santiago en Matapalo lo daba por muerto, porque eso dijeron los primos, quienes sí llegaron a Estados Unidos. Santiago lo cuenta con rencor, su rostro se tensa. Él despertó en un hospital de Veracruz, aunque no recuerda cómo llegó allí. “Solo recuerdo que vi una persona que me agarró, creo que fue Dios quien me agarró”, dice. Cuando despertó ya no tenía la pierna. “Me sentí impotente, para mí había terminado todo, sentía que ya no servía para nada, ya no valía, pues”. Del hospital lo trasladaron a un albergue para migrantes, donde había otras personas con lesiones graves, y un mes después estaba con su familia en Honduras.
Sentado en en la entrada de su casa en Matapalo, Santiago narra una espiral de tragedias: primero decidió regresar a México para conseguir una prótesis, que le fue entregada por una organización de derechos humanos. Se quedó en Nuevo Laredo, donde fue asaltado junto con otros compañeros por hombres de los Zetas, una de las bandas criminales más peligrosas y sanguinarias de México. “Esos jodidos nos bajaron del carro en el que íbamos, nos golpearon y nos echaron gasolina. Supuestamente nos iban a prender fuego, pero no encontraron fósforos. Entonces nos golpearon con las culatas de las armas”, cuenta. Tras recuperarse en un hospital local, decidió seguir la ruta hacia Estados Unidos y cruzar el Río Bravo. “Llevaba la prótesis en una bolsa, porque tenía miedo de que se me mojara”, dice. Pero la corriente era fuerte y él tuvo que asirse a las ramas de un bambú. Tuvo que soltar la prótesis. Así, a rastras, logró cruzar el río, pero ya estaba desesperado. Entonces se entregó a las autoridades, que lo deportaron a Honduras.
En su país buscó el apoyo de una asociación que ayuda a migrantes y logró conseguir una nueva prótesis gracias a un programa apoyado por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Santiago ha conseguido un trabajo como ayudante en un laboratorio de la Secretaria de Salud, por el que cobra 9.000 lempiras al mes (unos 360 dólares), un dinero que, dice, no le alcanza para mantener a su esposa y su hijo, Dylan, de ocho años. Ha reconstruido su vida, pero aún no supera el trauma. “Al menos estoy con vida”, dice. “Fue un milagro”.
Las esperanzas puestas en una prótesis
Santiago encontró apoyo en la Fundación para la Rehabilitación Integral Vida Nueva, que surgió en 2003 con la idea de ayudar a las personas amputadas por minas terrestres, víctimas del conflicto armado en Nicaragua, donde en los ochenta estalló una sangrienta guerra civil que dejó decenas de miles de muertos y heridos. “Algunas personas ingresaban a Honduras y en su camino perdían alguno de sus miembros”, explica Reina Estrada, a cargo de la Fundación. Cuando se terminó de desminar la zona fronteriza entre ambos países, bajo la supervisión de la Organización de Estados Americanos (OEA), el organismo volcó su apoyo a otra tragedia: el creciente número de migrantes que regresaban con alguno de sus miembros amputados tras su intento de llegar a Estados Unidos.
Los lomos de ‘La Bestia’ eran para ellos una de las mejores opciones para avanzar rápido, pero las rutas han cambiado con el tiempo. “Hemos identificado una disminución en el uso del tren debido al aumento de la inseguridad”, dice Lorena Guzmán, coordinadora regional del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR). Guzmán explica que los migrantes se ven forzados a hallar nuevas rutas que son más peligrosas donde los asaltan, secuestran y extorsionan. El tren, sin embargo, es todavía una opción y cada año suma más víctimas.
A la violencia que sufren los migrantes a su paso por México, muchas veces generada por organizaciones criminales, se suma el incremento de las detenciones por la política migratoria del Gobierno de México y un uso excesivo de la fuerza por parte de las autoridades. El Gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador ha optado por recurrir a los militares para frenar la migración. Un informe publicado a mediados de mayo por la Fundación para la Justicia y el Estado Democrático de Derecho (FJEDD) muestra que en lugares como Tapachula, punto de entrada de indocumentados, el Estado emplea 28.397 militares para contener la migración. De ellos, 13.663 soldados pertenecen al Ejército; 906 a la Marina y 13.828 a la Guardia Nacional.
El día que visitamos la Fundación Vida Nueva, la sede bullía de actividad. Está localizada en Choluteca, en una asfixiante casona sin ventanas donde la temperatura sube a niveles de caldera. Unos enormes ventiladores permanecen encendidos todo el tiempo para tratar de disipar el calor. Aquí trabaja Estrada con un pequeño equipo que incluye a una sicóloga nicaragüense, un joven que lleva la parte administrativa y dos figuras claves: el ortopedista Walter Aguilar y su ayudante, Yenser Pineda, quienes se encargan de fabricar en un taller las prótesis que serán entregadas a los migrantes. En el taller cuentan con los materiales y el equipamiento necesario para preparar esos dispositivos que representan una nueva vida para los hondureños que han sufrido alguna amputación.
Hoy, varios de ellos están a la espera de que Aguilar los revise; es decir, que analice las condiciones de los muñones, compruebe que las heridas han cicatrizado bien, haga las mediciones y ponga fecha para que regresen por su prótesis. O, por el contrario, para que revise las prótesis ya viejas, que algunos de estos hombres han destrozado porque, empujados por la miseria, se someten a arduas labores en la construcción o el campo. “Recuerda que no puedes cargar tanto peso. Generas mucha presión a la prótesis”, recrimina con cariño Aguilar a uno de estos hombres, que lleva la suya en mal estado. “Tengo que trabajar”, responde. “Debo comer”.
A cargo de la selección de personas que pueden acceder al programa está Cinthia Gómez, oficial de campo en salud para el CICR en Honduras. Ella revisa la información médica que le llega de albergues, organizaciones humanitarias e incluso la Cancillería hondureña. “Depende de la necesidad de la persona. Si es muy grave, puede ingresar de forma automática al programa”, explica. “Revisamos si hay una necesidad real por mala cicatrización de la herida, por un proceso infeccioso o por necesidad de alguna intervención quirúrgica. Entonces pasamos a la persona con un ortopedista y muchas veces con cirujanos, hasta que está completamente cicatrizado el miembro”. Es cuando los pacientes ingresan a rehabilitación. Entonces Gómez pasa los casos a Vida Nueva o la Fundación Teletón, otro de los organismos con los que el CICR trabaja en Honduras.
Entre quienes se pasean por la Fundación esta mañana está un joven moreno, macizo, de sonrisa radiante y mirada curiosa. Es Francis Espinoza Reyes, de 21 años, quien tuvo que migrar por la violencia que amenaza a los jóvenes hondureños, principalmente a causa de las maras que asaltan, extorsionan y reclutan a jóvenes para formar parte de las pandillas. Francis se fue en 2019, cuando tenía 18 años. Había logrado recorrer el norte de Centroamérica y un buen tramo de México, pero la desgracia le cayó encima en Monterrey, la gran ciudad industrial mexicana. “Íbamos ya en el tren y dos de las personas que viajaban a mi lado me robaron las cosas que llevaba y me tiraron del tren”, cuenta. La máquina le destrozó parte del pie derecho al caer. El joven recuerda que una ambulancia lo trasladó a un hospital local y cuando despertó el diagnóstico era aterrador: los médicos recomendaban amputar la pierna. “No aceptaba que me amputaran, porque nada más me había quebrado la parte de abajo [del pie] y no quería que me cortaran. Cuando lo hicieron, no quería que me trajeran acá [a Honduras], porque me daba pena que la gente mirara cómo regresaba. Eso fue lo más difícil de superar”, explica Francis, y su mirada se apaga.
Pasó mucho tiempo deprimido: Francis pensaba que era una carga, que no valía nada. La depresión afecta al menos al 64% de los migrantes que han sido detenidos en México, según un estudio realizado en 2018 por cinco organizaciones. La situación es más dramática para aquellos que han sufrido hechos traumáticos como Francis. El apoyo de su familia, cuenta, fue fundamental para reconstruir su vida en Honduras. Pudo acceder al programa del CICR y más tarde su hermano lo apoyó para comprar un mototaxi, con el que se gana la vida en el departamento de Lempira, en el oeste del país. “Sí me ha costado acostumbrarme [a la prótesis], porque no es igual como tener las dos piernas, pero peor es andar con muletas, porque con ellas no puedo hacer una vida normal”, explica.
El albergue de los migrantes mutilados
No todos los migrantes que han sufrido una amputación en su viaje a Estados Unidos desean regresar a sus países. Muchos de ellos se quedan en México, atendidos en albergues y con la esperanza de volver a probar suerte en algún momento. Uno de esos albergues es el que dirige en la ciudad de Celeya, en el Estado mexicano de Guanajuato, Ignacio Martínez Ramírez, un pastor evangélico poco convencional, dispuesto a ayudar a quien toque a las puertas de su recinto, sea quien sea. En su albergue la gente se apunta a clases de teatro, pueden escuchar música libremente y no están sometidos a ningún dogma. Por eso otros pastores lo critican. Para ellos es una oveja descarriada. Martínez da cobijo a 31 migrantes, 13 de ellos mutilados. La mayoría de estos (un 80%, dice el pastor) son de Honduras. Un porcentaje que coincide con las atenciones brindadas por el programa del CICR en el primer trimestre de 2022: de un total de 83 asistencias, al menos 56 se dieron a hondureños.
Esta mañana de verano el albergue es un jolgorio. Es un edificio de dos plantas, con un amplio patio en la parte de abajo, donde un maestro prepara una obra de teatro con migrantes. Llevan máscaras blancas y cada uno repite de memoria la parte que le toca. Otros están echados en sus literas, pegados a sus celulares, mientras las mujeres que han hecho la ruta con sus hijos cuidan a los críos. A la hora de comer todos compartirán las mesas y luego vendrá una verdadera pachanga: altoparlantes con música tropical a todo volumen. “Celaya es un lugar de paso obligatorio de migrantes y sentía que las autoridades no estaban atendiendo a esta población olvidada”, dice Ramírez. “Comenzamos primero llevándoles comida a las orillas de las vías del tren. A veces se reunían hasta 200 migrantes y mi esposa y yo nos sentíamos tristes porque la comida no alcanzaba y no podíamos hacer nada más por ellos”, cuenta el pastor.
Entonces pidió ayuda a organismos locales, a sus compañeros de Iglesia, a gente de la localidad y en 2015 montó el albergue, con la idea de que los migrantes tuvieran un lugar para dormir, ducharse y comer en medio de su viaje por México. Pero la idea se convirtió en algo más grande y hoy este edificio es prácticamente la casa de decenas de migrantes que han visto sus sueños despedazados. Aquí reciben cuidados, comprensión y el apoyo del programa del CICR, que financia las prótesis fabricadas en un taller del Instituto Guanajuatense para las Personas con Discapacidad (INGUDIS). Allí también reciben rehabilitación y atención especializada.
En este albergue vive Evert Rodríguez, de 24 años, un joven regordete, algo malhumorado, quien no esconde su frustración por la mala jugada del destino. “Eso me cortó las alas, me estancó”, dice, sentado en una silla de ruedas. Al muchacho le amputaron la pierna izquierda y aún no ha logrado acceder a una prótesis, su gran esperanza para salir del albergue y rehacer su vida. Rodríguez también dejó Honduras para escapar de las maras. “Si no quieres ser una persona violenta pues sales, compañero”, explica. “No quiero regresar a mi país, no quiero tener problemas”, recalca. En esa huida de la violencia, Ramírez cayó de ‘La Bestia’. Había tomado el tren en Orizaba, en el Estado de Veracruz, a las seis de la tarde. “Subimos sin problemas, pero en uno de las escaleras de los vagones se me atoró la mochila, quise soltarla pero me caí y el tren me pasó por la pierna. Yo soy una persona valiente y me sujeté la herida con cintas de zapato”, afirma el joven. En su estado, no se había percatado de la magnitud de lo ocurrido. Fue rescatado por vecinos de la zona, que lo llevaron a un hospital cercano, pero debido a su condición las autoridades del centro decidieron trasladarlo al Hospital General de Veracruz.
En este punto de su narración hace una mueca grotesca en su cara y deja salir el rencor que tiene a los médicos de ese centro. “Me hicieron un trabajo chafa [malo]”, dice. “¡Imagínate! Tan mal hicieron la operación que los tendones me quedaron mal. Llevo así 14 meses y me tienen que hacer otra operación. Todo tan basura, una porquería. Puta, es un trauma, hermano”, se lamenta. “Si yo al menos tuviera movimiento en esa pierna, porque ni eso tengo, te digo que ya tuviera la prótesis, pero como lo hicieron tan mal… Es que me dan ganas de…” Se muerde los labios. Calla. No puede mover la pierna afectada, por eso debe ser operado nuevamente. Es la opción para acceder a una prótesis y con ella a una nueva vida. A su alrededor sus amigos conversan. Los que esperan recibir su prótesis pronto llevan muletas. Los que ya las tienen bromean y juegan entre ellos. “Yo lo que quiero es tener la mía”, dice Evert. “A mí me gusta trabajar. Sé lo que es la agricultura, sembrar café, frijoles. Sí, mi trabajo es la agricultura”. Baja la mirada. Apoya la cabeza en una de sus manos, mientras mueve su pierna derecha. La otra se mantiene quieta, no responde. Maldice a ‘La Bestia’. Maldice su suerte. “Pero soy valiente”, dice al fin.
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