Boris Johnson: el final de la escapada del mago del Brexit

El primer ministro se ha resistido a dejar el cargo hasta el final, a pesar de los escándalos que han rodeado su mandato

Boris Johnson en Downing Street en 2019 Foto: NEIL HALL (EFE) | Vídeo: EPV

El primer ministro británico, Boris Johnson, nacido en Nueva York hace 58 años, ha llegado al final de un viaje político que a pocos puede haber dejado indiferentes; un mandato como inquilino al frente de Downing Street en el que han abundado los escándalos en torno a su figura, la de su Gabinete y los compañeros de la bancada conservadora en Westminster. Las fiestas celebradas en Downing Street durante la pandemia y contra las normas establecidas para evitar los contagios, el conocido como Partygate, han sacudido ...

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El primer ministro británico, Boris Johnson, nacido en Nueva York hace 58 años, ha llegado al final de un viaje político que a pocos puede haber dejado indiferentes; un mandato como inquilino al frente de Downing Street en el que han abundado los escándalos en torno a su figura, la de su Gabinete y los compañeros de la bancada conservadora en Westminster. Las fiestas celebradas en Downing Street durante la pandemia y contra las normas establecidas para evitar los contagios, el conocido como Partygate, han sacudido la labor de gobierno de Johnson en los últimos meses, pero ha sido la mala gestión de las denuncias de acoso sexual contra un aliado político, Chris Pincher, la que ha dado la puntilla a los tories hasta darle la espalda.

En sus tres años al frente del Gobierno, Boris Johnson ha completado el primer divorcio en la historia del proyecto comunitario, se ha enfrentado a una pandemia mundial, ha recabado para la derecha británica una victoria electoral inédita desde el cenit de Margaret Thatcher, ha arrastrado a la reina Isabel II a un conflicto con el Tribunal Supremo y se ha atrevido, por primera vez desde 1948, a cerrar el Parlamento decano de la democracia occidental para impedir que bloqueara sus intenciones, una decisión anulada semanas después por ilegal. En su vida personal, pasó por el hospital (la covid-19 lo llevaba a la UCI en abril de 2020), se divorció de su segunda mujer, se casó con la tercera y tuvo otros dos hijos (tiene siete en total).

Pero si algo ha probado a lo largo de su trayectoria es que con él, la lógica raramente funciona. A Boris, como todavía lo conoce la mayoría, no solo se le han perdonado pecados que sentenciarían a otros dirigentes, sino que son precisamente estos deslices los que parecían hacerlo conectar con el electorado a un nivel inaccesible para sus adversarios.

Su entrada en Downing Street fue un terremoto, tras unas primarias en el Partido Conservador a las que había concurrido como claro vencedor. El refrendo de las urnas lo obtendría en diciembre de 2019, en unas elecciones generales anticipadas en las que arrasó, confirmando un incontestable talento electoral que no necesariamente encuentra su reflejo como gestor.

Boris Johnson, entonces alcalde de la capital del Reino Unido, colgado de un cable durante un acto de promoción de los Juegos Olímpicos de Londres en el parque Victoria, en 2010.BARCROFT MEDIA

El arranque de legislatura fue prometedor: en menos de dos meses había logrado aprobar el acuerdo para que el Reino Unido saliera de la Unión Europea y el fin de los 47 años de matrimonio de conveniencia era una realidad. La nueva era, no obstante, ha evidenciado las fisuras de un mandatario bajo la impresión aparente de que puede reescribir las normas a su antojo. Cuando llevaba dos años en el cargo, Johnson sembró el germen de una batalla potencialmente letal con Bruselas, al demandar la revisión integral de lo pactado para evitar una frontera interna con Irlanda.

En sus ocho años como alcalde de Londres (2008-2016), una metrópolis tradicionalmente progresista, había tenido la astucia de reclutar a un equipo solvente que se encargaba del día a día, mientras él continuaba con su especialidad: ser Boris Johnson. Downing Street, por el contrario, demanda implicación integral y, como primer ministro, ha demostrado una creciente dificultad para delegar que lo ha transformado, en palabras de uno de sus asesores, en un “estalinista libertario”.

Como premier, Johnson demandaba lealtad ilimitada, una exigencia que lo ha hecho rodearse de un Ejecutivo de perfil bajo, en el que la obediencia pesa más que la capacitación para el cargo, pero al que le consiente debilidades que abren un flanco fácil de ataque. Pese a ello, ha conseguido que su imagen de bonhomía y su curiosa habilidad de identificación con el ciudadano de a pie apenas se resientan, en parte por la percepción que de él persiste como verso libre del establishment, pero también por el éxito de la campaña de vacunación y por la enquistada crisis de identidad de una oposición laborista que sigue sin remontar.

Pero en el reino de Johnson había grietas que se convirtieron en agujeros negros, pese a la sempiterna jovialidad de un mandatario que detesta dar malas noticias y que, de acuerdo con quienes mejor lo conocen, ansía por encima de todo la aprobación ajena.

Un líder con una laxa relación con la verdad

Eva Millán

La carta que en 1982 escribió un profesor del exclusivo internado de Eton al padre de Boris Johnson ha resultado casi profética. En ella, el docente se quejaba de que el futuro líder conservador, entonces de 17 años, vivía bajo la impresión de que debería estar exento de “la red de obligaciones que nos afecta a todos” y de que consideraba “grosero que no se le considere una excepción”. La tendencia a creer que puede cambiar las reglas a su antojo o que no se aplican siempre a él ha pasado a Johnson la factura definitiva. También su laxa relación con la verdad, que le ha costado varios despidos a lo largo de su carrera.  

El mejor ejemplo para entender el ascenso y caída de Johnson es, probablemente, el proyecto del Brexit. Durante la campaña del referéndum, no le importó repetir soflamas prefabricadas que sabía que eran falsas, y ya como primer ministro, tampoco tuvo reparo en vender como un éxito un acuerdo que su antecesora, Theresa May, no había podido aceptar, por los problemas de los que ahora su propio Gobierno culpa a Bruselas y por los que Reino Unido está preparado para vulnerar un tratado internacional. 

Aunque sin matrícula de honor en Estudios Clásicos, algo que aún lamenta hoy, tras su paso también por Oxford —otra de las instituciones nucleares de las altas esferas británicas—, nunca ha perdido la oportunidad de demostrar su erudición, tanto en sus discursos públicos, como en los numerosos libros publicados, entre los que figuran biografías de Churchill y una novela. Pero sus primeros pasos profesionales, en el periódico The Times, se vieron abruptamente interrumpidos tras haber inventado una cita de su propio padrino para un artículo, un despido que no menoscabaría sus posibilidades, ya que el Daily Telegraph, cabecera conservadora y profundamente euroescéptica, lo mandó a Bruselas como corresponsal, donde afianzaría lo que su editor describiría años después como “una relación incierta con la verdad”. 

Sus artículos entretenían con disparates como que el bloque comunitario aspiraba a modificar la curvatura de los plátanos, pero también contribuyeron a la retórica de que la soberanía británica estaba amenazada. Se dice que era el reportero comunitario preferido de Margaret Thatcer y su perfil continuaría progresando hasta ponerse como editor de The Spectator, el influyente semanario conservador, poco después de haber superado la treintena. 

Tras un intento fallido de acceder al Parlamento en 1997, lo consiguió en 2001 por uno de los escaños más seguros de los tories. Su meteórico ascenso quedaría confirmado con un nombramiento en el equipo del entonces líder de la oposición, Michael Howard, quien lo acabaría despidiendo por haber mentido sobre una relación extramarital con una periodista.  

También estos días, con casi todos diputados en su contra y con sus propios ministros pidiéndole que abandonase, Johnson parecía aún creer que era  invulnerable, que podía superar la crisis. Pero al final ha quedado como el primer premier británico con una multa de la policía por romper sus propias normas, las de un confinamiento que impuso a la población por la covid-19 y que Downing Street se saltó organizando fiestas.  

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