El artista que susurra a los muertos
Una morgue a las afueras de Kiev se convierte durante casi un mes en el frente de batalla de un voluntario pacifista
La guerra en Ucrania hace a veces extraños compañeros de viaje. Eso pensará la exactriz porno española y licenciada en Bellas Artes Amarna Miller cuando se entere de que un artista ucranio se va a inspirar en su obra Manual de Psiconáutica (2015) para recopilar en un proyecto de prosa, fotos y poesía su experiencia como voluntario en una morgue. “Ella representa...
La guerra en Ucrania hace a veces extraños compañeros de viaje. Eso pensará la exactriz porno española y licenciada en Bellas Artes Amarna Miller cuando se entere de que un artista ucranio se va a inspirar en su obra Manual de Psiconáutica (2015) para recopilar en un proyecto de prosa, fotos y poesía su experiencia como voluntario en una morgue. “Ella representa el eros, yo represento el thánatos”, explica Aleksander Krolikovski mientras saborea una pizza entre algunas de sus fotos de cadáveres torturados y charcos de sangre. A la sombra del clima bélico que ensombrece el futuro de su país, quiere ir más allá del antagonismo entre el placer y el dolor. Su testimonio transita del más tierno sentimiento de solidaridad a la pincelada más gore. “A veces me tocaba andar sobre los cuerpos mientras, por dentro, iba pidiendo disculpas. Era terrible, eran tantos…”, cuenta bajando el tono de voz hasta el susurro para ilustrar cómo se dirigía a ellos.
El artista sufría los últimos coletazos de la covid cuando el presidente ruso, Vladímir Putin, ordenó la invasión de Ucrania el pasado 24 de febrero. La experiencia militar de este hombre, que se declara “pacifista”, es nula y pronto optó por ponerse al frente de un equipo de voluntarios que cooperaban en diversas tareas, siempre lejos del frente. Pero el frente tiene varias caras. Un día requirieron personas en el depósito de cadáveres, pero ninguno de los que él envió fue capaz de asumir la tarea. Así fue como Krolikovski colocó un nuevo coordinador del grupo y se adentró él mismo en la morgue. Allí permaneció interminables jornadas durante casi un mes. “Lo peor era mostrar los cuerpos a las familias. Yo acababa viéndolos como alguien próximo a mí. Sentía el dolor como ellos. A veces tenía que advertirles: ‘No tiene cabeza”.
Semanas después de aquella experiencia y con las tropas rusas alejadas de Kiev, a Krolikovski le sale la vena creativa cuando esparce sobre la mesa de un restaurante las fotografías que captó con una cámara instantánea en la morgue del hospital de Vishgorod, al norte de la capital. Las toma entre los dedos como si fueran naipes y las muestra una a una mientras explica cómo para él sirven para tender un puente entre modernismo, postmodernismo y el oscurantismo de la Ucrania invadida. Se detiene más en una de las primeras imágenes que tomó con su Instax. Aparecen en un sencillo primer plano unas botas, las que él mismo usa para adentrarse en el tráiler frigorífico utilizado de refuerzo ante la saturación de las instalaciones. Esas “botas de sangre”, explica, van de la mano de las que pintó en 1886 Vincent Van Gogh y de los zapatos que fotografió un siglo después Andy Warhol con su cámara Polaroid, la madre de la Instax.
Un curso acelerado e improvisado junto a agentes ucranios y forenses franceses le sirve para hablar de distintos tipos de heridas y armamento. “Me impresionaron mucho algunos de los cuerpos que llegaron de una fosa en Bucha. Venían torturados, con los ojos quemados, penetrados por metal incandescente. Que te maten de un disparo los rusos, bueno, pero que te hagan eso… No lo entiendo”, comenta. “Algunos tipos de tortura ni siquiera los doctores eran capaces de explicarlos. No tenían experiencia”.
Cualquiera que haya estado en una morgue en una zona de guerra sabe que las fotos de Krolikovski podrían ser mucho más explícitas. El reportero que le escucha entiende mejor ese alejamiento de la casquería al ir conociendo la relación que el artista entabla con los cadáveres, cómo los humaniza y casi los traslada al terreno de la resurrección. “Yo hablaba con los muertos. Eso me ayudaba. Sentía vergüenza estando entre ellos. Era algo terrible. ‘Lo siento, lo siento…', les repetía”, comenta mientras imita el gesto de andar sobre ellos sin poder evitar pisarlos. “A veces llegaba y les decía ‘Chicos, tengo noticias. Os traigo bolsas blancas nuevas. Es como un regalo y os las voy a cambiar por las negras’. Blanco es mejor, más a la moda”. Sorprende que, dicho como él lo dice, no suena ofensivo ni frívolo.
Pasaban los días, continuaban llegando muertos, seguían las identificaciones y las investigaciones sobre cómo perdieron la vida y, al mismo tiempo, algunos acababan formando parte de la particular familia de Krolikovski en la morgue. Cuando los policías buscaban algún cuerpo en concreto, él llegaba a reaccionar yendo más allá de la numeración que identificaba a cada uno. “¿El número 173? Sí, es esa mujer tan guapa. ¿El 180? Claro, el hombre de aspecto saludable y deportivo. Incluso en esos casos debíamos mostrar respeto”, recalca. Y recuerda los días en los que llegaban más víctimas: “Es muy duro físicamente. Llevarlos, traerlos… algunos tenían que quedarse fuera porque no había sitio ni en el camión ni en la sala de dentro”.
Krolikovski nació hace 39 años en Donbás, la región del este de Ucrania casi controlada por separatistas prorrusos, donde la guerra acumula cientos de muertos cada día. Después se mudó a Crimea, la península ucrania ocupada ilegalmente por Rusia desde 2014, donde se formó como artista. Aquel año llegó a la capital, a la sombra de la revolución que expulsó del poder y del país al presidente amigo del Kremlin, Víctor Yanukóvich. “Hui de la propaganda rusa y me enamoré de ese movimiento en Kiev”, rememora.
En todo momento trata de extraer lecciones y lucha por aferrarse al clavo ardiendo del optimismo. “Espero que todo esto sirva de ayuda para comprender que la muerte es algo real, para que la gente sea menos cruel. Hay mucha maldad en nuestras vidas. Pienso que los rusos al hacer todo esto debían tener el infierno en la cabeza”, reflexiona. Ahora, tras tres semanas y media de morgue, concede la entrevista sin dejar de atender al grupo de voluntarios. Por momentos parece que ha salido indemne de su inmersión en el depósito de cadáveres. Pero no. Convivir de forma tan estrecha y traumática con la muerte, sin tener experiencia previa y en un puesto que casi nadie acepta es fácil que acabe pasando un peaje. Y lo reconoce: “En la guerra una parte de mí ha muerto. Hoy soy una persona totalmente distinta. No es solo la morgue, las violaciones, las torturas… soy otro”.
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