Aprendiendo a luchar con los tanques arrebatados al enemigo ruso
Un grupo de soldados ucranios resiste en el frente de Járkov, a pocos kilómetros de la frontera con el país agresor
En el frente de batalla se puede hablar de todo menos de desánimo, condiciones de vida o compañeros caídos. Así que los soldados de la brigada 92, precariamente instalados a unos 15 kilómetros de Rusia, pasan rápidamente del tema. ¿El estado de ánimo? Alto ¿Los compañeros caídos? Héroes ¿La familia? Lejos ¿Donbás? Lo recuperaremos.
Yakiv, Andréi, Eugen, Viktor son gente dura, acostumbrada a hacer la guerra a diez grados bajo cero, a comer...
En el frente de batalla se puede hablar de todo menos de desánimo, condiciones de vida o compañeros caídos. Así que los soldados de la brigada 92, precariamente instalados a unos 15 kilómetros de Rusia, pasan rápidamente del tema. ¿El estado de ánimo? Alto ¿Los compañeros caídos? Héroes ¿La familia? Lejos ¿Donbás? Lo recuperaremos.
Yakiv, Andréi, Eugen, Viktor son gente dura, acostumbrada a hacer la guerra a diez grados bajo cero, a comer latas durante semanas, a conciliar el sueño en un camastro cuando el suelo retumba y a avanzar con un tanque sobre las líneas enemigas. Los cuatro son parte de un grupo más amplio que tiene una única misión: resistir. Ellos son la punta de lanza de las Fuerzas Armadas ucranias en su conquista de las aldeas más cercanas a Járkov y desde hace tres semanas viven un pueblo recién recuperado ―cuyo nombre impide decir la autoridad militar― en el que el fuego de artillería suena cada pocos minutos.
Solo unos pocos locos están preparados para ser la avanzadilla de la reconquista del suelo perdido y la conversación, que comienza en el antiguo parque infantil del pueblo, tiene que seguir en el sótano por temor a que algún proyectil caiga en su pueblo.
El más veterano, Yakiv, de 38 años, tiene una enorme cicatriz con forma de L cosida en la cara que comienza en la frente, recorre la sien y llega hasta el ojo. En lo alto de la cabeza tiene también una marcada cicatriz de metralla. “Recuerdo del 1 de marzo”, asegura riendo en referencia a los primeros días de la guerra, en los que los ejércitos rusos se plantaron rápidamente en el centro de Járkov, la segunda ciudad más grande del país.
“Sabíamos que veníais vosotros, así que hemos quitado toda la decoración nazi del sótano”, dice entre bromas. “Y hemos puesto en marcha la máquina de las bombas”, añade otro entre risas. Si el grupo tiene miedo a cumplir la misión encomendada, esto no sale delante de los periodistas.
La guerra comenzó para ellos, como para toda Ucrania, también la mañana del 24 de febrero, cuando de la ciudad rusa de Belgorod (la localidad que tienen enfrente y de la que salen casi todos los misiles que caen en el este de Ucrania) salió una columna de soldados y vehículos con la intención de zamparse en pocas horas Járkov, de casi dos millones de habitantes. Mientras el mundo miraba hacia Kiev, una lluvia de misiles y proyectiles caía sobre Járkov hasta arrasar con todo. Mientras los tanques y la infantería rodeaban el casco urbano, los proyectiles destrozaban viviendas, tiendas, centros comerciales, mercados, la estación eléctrica, los gasoductos, aldeas, escuelas, academias… En pocos días cualquier cosa de más de dos alturas en la cara norte de la ciudad fue aniquilada. Luego, más soldados rusos cruzaron a Ucrania y a mediados de marzo los rusos habían penetrado medio centenar de kilómetros hasta plantarse muy cerca de la plaza central de la ciudad.
Poco a poco comenzó una reconquista que ha ido recuperando metro a metro territorio. Ahora, dos meses después de aquello, Yakiv, Andrei, Eugen, Viktor devoran un cigarro tras otro en un búnker que hace de cuartel, dormitorio, salón, cocina y sala de confesiones. Arriba, escondidos bajo los árboles, están sus instrumentos de trabajo: varios tanques modelo T-72 y un T-64, arrebatado a los rusos.
Precisamente con el tanque ruso, Andréi, de 24 años, aprendió a hacer la guerra. Todo lo que había conducido hasta el mes de marzo es un viejo Ford en el que iba a buscar a su novia a la peluquería, pero desde que atacaron su ciudad se vistió de verde olivo y no se ha vuelto a quitar la ropa militar. Aprendió a disparar en el tanque ruso que dejaron abandonado los invasores, que paradójicamente se han convertido en el principal proveedor de armas de los ejércitos ucranios. Ahora el grupo de hombres duerme junto a sus tanques en la ciudad que los inventó cuando el ingeniero Alexander Morozov dejó en 1927 de construir trenes y tractores para dar paso a la industria de los vehículos blindados más poderosa de la Unión Soviética, ubicada precisamente en Járkov.
La misión de Andréi y sus compañeros es mantener bajo su control la nada, una posición nada más, porque ni los gatos viven ya en un pueblo donde hace tres meses vivían mil familias, pero en el que no hay ni una casa que no esté destrozada, quemada o agujereada.
Armas y militares profesionales
“La proporción en tanques es de uno a cuatro en esta zona del país”, dice Eugen, su compañero tanquista de 24 años. La cifra cuadra con la que dio el presidente Volodímir Zelenski, que considera que por cada siete soldados de Rusia hay uno de Ucrania. Precisamente los tanquistas repiten como un mantra el discurso oficial que dice “necesitamos armas…”, pero también mano de obra. “Hay cientos de voluntarios que se ofrecen cada día, pero necesitamos militares profesionales. Hay gente de sobra, pero es necesario que venga alguien capaz de manejar un tanque, disparar. De hecho, cientos de voluntarios se ofrecen cada día, pero es necesario los militares profesionales que saben manejar un tanque”. El entusiasmo no es buen compañero de la guerra y todos ellos reconocen que la mayoría de accidentes se producen entre quienes se apuntaron a las Fuerzas Armadas sin haber visto nunca un fusil.
Aprender a conducir un tanque no es algo fácil. El habitáculo del T-64, un tanque creado hace 50 años, es un espacio asfixiante donde no caben los gordos porque hay que llevar los brazos pegados para no ser golpeado por el proyectil. El tanque ruso con el que Vladímir Putin aspiraba a conquistar Ucrania es un rústico aparato en el que viajan tres soldados, dos sentados y otro más en la torreta. El piloto debe encajarse en un diminuto espacio que tiene frente a la cara unas lentes a modo de periscopio con una cruz marcada para señalar el objetivo. Con una mano se mueve el cañón de derecha a izquierda y con la otra de arriba abajo hasta hacer coincidir la cruz. Justo a la espalda están almacenadas una decena de proyectiles similares a una gran botella de cava que se cargan de forma mecánica y salen disparados haciendo retumbar la angustiosa caja de máquinas. Precisamente esta forma de almacenar la munición se ha convertido en el punto débil de un tanque al que cualquier impacto del enemigo puede hacer saltar por los aires, lo que ha constatado su caducidad para la guerra moderna. A los más de mil tanques destruidos se suma el hecho de que cada vez es más frecuente que los soldados abandonen sus viejos tanques para huir. Es tan elevado el número de tanques abandonados que incluso el Gobierno ucranio ha dicho a la población que quien encuentre alguno de los “trofeos de combate” no necesita declararlo a Hacienda.
Precisamente por eso, Viktor, capaz de manejar con más soltura un tanque que su teléfono móvil, está convencido de la victoria. “Estamos defendiendo nuestra tierra, nuestros pueblos, nuestras ciudades y nuestras familias. Está claro que vamos a ganar esta guerra y expulsar al invasor porque nos va la vida en ello”, afirma antes de que una nueva explosión haga retumbar las paredes del búnker para recordar que su misión de resistir aún no ha terminado.
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