Bukele lanza una cruzada totalitaria contra las pandillas
El popular presidente salvadoreño se enfrenta a un reto enorme de seguridad tras el pulso sangriento lanzado por las bandas. La detención masiva de presuntos miembros de estos grupos armados desborda las cárceles
Como si formaran parte de un ejército perfectamente coordinado, y no una pandilla de 70.000 tatuados que viven en barriadas infectas de El Salvador, el pasado fin de semana, a los oídos y a los teléfonos móviles de cientos de pandilleros de la MS-13 llegó la misma orden: “Adelante”. Fue la señal que daba vía libre para empezar a matar. Y así fue. El viernes hubo 14 asesinados, el sábado, 62, y el domingo, 11. Así, uno a uno, cuando aún no se...
Como si formaran parte de un ejército perfectamente coordinado, y no una pandilla de 70.000 tatuados que viven en barriadas infectas de El Salvador, el pasado fin de semana, a los oídos y a los teléfonos móviles de cientos de pandilleros de la MS-13 llegó la misma orden: “Adelante”. Fue la señal que daba vía libre para empezar a matar. Y así fue. El viernes hubo 14 asesinados, el sábado, 62, y el domingo, 11. Así, uno a uno, cuando aún no se habían cumplido 48 horas, comenzaron a aparecer cadáveres en los caminos y cunetas del país centroamericano, el más pequeño del continente, con siete millones de habitantes. Las pandillas asesinaron en 12 de los 14 departamentos del país demostrando su implantación en todo el territorio.
La sospecha generalizada es que la gran mayoría de los muertos fueron asignaturas pendientes que los pandilleros se cobraron cuando tuvieron luz verde para actuar después de años de parálisis: uno que debía droga, otro que engañó a su mujer, otro que dejó a deber una motocicleta… Pero otros aparecían en la precaria descripción policial consultada, elegidos al azar: cuando iba camino del templo, se dirigía a un partido de fútbol o trabajaba el campo. La única certeza era que las pandillas habían dado un golpe y El Salvador había pasado de tres muertos diarios a 30. El fin de semana más letal en lo que va de siglo, un récord nada desdeñable en un país que entre dictaduras, guerra civil y pandillas lleva matándose desde hace décadas.
El pulso de las pandillas ha supuesto un desafío en seguridad para un presidente como Nayib Bukele, que se jacta de un estilo directo, efectista y combativo. Un mandatario de 40 años adorado por los salvadoreños en las encuestas como un personaje que resuelve indistintamente la pobreza, la covid o la violencia. Y la respuesta no se hizo esperar: el domingo declaró el estado de excepción, el lunes desplegó miles de soldados por todo el país, el miércoles endureció el Código Penal y el jueves había casi 4.000 detenidos.
La habilidad de Bukele ha sido aprobar simultáneamente dos códigos penales. Uno, que incluye penas de 45 años a quienes formen parte de una pandilla y que permite encarcelar durante diez años a niños de 12 años. Y otro código penal, el que se escribe en las redes sociales, según el cual el mandatario detiene, juzga y sentencia en menos de 140 caracteres. A la frase “hemos detenido a 3.700 pandilleros” acompaña otra que dice “ninguno saldrá”. En otras ocasiones ordena investigar a los jueces que se atreven a poner en libertad a algún pandillero por falta de pruebas. “Primero arresta, luego tuitea y después investiga”, ha descrito Tamara Taraciuk, presidenta provisional de Human Rights Wath.
En las calles de la colonia Dina, controlada por el grupo La 18, Marlon Iglesia, un expandillero que participa en el programa de rehabilitación de la iglesia evangélica Eben Ezer, asegura que la persecución policial tiene a muchos viviendo como ratas, ocultas a cualquier detención. “Hay mucho miedo. En la panadería hemos dejado de salir a la calle por miedo a las detenciones. Por el mero hecho de estar pintado sabes que van a tratar de detenerte y meterlos en las cárceles es convertirlos de nuevo en pandilleros”, explica.
A la misma hora que Bukele presumía este jueves en Twitter del alto número de detenidos, Julio González, de 42 años, con más tinta sobre su piel de la que cabe en la Biblia, cubierto desde las piernas a la frente con tatuajes alusivos a La 18, estaba en la pequeña tienda de la iglesia. Desde hace tres años, Julio se gana la vida vendiendo el pan que elaboran en los sótanos de la iglesia y hasta ese jueves había cumplido cabalmente con su condena y la obligación de asistir puntualmente cada mes a firmar al Ministerio Público.
Julio estaba terminando de colocar los panes y las patatas fritas de la tienda de madera cuando una patrulla de la policía se paró frente a él. “Vos, estás detenido”, le dijeron unos agentes. “¿Por qué?”, preguntó él. “No tengo por qué explicarte nada”, contestaron, “estamos en estado de excepción y tus derechos están suspendidos”. Cuando quiso reaccionar estaba esposado y montado en una patrulla rumbo a la cárcel. Todo sucedió frente a los periodistas de El PAÍS, mientras entrevistaban a sus compañeros de la panadería. Pocas horas después, miles de pandilleros fueron exhibidos ante las cámaras en un mensaje de mano dura del que todas las televisiones se hicieron eco. La duda es, ¿cuántos Julios hay en esas imágenes?
Esa es la pregunta que cada día se hacen los cientos de familiares agolpados a las puertas de La Naval, el centro de detención a donde han sido dirigidos gran parte de los detenidos, la gran mayoría en barrios pobres y violentos de la capital. Frente a las puertas con alambres de espino, decenas de madres lloran a la espera de noticias de un hijo detenido. “No es justo lo que nos están haciendo. Se están llevando a los muchachos solo por ir con chores [pantalón corto]. Mi hijo estaba trabajando en el mercado cuando llegaron a llevárselo y hasta ahora me entero de que está acá. Y está todo golpeado”, dice una madre que no quiere dar su nombre. “Llevo desde las seis de la mañana esperando alguna información. Se lo llevaron sin decir nada cuando llegaba de trabajar. Vienen por nosotros porque somos de colonias pobres y creen que todos son pandilleros”, añade otra en la fila de la prisión.
Hasta el pasado fin de semana, el Gobierno de El Salvador vivía una luna de miel con la violencia y con las pandillas. Por primera vez en décadas, el país acumulaba tasas de violencia normales en el marco de América Latina, inferiores a México, Colombia o Brasil. Precisamente el descenso en la violencia, más allá del bitcoin, las ayudas por covid o las obras públicas, ha sido el factor clave para que Bukele goce del más alto índice de apoyo en el continente.
Según el mandatario, el éxito en la pacificación del país se debe a su plan de seguridad Control territorial, que desplegó a 5.000 soldados en el país centroamericano. Las investigaciones del periódico El Faro, y que confirmó Estados Unidos al sancionar a algunos de los participantes, han revelado que el descenso se debe a una negociación de Bukele con las pandillas MS-13, Barrio 18 Sureños y Barrio 18 Revolucionarios, un ejército paralelo que durante décadas ha asesinado y extorsionado para sobrevivir reemplazando al Estado allí donde este no llega.
Los expertos tratan de averiguar ahora qué falló o qué acuerdos se incumplieron para que las pandillas hayan reaccionado de esta forma. La matanza de este fin de semana incluyó también un claro mensaje al mandatario donde más le duele, ya que uno de los cuerpos fue abandonado en Surf City, un complejo turístico cercano a la capital con el que Bukele se exhibe al mundo como el presidente cool de un país que opera en bitcoin.
Descenso de la violencia
El hecho objetivo es que en 2015 el país recogía de las calles 20 cadáveres diarios y hoy tres. Hace seis años, El Salvador tenía una tasa de 103 muertos por cada 100.000 habitantes y hoy está en 21. Más allá de los datos, el cambio ha supuesto para la población tomar el autobús sin temor, mirar el celular en la calle o tomar un taxi en la noche. Hasta hoy negociar con las pandillas es un asunto tabú por lo impopular que resultaría hablar con quien desangra el país y oprime a los más desfavorecidos, pero ha sido un recurso habitual también en otros gobiernos. Desde entonces, las pandillas aprendieron a hacer política con las cifras de homicidios. Sus discursos son los muertos y la amenaza de que si no cumplen lo pactado, El Salvador se llenará de cadáveres.
Este periódico consultó a diez personas para reunir una muestra rápida de la opinión en las colonias más pobres y violentas ahora militarizadas. Nueve veían muy bien que hubiera seguridad y el único que dudó confiaba en que el presidente sabrá “lo que hace”. Incluso frente a las cárceles se escuchaba el lamento de una madre: “Yo respaldo lo que está haciendo y está muy bien brindar seguridad, pero se está llevando a gente inocente. Chicos que no han hecho nada”. La gran habilidad de Bukele ha sido conectar con millones de desharrapados sin renunciar al gel fijador para el pelo, los zapatos lustrados y el pañuelo de dandi en la solapa. Los salvadoreños aplauden la contundencia de su presidente y suspiran por la inédita paz de los últimos años mientras las fotos de pandilleros ensangrentados recorren los teléfonos celulares difundidas desde la presidencia.
“Los jóvenes que no quieren ser pandilleros no tienen opciones de empleo ni de deporte. Yo pediría al presidente oportunidades para quienes quieren otro rumbo”, señala David Martínez, un carpintero de la colonia Campanera, en San Salvador, la capital, la misma en la que fue asesinado el cineasta Cristian Poveda. Una mujer, de la colonia 22 de abril reconoce que hace solo dos semanas hubiera sido imposible hacer esta entrevista porque las pandillas lo habrían impedido. “Ellos [las pandillas] están vigilando, y saben quién es de aquí y quién no. Ahora también saben quién está colaborando”, explica con una bolsa cargada de frijoles en la mano. “Mi temor es qué pasará cuando la fuerza pública se vaya”, dice.
Hasta la llegada del Ejército, esta era una de las calles más violentas y simbólicas del poder de la MS-13 en la capital. En otra de las más peligrosas, la colonia Iberia, el soldado trata de que los fotógrafos no tomen imágenes de sus registros a los niños “porque los medios contrarios al Gobierno y las Fuerzas Armadas las utilizan después para decir que violamos los derechos humanos de los niños cuando les registramos las mochilas escolares”, explica. “Pero es que los pandilleros los utilizan a ellos para sacar y mover droga”, añade. La vendedora de pupusas (tortillas de maíz) de la colonia es de las que está contenta con la llegada de los soldados a uno de los barrios más peligrosos de Latinoamérica.
La estrategia de Bukele para golpear a las pandillas ha estado enfocada en las calles y en las cárceles, de donde se considera que salió la orden de actuar. Entre otras cosas, según ordenó el presidente salvadoreño, los presos “no verán la luz del sol” y las comidas se han reducido a la mitad. A los organismos como la Organización de Estados Americanos que han protestado les ha dicho que desean ver “ríos de sangre” y a la comunidad internacional le dedicó otro tuit: “¿Saben cuántos países han decidido ayudarnos en la guerra contra las pandillas? Exactamente: ninguno. No vengan después a querernos decir qué es lo que debimos haber hecho o dejar de hacer, cuando en el momento que pudimos haberlos necesitado, nos dejaron solos”, escribió Bukele.
Mientras todo esto sucedía, el sábado en la capital se parecía a cualquier otro sábado, pero con cero muertos. Restaurantes, bares y antros estaban abiertos con gente bebiendo y cenando porque el estado de excepción solo se siente en las zonas pobres del país.
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