La tensión aumenta en las trincheras de la guerra de Ucrania mientras Rusia saca músculo militar
La alarma en Occidente crece ante una posible invasión rusa a principios de año. Mientras la retórica de Putin se endurece, EE UU y la OTAN advierten al Kremlin contra otra agresión a Kiev
Cuando estalla el ruido seco e intenso de los disparos, el comandante Rostislav Kasyanenko echa la rodilla al suelo y se acurruca tras un pequeño montículo de tierra fangosa. “Es fuego de ametralladora”, indica en un susurro su compañero del Ejército ucranio Serguéi Bodnar. Cerca, autobuses calcinados y oxidados muestran las cicatrices de lo que en otra vida fue la estación de autobuses de la próspera Pisky, a muy pocos kilómetros de la ciudad de Donetsk, controlada por los separatistas prorrusos. “Esta es una de las zonas más peligrosas de esta área de la línea del frente. A veces hay solo en...
Cuando estalla el ruido seco e intenso de los disparos, el comandante Rostislav Kasyanenko echa la rodilla al suelo y se acurruca tras un pequeño montículo de tierra fangosa. “Es fuego de ametralladora”, indica en un susurro su compañero del Ejército ucranio Serguéi Bodnar. Cerca, autobuses calcinados y oxidados muestran las cicatrices de lo que en otra vida fue la estación de autobuses de la próspera Pisky, a muy pocos kilómetros de la ciudad de Donetsk, controlada por los separatistas prorrusos. “Esta es una de las zonas más peligrosas de esta área de la línea del frente. A veces hay solo entre 20 y 60 metros hasta posiciones enemigas”, recita en voz baja Kasyanenko recolocándose el fusil AK74, antes de echar a correr para ponerse a cubierto a través de las ruinas de la urbe, completamente destruida en la guerra del Donbás.
El conflicto del este de Ucrania entre las tropas de Kiev y los separatistas prorrusos apoyados política y militarmente por el Kremlin va a cumplir ocho años. Pese a los acuerdos de paz de Minsk de 2015, la última guerra de Europa no ha cesado y se ha estado cociendo a fuego lento. Es un polvorín que solo requiere una chispa para derivar en nuevas hostilidades abiertas. Estos días de inicio de invierno, en las laberínticas trincheras de Pisky y en los cuarteles y destacamentos del Ejército ucranio, a lo largo de los 450 kilómetros de la línea del frente, la tensión se ha disparado por la acumulación de tropas rusas junto a sus fronteras. La idea de que el conflicto, que ha segado unas 14.000 vidas, según estimaciones de Naciones Unidas, pueda estar entrando en una nueva fase, o el temor a otra guerra caliente y más amplia, lo sobrevuela todo.
Occidente permanece en alerta máxima ante los movimientos de Moscú. Un documento de la inteligencia estadounidense advierte de que el Kremlin podría estar sentando las bases para una nueva invasión de Ucrania —un país de 44 millones de habitantes con aspiraciones de unirse a la OTAN— “tan pronto como a principios de 2022″. La información, corroborada por un portavoz de la Casa Blanca y que incluye fotos de satélites de los últimos días, detalla la posición de lo que los servicios secretos señalan como grupos tácticos de un centenar de batallones, blindaje pesado, artillería y otros equipos militares cerca de la linde oriental de Ucrania. El Ministerio de Exteriores ruso ha negado este sábado el contenido del informe y ha acusado a Washington de intentar agravar la situación y de culpabilizar a Moscú.
El contingente ruso podría estar formado por hasta 175.000 soldados, dice el inquietante informe desvelado por The Washington Post, que se suma a los crecientes y cada vez más sonoros avisos de funcionarios ucranios y occidentales de que Rusia podría organizar una invasión a mayor escala que la de 2014, cuando después de las movilizaciones proeuropeas que consagraron la deriva occidental de la antigua república soviética que el Kremlin mantenía bajo su órbita, decenas de hombres vestidos de verde —militares rusos con uniformes sin seña— entraron en Crimea y junto a emisarios de Moscú y del FSB (los servicios secretos rusos, herederos del KGB) desarrollaron la operación de anexión de la estratégica península ucrania a Rusia, que se coronó con un referéndum considerado ilegal por la comunidad internacional; una maniobra que derivó en movilizaciones de los independentistas prorrusos en el Este, alimentados por Moscú, en la declaración de las autodenominadas “repúblicas populares” de Lugansk y Donetsk, y en la guerra del Donbás.
El plan de Moscú podría ser forzar a las tropas ucranias a luchar en múltiples frentes para debilitar al Gobierno; también un asalto desde el territorio controlado por los separatistas patrocinados por Rusia, apunta un funcionario de la inteligencia occidental, que habla de la movilización de reservistas rusos y de un “incipiente” despliegue de infraestructura de apoyo, como hospitales de campaña. Sin embargo, la mayoría de las voces coinciden en que las intenciones del veterano presidente ruso, Vladímir Putin, que ha mostrado siempre un especial apetito por mantener la influencia sobre los territorios de la antigua URSS y por resucitar el espíritu imperial de Rusia como una superpotencia, no están claras. Todo, en un escenario particularmente eléctrico también por la crisis migratoria orquestada en las fronteras de la UE por Bielorrusia, cada vez más cercana a Moscú, y por la crisis energética tras la que algunas capitales europeas ven la mano del Kremlin y una fórmula de presión para acelerar la aprobación del controvertido gasoducto NordStream 2, que llevará gas ruso directamente a Alemania sin pasar por Ucrania ni Polonia.
En el sótano de una destartalada casa con jardín de Pisky transformada en un puesto avanzado del Ejército ucranio, Kasyanenko se quita el casco y enciende un pitillo. El ambiente está muy cargado en la pequeña habitación, con un hornillo para café, dos mesas y un par de sillones. “Ni siquiera podemos salir a fumar habitualmente. Ni mucho menos patrullar. Este es un territorio extremadamente caliente para nuestro batallón”, comenta Kasyanenko, de 24 años. Hace unas semanas, murió allí un soldado ucranio por disparos de francotirador mientras hacía guardia en un punto de observación. Este año han fallecido ya 60 militares en el conflicto, diez más que el año pasado. Los separatistas de Donetsk y Lugansk informan de 40 combatientes muertos.
Un mapa táctico en una de las paredes del destacamento de la brigada mecanizada, detalla en rojo las posiciones enemigas que rodean las propias, marcadas con puntos azules. “Ellos son ‘jodidos diablos’; nosotros, ‘demonios”, dice Serguéi Bodnar esbozando una pequeña sonrisa. La barba trigueña apenas oculta lo que no hace tanto fue un rostro adolescente. “El enemigo está situando y reordenando sus tropas a lo largo de nuestra frontera, pero solo muestran una parte y eso no es casual. Pueden estar emprendiendo otras muchas acciones y preparaciones ocultas”, avisa Kasyanenko. “Y cuando hablo del enemigo hablo de Rusia, que es nuestro enemigo real. Si no hubiera sido por el Kremlin, la DNR [autodenominada república de Donetsk] no se habría dado”, zanja.
El Kremlin niega ser parte en el conflicto e insiste en que es una “guerra civil”. Sin embargo, numerosos informes occidentales detallan cómo el apoyo militar de Rusia alimenta la última guerra activa de Europa y documentan su apoyo logístico y transferencias de armas a las autodenominadas repúblicas de Donetsk y Lugansk. Lanzagranadas, rifles de francotirador y minas terrestres que nunca estuvieron en servicio con el Ejército ucranio, con lo que el material no ha podido ser capturado por los separatistas, indica un reciente informe de la consultora especializada Conflict Armament Research, que también habla de armamento especializado de fabricación rusa, como el sistema de misiles antiaéreos que derribó en 2014 un avión civil y mató a sus 298 pasajeros.
Con las miradas de medio mundo puestas en sus palabras, Putin ha negado esta semana que Rusia amenace Ucrania. El líder ruso ha remarcado que Moscú solo está tomando “medidas técnicas y militares adecuadas” para responder a lo que definió como una creciente actividad de la OTAN en Ucrania y sus alrededores. “Solo miren cuán cerca de las fronteras rusas se ha acercado la infraestructura militar de la Alianza del Atlántico Norte”, dijo Putin el miércoles en el Kremlin, en la ceremonia de credenciales de nuevos embajadores. “Para nosotros, esto es más que serio”, añadió el líder ruso, que en casa está aplicando una política de mano dura y ha agudizado la represión a la oposición y a la sociedad civil.
Putin, que lleva años criticando la expansión de la OTAN en los Estados del antiguo Pacto de Varsovia como una interferencia irrespetuosa contra Moscú, ha definido la cada vez mayor cercanía de Kiev con Estados Unidos y otros países de la Alianza Atlántica como una amenaza existencial. Hasta hace no mucho, la línea roja del Kremlin era Ucrania en la OTAN (una adhesión, de hecho, que de momento no tiene expectativas). Ahora, es también cualquier presencia y colaboración de la Alianza en Kiev, incluidas las ayudas militares, apunta Eleonora Tafuro Ambrosetti, investigadora del Institute for International Political Studies (ISPI).
Mientras la UE proporciona apoyo económico a Ucrania para el desarrollo de uno de los países más pobres de Europa, clave geoestratégicamente para Occidente, EE UU ha comprometido 2.500 millones de dólares (unos 2.200 millones de euros) desde 2014 para apoyar al Ejército ucranio y proporciona a las fuerzas de Kiev entrenamiento y armamento antitanque para la guerra contra los separatistas respaldados por Moscú; algo que enfurece al Kremlin. En septiembre, el mismo mes que Rusia y Bielorrusia se unían para hacer unas multitudinarias maniobras militares conjuntas, 6.000 soldados ucranios y de la OTAN realizaron ejercicios con la mirada muy puesta en la guerra del Este.
El conflicto del Donbás atraviesa pueblos y tierras de cultivo, carreteras casi vacías y fábricas cerradas, creando una especie de linea divisoria geopolíticamente simbólica entre las fuerzas afines a Rusia y las cercanas a Occidente. En Pisky, escenario de una de las batallas más duras y hoy controlada por las fuerzas de Kiev, apenas quedan vestigios de la ciudad residencial de casas de lujo con vistas al lago y grandes aspiraciones por su cercanía al aeropuerto de Donetsk. Es zona roja. En sus fantasmales edificaciones en ruinas, plagadas de carteles que advierten del peligro por minas, se han quedado nueve de sus más de 2.000 vecinos. Son muy mayores y no han querido dejar las casas en las que han vivido casi toda su vida. La guerra ha provocado más de 1,5 millones de desplazados internos y decenas de pueblos agonizantes, con paupérrimos servicios.
Ekaterina Shulginá se ha acostumbrado al cotidiano descorche de los disparos. Tiene una tienda de comestibles en la zona de amortiguación, a medio kilómetro del inicio de la zona roja. “Es peligroso y difícil, pero qué hacer, no podemos ir a otro sitio. Tengo una niña de cuatro años y no puedo renunciar a todo esto”, dice señalando las ordenadas estanterías de la pequeña mantequería. Son apenas las cuatro de la tarde y es noche cerrada. Fuera, se escucha fuego de artillería, pero Shulginá ya apenas se inmuta. El sonido subraya la tenue naturaleza del alto el fuego —el enésimo— que ambas partes se acusan mutuamente de romper. Solo el jueves, uno de los días más calientes de las últimas semanas, la misión especializada de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) registró 809 violaciones; incluidas 146 explosiones.
En un puesto de observación oculto entre las serpenteantes trincheras cercanas a la ciudad de Avdiivka, controlada por el Ejército ucranio, el comandante Denis Bronitski mira a través de un periscopio metálico hacia posiciones de los rebeldes prorrusos. A lo lejos, se escuchan tres ráfagas de disparos. “Estamos en modo reacción. Respetamos los acuerdos y no respondemos al fuego a no ser que veamos una amenaza vital para nosotros o civiles”, asegura. “A veces, además, son provocaciones que buscan desvelar nuestras posiciones”, dice Brotniski. En Donetsk, Eduard Basurin, representante de la autodenominada república, acusó el viernes al Ejército ucranio de disparar contra zonas residenciales. “Aún estamos estimando los daños a la infraestructura civil”, dijo en una reunión recogida por la agencia Interfax.
Por las noches, sobre todo las de cielo despejado, hay más actividad, precisa Tatyana Zaritskaya, una antigua maestra de educación infantil y deslumbrantes ojos verdes que entró en el ejército ucranio en 2016. “En todo caso el silencio no es bueno, cuando escuchas sabes dónde están, qué armas usan, cuántos son”, dice Zaritskaya, mientras sujeta a un gruñón perro tekel, vestido con un chalequito amarillo que no parece hacer buenas migas con el resto de perros del cuartelillo. La nieve está cuajando en las trincheras cercanas a Avdiivka, cubriendo de gris la tierra de color ocre que rodea una antigua fábrica de aparatos mecánicos. Otra industria fulminada por el conflicto en la zona minera, una de las más ricas del país. En una de las paredes de la fábrica destruida se lee “Oligarcas: ¡no juguéis a la guerra!”. La noche avanza en los destacamentos de la línea del frente cerca de Avdiivka. Brotniski, Zaritskaya y sus compañeros de brigada que han vuelto de su turno de vigilancia se preparan para tomar un bocado rápido. El catre de Brotniski y su zona de descanso están impolutos. Tiene 29 años y lleva uniforme desde 2011.
El Ejército de Kiev ya no es el mismo que en 2013. Se ha modernizado y su capacidad de defensa ha mejorado considerablemente, remarcó esta semana el ministro de Exteriores ucranio, Dmytro Kuleba, que pidió a los países de la OTAN un paquete de nuevas sanciones contra Rusia como fórmula disuasoria. De hecho, un reciente ataque a posiciones de los separatistas prorrusos con drones Bayraktar de fabricación turca, símbolo de esa modernización y que han sido clave en las guerras de Siria, Libia y Nagorno Karabaj, ha sido un punto clave en esta última escalada del conflicto.
El Kremlin ha acusado al Gobierno de Volodímir Zelenski de incumplir los acuerdo de Minsk por el uso de drones y ha hablado sobre sus temores de que Ucrania esté preparando una ofensiva para tomar las áreas rebeldes por la fuerza. En medio de las acusaciones cruzadas, Putin señaló a Zelenski, un antiguo actor cómico sin experiencia política que está adoptando posturas de halcón, de tener un comportamiento de “aventurero muy peligroso” y de concentrar tropas cerca de las fronteras rusas. El Gobierno ucranio niega los movimientos y cualquier plan para intensificar la guerra e insiste en que el uso de drones es “defensivo” y legal dentro de los pactos de paz que se firmaron hace seis años con la mediación de Francia y Alemania y que parecen cada vez más estancados.
Estados Unidos, la OTAN y la UE han advertido a Rusia de que una nueva agresión contra Ucrania tendría un alto precio. El viernes, el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, zanjó que Washington no respeta las “línea rojas” esbozadas por el Kremlin sobre Kiev y aseguró que se está coordinando con sus aliados en Europa para hacer “muy, muy difícil” para Putin considerar siquiera un ataque, informa Iker Seisdedos. Los equipos del Kremlin y la Casa Blanca han mantenido en los últimos meses reuniones de seguimiento a la cumbre entre Putin y Biden del pasado junio en Ginebra.
Algunos observadores y analistas como Tafuro creen, de hecho que el endurecimiento de la retórica del Kremlin es un órdago de Rusia para mejorar su postura en una eventual negociación diplomática. También, forzar otra reunión de alto nivel con Biden. Putin quiere que la OTAN le dé “garantías legales judiciales precisas” que excluyan cualquier expansión de la Alianza para incluir a Ucrania y a Georgia y que limiten la actividad militar cerca de sus fronteras. El martes mantendrá una conversación telefónica con Biden, según ha confirmado el Kremlin.
Ucrania parece un asunto personal para Vladímir Putin, que suele insistir en los siglos de vínculos históricos y culturales entre rusos y ucranios, a los que define como “un solo pueblo”, y que se enorgullece especialmente de la anexión en 2014 de la península ucrania de Crimea, a la que ha definido como “la vuelta a casa” del estratégico territorio; una absorción que, además, insufló los ánimos nacionalistas en Rusia y disparó la popularidad del líder ruso en un momento en que decaía.
En julio, en un extensísimo artículo, el jefe del Kremlin versó sobre la “unidad histórica” de los dos países, criticó las fronteras de Ucrania y dijo que Moscú nunca permitiría que se convirtiera en “anti-Rusia”. Un punto que, unido a otros elementos, como la entrega de más de 600.000 pasaportes rusos en los territorios de Donetsk y Lugansk y la aprobación de un decreto la semana pasada para dar vía libre y prioritaria a los productos de ambas regiones ucranias en el mercado ruso, sin impuestos ni burocracia, llevan a los analistas a agudizar la vista sobre un posible nuevo movimiento del Kremlin. Otros, como Nikolaus von Twickel, creen que Moscú ya se las ha anexionado “de facto”.
Svetlana, una operaria jubilada de Avdiivka, está tan anquilosada por la guerra que ha decidido que ya no quiere saber nada del tema. Vive en un bloque de pisos parcialmente destruido, con las paredes llenas de vestigios de los combates y un puñado de apartamentos completamente llenos de escombros. “Conseguí mi piso en 2013. Si me voy tendría que alquilar otra casa y eso significa un dinero que no tengo, así que decidí quedarme”, comenta la mujer. Los vecinos que quedan no tienen gas, pero sí luz, así que usan estufas eléctricas y han reconstruido el sistema de cañerías. “Prefiero no escuchar todo ese ruido político”, dice, “en otra épocas hubo otras guerras y la gente siguió viviendo. Así que simplemente cerramos las ventanas y decidimos que no hay guerra aquí porque cada uno tiene su propio mundo”.
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