Los polacos que eligen no mirar a otro lado: “Los migrantes se beben el agua como si fuera el fin del mundo”
Vecinos de las localidades en la frontera con Bielorrusia forman una red para ayudar en la entrega de comida y agua a los migrantes que la cruzan
A Joanna Lapinska, simplemente la realidad se le vino encima. Por los alrededores de Bialowieza, la localidad polaca a cuatro kilómetros de la frontera con Bielorrusia en la que reside, más y más vecinos empezaron a ver el mes pasado personas hambrientas, sedientas y heladas que venían de cruzarla. Con decenas de personas formó una red local paralela para llevar comida, bebida y mantas a los refugiados y migrantes, en coordinación con Grupa Granica (Grupo frontera, en polaco), una...
A Joanna Lapinska, simplemente la realidad se le vino encima. Por los alrededores de Bialowieza, la localidad polaca a cuatro kilómetros de la frontera con Bielorrusia en la que reside, más y más vecinos empezaron a ver el mes pasado personas hambrientas, sedientas y heladas que venían de cruzarla. Con decenas de personas formó una red local paralela para llevar comida, bebida y mantas a los refugiados y migrantes, en coordinación con Grupa Granica (Grupo frontera, en polaco), una red de 14 ONG que gestiona las alertas de ayuda.
“Un día estaba comprando en un pueblo cercano y, de repente, recibí un mensaje [de Grupa Granica, con quien ya había contactado] diciendo que había un grupo de migrantes esperando agua. Respondí ‘OK, dadme unos minutos’. Compré agua y simplemente fuimos para allá”, recuerda esta gerente de producto de 42 años en un banco de uno de los accesos al bosque primitivo de Bialowieza, en el noreste del país. “Eran nueve iraquíes y turcos, y estaban muy agradecidos. Uno iba descalzo y alguien le llevó unas botas”, rememora.
Así comenzó una actividad que se ha vuelto frenética según crece la crisis migratoria. La red recibe peticiones de ayuda a través de los números de teléfono de Grupa Granica, que se pasan entre los refugiados. Una vez que han logrado colarse en Polonia, escriben por alguna aplicación de mensajería y envían su ubicación con el móvil. “Les preguntamos cuántos son, qué necesitan y cogemos las cosas de un sistema de casas depósito que tenemos. Vamos hasta allá en coche, intentamos evitar que alguien nos siga, lo aparcamos en un lugar que no sea visible, entramos en el bosque y buscamos a la gente. A veces no los encontramos porque han cambiado de lugar. Y otras lo hacemos y están en un estado deplorable”, explica otra miembro de la red, Kasia Wappa, en su casa de la localidad de Hajnowka, a 30 kilómetros de la frontera. Una rutina a la que Lapinska no se acostumbra ni cree que lo haga nunca. “Es muy perturbador darles agua y ver cómo se la beben como si fuese el final del mundo. Les das comida, que no han visto en cinco días, y vomitan porque tienen mal el estómago de beber de los ríos”, señala.
La red local de ayuda se mueve entre los grises de la legislación. La tonalidad depende en parte de la valentía o de la interpretación jurídica que prefiera hacer cada uno. Por ejemplo, alimentar o arropar a refugiados no es delito en Polonia, aunque —teme Lapinska— algún juez podría considerarlo ayuda al contrabando de seres humanos por una mafia. Transportarlos en coche al hospital —aunque no se traspase una frontera— o alojarlos, puede serlo, aunque nadie de la red ha sido arrestado por ello. “Está claro que lo que hacemos es puramente humanitario, y no penal”, señala.
La velocidad con la que nació la red tiene bastante que ver con que, en cierto modo, ya existía. Muchos de sus integrantes se habían coordinado previamente para luchar contra el proyecto gubernamental de tala de árboles en el bosque de Bialowieza, Patrimonio Mundial de la Unesco.
Lapinska forma parte de una iniciativa local de ayuda, conocida como Luces Verdes. Consiste en hacer visible para los refugiados una luz de ese color en la casa, para que sepan que es una puerta a la que pueden llamar y recibir ayuda. “Está basado en la buena voluntad. Depende de cada persona ayudar en lo que pueda. También muestra a los demás que ayudar es legal y que ellos también pueden hacerlo sin miedo. La gente tiene miedo a ayudar o a decir que ayuda. Es, en cierto modo, un tema tabú. Nosotros vivimos en una zona por la que los refugiados no van a cruzar, porque tiene algunas vallas alrededor, no forma parte de las rutas, etcétera, así que en nuestro caso es más una señal de ‘estamos listos para ayudar’. Más el efecto psicológico”, explica.
En realidad, no son más de unas decenas. Algunos han colocado en la ventana un plástico verde y mantienen encendida la luz de esa habitación. Como vive en un primer piso, Lapinska compró por internet una bombilla verde y la puso al lado de una ventana. Otros, como Marius Kozak, iluminan de ese color el porche de su casa en la cercana Pogorcelze. “No he recibido ninguna visita todavía, pero es que la policía da vueltas alrededor de mi casa cada noche a partir de las diez, iluminando con linternas el jardín a ver si hay alguien”, señala.
El promotor de la iniciativa, el abogado Kamil Zyller, tradujo a varias lenguas que suelen hablar los migrantes, como árabe o turco, el anuncio de la iniciativa y lo difundió. “Pero no todos saben que existe. Y se quedan en medio del bosque, lejos de todo”, señala Lapinska.
Otra minoría
Wappa no tiene luz verde en su casa, pero admite que ha acogido a varios migrantes en necesidad. “Mi forma de lidiar con esta situación es ayudar. Porque una vez que hay una persona muriendo detrás de mi jardín, la situación ha decidido por mí. No puedo decir ‘me da igual’ y volver a la cama”.
La familia de esta profesora de inglés y traductora lleva generaciones en Hajnowka. Es polaca de cultura bielorrusa, comunidad con un peso poblacional prácticamente anecdótico en el conjunto del país, pero mayoritaria entre los 15.000 habitantes de la localidad, como atestigua su alta iglesia ortodoxa, la rama del cristianismo que profesa. Wappa cree que su condición de minoría la acerca a aquellos a quienes auxilia.
“Una de las preguntas habituales es: ¿por qué queréis ayudarnos? Todo el mundo ha tratado de engañarnos o pegarnos, ¿por qué tú nos traes bebida? O cargadores de batería externa, que es una de las cosas que más piden. Porque sin móvil estás solo y no sabes hacia dónde vas”, indica. Pone como ejemplo de esta desorientación a unos cameruneses a los que habían robado los móviles y andaban en sentido contrario, de vuelta a la frontera con Bielorrusia. Una activista de una ONG ayudó hace poco a una familia que creía estar ya en Alemania.
Normalmente, los migrantes a los que encuentra no han comido en cinco días. “La peor situación que he encontrado son 15 días”, dice Wappa. Les llevan conservas de pescado, huevos, dulces, paté de pollo untado en pan… Cosas fáciles de transportar, pero que aporten energía y no contengan cerdo, ya que en su mayoría provienen de países de mayoría musulmana.
“A veces te cuentan que han rezado para que llueva: por un lado, supone empaparse con frío, pero por otro es agua, así que no saben si es peor pasar sed o tener frío. Están muy débiles y el bosque es muy húmedo. Muchos tienen moratones de los golpes de los soldados bielorrusos. Y tienen miedo”, explica.
Cada uno vive de una forma esta nueva faceta de su vida. Lapinska no se siente una activista, sino “alguien que vive aquí y no puede hacer demasiado”. “No es que todo el pueblo empiece a dar la bienvenida a los refugiados a su casa. Lo que hacemos es solo una gota en un océano de necesidades”, justifica. Para Wappa, es más bien una forma de “aprender cómo ayudar” con vistas al futuro, a diferencia de los activistas de otras partes del país que han acudido ante la emergencia. “La gente va y viene, pero nosotros siempre estamos aquí”, asegura. “Y creo que el problema va a estar aquí bastante tiempo”.
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