Las universidades, otro escenario de la guerra en Colombia
La Comisión de la Verdad, surgida del acuerdo de paz, dedica un encuentro al devastador impacto del conflicto armado en los campus del país
El intrincado conflicto armado que ha enfrentado a guerrillas, paramilitares y fuerzas del Estado no solo se libró en el campo, en aquellos lugares apartados de la llamada Colombia profunda abandonados por las instituciones. La guerra también ha golpeado con crudeza a las universidades a lo largo y ancho del país sudamericano. Esa es otra de las muchas heridas que busca cerrar una sociedad aún polarizada con el encuentro que organizó esta semana la ...
El intrincado conflicto armado que ha enfrentado a guerrillas, paramilitares y fuerzas del Estado no solo se libró en el campo, en aquellos lugares apartados de la llamada Colombia profunda abandonados por las instituciones. La guerra también ha golpeado con crudeza a las universidades a lo largo y ancho del país sudamericano. Esa es otra de las muchas heridas que busca cerrar una sociedad aún polarizada con el encuentro que organizó esta semana la Comisión de la Verdad para abordar las masacres, asesinatos selectivos, desapariciones, exilio y guerra sucia contra estudiantes y profesores, dolorosos episodios que se repiten desde hace medio siglo.
A las universidades colombianas les sobran mártires. Más de 600 estudiantes fueron asesinados desde 1962 hasta 2011, un promedio de uno al mes, de acuerdo con bases de datos corroboradas. La violencia de todo tipo contra esas comunidades ha variado a lo largo del tiempo, pero la reflexión histórica de la Comisión, surgida del acuerdo de paz con la extinta guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), resuena en momentos en que el movimiento estudiantil ha recobrado ímpetu como uno de los protagonistas de las oleadas de protestas contra el Gobierno de Iván Duque, que han arreciado este año.
“La violencia de agentes estatales contra el movimiento y la comunidad universitaria se arraiga en la estigmatización, y se exacerba en la persecución a la protesta social y al pensamiento crítico, que suelen ser asociados con la insurgencia”, apuntó el comisionado Saúl Franco, que la ha sufrido en carne propia, en la apertura del encuentro de este jueves en el campus de la Universidad Industrial de Santander, en Bucaramanga, la principal ciudad en el oriente de Colombia, al que asistió EL PAÍS por invitación de la Comisión. Lo complementó uno de los policías más ilustres de Colombia, el general en retiro Óscar Naranjo, quien pidió perdón por haber contribuido a estigmatizar la universidad cuando dirigió la fuerza pública. Fue un gran error “no habernos acercado para superar las desconfianzas”, se lamentó el también ex vicepresidente, quien ayudó a negociar los acuerdos de paz.
Esas palabras fueron el preámbulo de una avalancha de testimonios tanto de víctimas que reclaman verdad, justicia, reparación y no repetición, como de responsables de diversos grupos armados. Una catarsis acogida por la comunidad de la UIS, una de tantas universidades públicas que han sentido el rigor del conflicto.
La Comisión ha estudiado varios casos representativos, en distintas ciudades. Como la masacre del 26 de febrero de 1971 en Cali, cuando la intervención de la policía militar en la Universidad del Valle luego de algunas protestas de estudiantes se saldó con al menos 15 muertos, decenas de heridos y miles de detenidos. O la larga lucha del Colectivo 82, la semilla de otras organizaciones de búsqueda de desaparecidos. El grupo surgió luego de que 13 personas, la mayoría estudiantes de universidades públicas, fueron torturadas, desaparecidas y asesinadas entre marzo y septiembre de 1982 en Bogotá con la participación de miembros de la fuerza pública. “La desaparición de nuestros seres queridos nos convirtió en seres desconfiados, la vida se nos convirtió en algo doloroso que aún nos desgarra el alma”, señaló Rosalba Campos, del Colectivo 82. “La Comisión es muy importante para que nos deje ver la luz al final del túnel”, añade Yolanda Sanjuán, hermana de otros dos desaparecidos.
El encuentro abordó también otros casos más recientes, en que las universidades terminaron como parte de la estrategia de los señores de la guerra. Las desgarradoras intervenciones que se sucedieron por más de cinco horas detallaron, por ejemplo, la arremetida a comienzos de siglo de los grupos paramilitares contra profesores y estudiantes de la Universidad del Atlántico en Barranquilla, la mayor urbe de la Costa Caribe, luego de la expansión territorial de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).
En esa complicada historia de múltiples fuegos cruzados, guerrillas como el ELN, el M-19 y el EPL percibieron a las universidades como un lugar para reclutar y empujar procesos de movilización, “y en ese proceso mataron gente”, recordó el sacerdote jesuita Francisco de Roux, presidente de la Comisión, durante un espacio de reconocimiento con excombatientes. Aunque las FARC tenían unas raíces más campesinas que otros movimientos insurgentes, también llevaron sus acciones hasta las universidades. Entre los múltiples crímenes que han reconocido ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) están los asesinatos en los años 90 del dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado, a la salida de su clase en la Universidad Sergio Arboleda, y de Jesús Antonio Bejarano, un destacado docente de economía baleado en el campus de la Universidad Nacional de Colombia.
El propio médico Saúl Franco, uno de los 11 comisionados que trabajan con ritmo frenético para presentar el informe final que busca dignificar a todas las víctimas, ha sufrido la violencia que cercó a la Universidad de Antioquia en la convulsa Medellín de los años 80. Entre junio y diciembre de 1987, 16 de sus estudiantes, profesores y empleados, que pertenecían a sindicatos, comités que defendían los derechos humanos, movimientos estudiantiles o considerados de izquierda fueron asesinados en la segunda ciudad del país. Franco, un reputado investigador en salud pública, tuvo que exiliarse en Brasil luego de que los sicarios mataron a tiros a sus amigos y colegas Leonardo Betancourt y Héctor Abad Gómez –una época que retrata su hijo, el escritor Héctor Abad Faciolince, en El olvido que seremos–. “Si el objetivo era destruir el pensamiento crítico, desarticular los liderazgos sociales y eliminar y desestimular el trabajo en derechos humanos, no lo lograron, porque muchos de estos sectores continuaron, y aún están trabajando. La universidad está hoy más viva que nunca”, señala el ahora comisionado de la verdad.
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