Ojo con Mario
El tecnócrata italiano acometerá reformas por la vía rápida, compensará con los fondos europeos y activará un plan de ajuste a medio plazo; España debería observar con atención la evolución de Italia
La política actual tiende a saltarse la mediación de los partidos tradicionales y, de paso, los razonamientos. Italia hizo eso antes que nadie: acumula un buen puñado de tecnócratas al mando desde los noventa y protagonizó el primer experimento nacionalpopulista de Europa, con el inefable Salvini, si es que antes no lo fue con Berlusconi. Todo eso es fruto de dos dinámicas: el prodigioso caos que caracteriza a la política italiana, combinado con una economía que languidece tras...
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La política actual tiende a saltarse la mediación de los partidos tradicionales y, de paso, los razonamientos. Italia hizo eso antes que nadie: acumula un buen puñado de tecnócratas al mando desde los noventa y protagonizó el primer experimento nacionalpopulista de Europa, con el inefable Salvini, si es que antes no lo fue con Berlusconi. Todo eso es fruto de dos dinámicas: el prodigioso caos que caracteriza a la política italiana, combinado con una economía que languidece tras 20 años sin crecer. Mario Draghi es a la política monetaria lo que Federer al tenis, pero ahora se mete en el mar de los Sargazos de la política a secas, ese ecosistema en el que nadie duda a la hora de sacrificar calidad y densidad en aras de la velocidad: somos hijos de la olla a presión, suele decir el escritor Alessandro Baricco. ¿Qué hará Draghi con esa fatiga política, económica y pandémica? Este humilde reportero se acercó a Fráncfort cuando el próximo primer ministro italiano llegó al BCE, a finales de 2011: se estrenó con una inesperada bajada de tipos de interés y un sorprendente manguerazo de liquidez a la banca, y en solo unos meses convenció a Merkel para pronunciar el whatever it takes y ponerse a comprar deuda como si no hubiera un mañana. Blitzkrieg, guerra relámpago: esperen algo parecido también ahora. La prensa italiana asegura que en cuanto llegue al Palacio Chigi acometerá tres reformas —justicia, fiscalidad y administración pública— con la inestimable ayuda de los fondos europeos. La magia de lo sencillo: bastaría con eso para salir a hombros en un país que lleva décadas siendo irreformable. Que nadie espere mucho más. Será una delicia ver a Draghi en Bruselas intentando reformar las reglas fiscales del euro, que como todo el mundo sabe son procíclicas (una manera fina de decir idiotas), aunque el trabajo fundamental lo tiene en casa. Pero —y he aquí el pero— también Draghi corre riesgos. Su margen de maniobra no es infinito y si no logra resultados con rapidez la política volverá al lodazal; es posible que le suceda algún experimento populista: el grado cero de la ideología que supone la tecnocracia (“la impotencia democrática”, en palabras de Ignacio Sánchez-Cuenca) suele tener extraños efectos secundarios. El segundo riesgo es el pecado de hybris: que Draghi quiera convertirse en César, acabe presentándose a las elecciones y enfangue su leyenda como banquero central.
El amasijo de hechos y conjeturas de ese largo párrafo era un pretexto para lo que sigue. Esta crisis pasará. Todas lo hacen. En unos meses empezaremos a crecer, y 2022 y 2023 serán mejores. Pero el cisne de la recuperación esconde bajo las aguas unas patas de monstruo: entonces arreciarán las presiones sobre el BCE para que normalice su política, y Bruselas volverá a pedir ajustes: ese será el momento de la verdad. Para entonces es probable que Draghi haya hecho sus tres reformas, tenga la deuda bajo control y haya prometido un plan fiscal a medio plazo: los italianos son insuperables con las promesas; España, en cambio, puede encontrarse en ese punto de inflexión con la deuda en el 120% del PIB y al alza, pretende hacer 170 reformas —sí, 170— y de momento no hay plan de ajuste a medio plazo a la vista. Empieza la guerra por el relato y los italianos tienen a un Sciascia, un cuentista de gran talento a punto de agarrar la pluma. España debería tomar buena nota.