Grecia-Turquía, el permanente dolor de cabeza de la UE

El contencioso vuelve a poner en cuestión a la Alianza Atlántica y muestra de nuevo la dificultad de los Veintisiete para actuar unidos

El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan y el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, se saludan en un encuentro de la OTAN el pasado diciembre.Anadolu Agency (Anadolu Agency via Getty Images)

Aunque otra vez ausente de los titulares, el contencioso greco-turco debería ser una prioridad en la agenda de la Unión Europea. Basta recordar que enfrenta a un país miembro, con el añadido de Chipre y ahora de Francia, con otro que es candidato a la adhesión y aliado en la OTAN. Y, más allá de la tensión bilateral, su existencia vuelve a poner en cuestión a la Alianza Atlántica y muestra nuevamente la dificultad de la Unión para actuar unida...

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Aunque otra vez ausente de los titulares, el contencioso greco-turco debería ser una prioridad en la agenda de la Unión Europea. Basta recordar que enfrenta a un país miembro, con el añadido de Chipre y ahora de Francia, con otro que es candidato a la adhesión y aliado en la OTAN. Y, más allá de la tensión bilateral, su existencia vuelve a poner en cuestión a la Alianza Atlántica y muestra nuevamente la dificultad de la Unión para actuar unida. En esencia, resulta útil considerar que:

—Aunque es un asunto central, la controversia no se limita a un forcejeo por la explotación de hidrocarburos en aguas disputadas del Levante (todos los descubrimientos confirmados desde 2009 están en aguas no disputadas), sino que, como ya se ha demostrado antes (especialmente en 1987 y 1996), arranca con el desequilibrado reparto de zonas de soberanía tras la guerra greco-turca de 1919-22. Turquía, a pesar de contar con más costas que cualquiera de sus vecinos, no tiene asegurada la continuidad de su soberanía marítima y aérea (Kastelorizo, a tan solo dos kilómetros de su costa es el ejemplo más notable, pero no único).

Se equivoca Mitsotakis si cree que le basta con parapetarse tras una Francia que apenas disimula su afán de protagonismo (y de interés por devolver la bofetada que Erdogan le ha propinado en Libia) y una UE que nunca se ha distinguido por sus aciertos en la zona (baste recordar el fiasco de su apuesta al admitir a Chipre en 2004 como vía para resolver la división de la isla). Y se equivoca también Erdogan si piensa que su deriva autoritaria y su neotomanismo militarista (ejemplificado en su lema Mavi Vatan, Patria Azul) le permitirán salir airoso de un pulso en el que se encuentra solo.

—El enfrentamiento militar directo es hoy la opción más improbable, aunque solo sea porque la situación económica turca y su sobreextensión en tantos escenarios bélicos le impiden sumar un nuevo frente. Pero en su mutua huida hacia adelante ambos avivan un fuego que puede escapar fácilmente a su control. Tampoco cabe esperar que Merkel, ante la ausencia de Washington, vaya a ser siempre quien logre imponer sensatez a quienes prefieren no dejar salida alguna al vecino (Erdogan firmando una indefendible delimitación marítima con la Libia de Serraj y Mitsotakis haciendo lo propio con el Egipto del golpista Al Sisi).

No hay una solución próxima. Pero si la UE no es capaz de promover una respuesta que dé cancha a Turquía, estableciendo una dinámica de suma positiva en la que todos salgan ganado, nos adentraríamos en un pozo de muy difícil salida. Y el gas (que la UE necesita) puede ser precisamente el factor clave de la ecuación.

Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria.

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