Análisis

Bella como la oración de Pericles

La sentencia del Supremo británico es bella como el 'J’accuse' de Émile Zola

La presidenta del Tribunal Supremo británico, Lady Brenda Hale, lee la sentencia este martes en Londres. PA/dpa

Léanla. Es una hermosa sentencia. Palpita en su letra, como en la “Oración fúnebre de Pericles” (Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides), la pátina de una historia gloriosa en peligro de extinción.

Así gozamos su cita de la resolución judicial de 1611 según la que “el Rey [el Gobierno de entonces] no posee otra prerrogativa que la que la ley le atribuye”.

O el principio de que “la gobernanza de un primer ministro y de un Gobierno colectivamente responsables, y transparentes, ante el Parlamento, figura en el corazón de la democracia de Westminst...

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Léanla. Es una hermosa sentencia. Palpita en su letra, como en la “Oración fúnebre de Pericles” (Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides), la pátina de una historia gloriosa en peligro de extinción.

Así gozamos su cita de la resolución judicial de 1611 según la que “el Rey [el Gobierno de entonces] no posee otra prerrogativa que la que la ley le atribuye”.

O el principio de que “la gobernanza de un primer ministro y de un Gobierno colectivamente responsables, y transparentes, ante el Parlamento, figura en el corazón de la democracia de Westminster”, como escribió el más eminente jurista británico contemporáneo, lord Bingham.

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O el recordatorio de que la Bill of Rights (1688) protege a los procesos parlamentarios de ser “impugnados” por un tribunal. Pero que el “cambio constitucional” de un Brexit sin acuerdo no es cosa reglamentaria, sino “fundamental”, y al Parlamento se le “impone desde fuera”. No es materia protegida por la Bill, sino “su reverso: finiquita su núcleo o actividad esencial”.

Esta sentencia es bella como el J’accuse de Émile Zola (1898), el alegato contra la falsa condena por alta traición (espionaje proalemán) al capitán judío Alfred Dreyfus. No a través del sentir adjetivado, sino de frases cortas cortantes como cuchillos: el consejo de Johnson a la reina de cerrar la Cámara “fue ilegal, nulo y sin efecto”.

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Esta sentencia es bella como el artículo La ciutat del perdó (1909), de Joan Maragall, pidiendo el indulto del maestro libertario Francesc Ferrer i Guàrdia, condenado a muerte (se cumplió) por la Setmana Tràgica, un levantamiento anarquista barcelonés contra la guerra de África: allí aparecían los desheredados y los acomodados, su historia y su conflicto y su sangre. Y, sobrevolándolos, una causa, la de la generosidad, la tolerancia, la cohesión.

Aquí se narran los hechos escuetos y las reacciones judiciales con aparente sequedad. Y es brutal el dictamen de que el silencio impuesto a Westminster —del que los jueces le liberan— iba a ser dramático: “El efecto sobre los pilares de nuestra democracia era extremo”. Por detrás, desde la lontananza, resuena el eco de una ciudadana valiente, Gina Miller, quien denunció que el Gobierno de Theresa May prescindiera de las Cámaras para activar el artículo 50 del Tratado de Lisboa e iniciar el Brexit. Ganó en este Supremo el 24 de enero de 2017, como ha ganado ahora.

Ahora resucita un Parlamento que ha denostado en las últimas semanas un Brexit sin acuerdo previo negociado con la UE. Que impidió el adelanto electoral como finta de Johnson para imponer su ruptura sin controles. Que le obligó a publicar el estudio gubernamental Operación Yellowhammer explicativo de los desórdenes, carencias y desastres en suministros, transportes y comunicaciones que originaría una retirada por las bravas.

Boris Johnson, como fervoroso aspirante a autócrata, tenía pues buenos motivos para silenciarlo. El europeísmo celebra su derrota y ama como propios a once hombres y mujeres justos.

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