Brexit

Nos crecen los enanos

La salida del Reino Unido de la Unión Europea rompería la magia de un club al que muchos querían apuntarse

Si hay Brexit, lo muy malo serán sus efectos económicos. Primero para los británicos, pero también para todos sus socios: más pobreza, menos riqueza, distorsiones comerciales, eventuales tormentas financieras. Pero lo devastador, su impacto político. Por vez primera se rompería la magia de un club al que muchos querían apuntarse: uno, al menos, pretendería desapuntarse. Y no uno cualquiera, sino la tercera economía, en tamaño, de los 28; la primera potencia militar y el primer emporio diplomático. Solo hay un precedente lejano (Groenlandia aparte), y no vale. Noruega, que pidió dos veces la adhesión, la rechazó en sendos referendos populares, en 1974 y en 1994, pero en ninguno de ambos casos había llegado a ser socio de la Unión.

Portada de un periódico griegoGetty Images

Además, un Brexit agravaría el riesgo de una tormenta perfecta en la UE. Temática, al superponerse con otras crisis (la de la incapacidad de encauzar las oleadas de refugiados; los estrambotes de la crisis financiera…), pero sobre todo, simbólica. El Reino Unido se erigiría, volens nolens, en símbolo, estandarte y emblema de los peores populismos. Que es simplemente decir de los nacionalismos populistas, antieuropeos —ya no solo euroescépticos— en Europa; ant...

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Además, un Brexit agravaría el riesgo de una tormenta perfecta en la UE. Temática, al superponerse con otras crisis (la de la incapacidad de encauzar las oleadas de refugiados; los estrambotes de la crisis financiera…), pero sobre todo, simbólica. El Reino Unido se erigiría, volens nolens, en símbolo, estandarte y emblema de los peores populismos. Que es simplemente decir de los nacionalismos populistas, antieuropeos —ya no solo euroescépticos— en Europa; antimundiales —ya no solo antiglobalización— en el mundo (Donald Trump).

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Y es que hoy no hay muchas más que dos alternativas. Una es la federalista/integracionista, que pugna por una UE más articulada, por un G-20 con más poderes, por una ONU más democrática, por ambiciosos mega acuerdos comerciales. La otra es su reverso, el regreso al Estado-Nación, al proteccionismo comercial, al egoísmo político, al unilateralismo. Ese es el —deleznable— programa de los nacionalismos actuales, estatalistas o no. Es decir, de los populismos, de los derechistas y de algunos supuestamente izquierdistas, que solo mejoran a sus rivales en su actitud ante la inmigración y su respeto a la idea (no siempre a la práctica) de la democracia. ¿A qué tantas apelaciones al patriotismo entre los presuntos cosmopolitas solidarios?

Lo que está sacando a Bruselas de sus casillas no es solo el eventual Brexit como símbolo de todas esas desgracias. Lo que más inquieta es su (eventualmente) probable papel de catalizador de otras escapatorias, o de otras renegociaciones del encaje de algunos socios. Ya se habla de ‘Nethxit’, el secesionismo holandés; o de ‘Visexit’, su posible mímesis en los países de Visegrado (Polonia, Eslovaquia, Chequia, Hungría), casi todos ellos secuestrados por neoautoritarismos populistas. El designio clave de las instituciones europeas es suturar esa posibilidad en cascada.

Por tremenda desgracia, mientras nos crecen los enanos, las filas del orden democrático-europeísta van, también en eso, dispersas. De la anunciada propuesta franco-alemana para relanzar la Unión en caso de salida de Londres, nada se sabe. Se sabe, al contrario, que Berlín (seguido por la Comisión) querría aplicarle tratamiento homeopático, tomar el drama con calma, buscar acuerdos posibilistas en cualquiera de los escenarios posibles. Mientras que París bracea postulando respuestas entusiastas de “más Europa”. Quien quizá podría, parece no querer. Y quien quiere, no puede. Aviados vamos.

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