Secundarios en momentos para la historia

Cuatro sudafricanos recuerdan cómo vivieron junto a Mandela en primera fila actos que moldearon su país

Jeremy Papier y Mia Everson, en la plaza donde Mandela dio su primer discurso en libertad.andrew mcconnell

“Todos desempeñamos nuestro papel, desde las que perdieron a los maridos y los hijos hasta los que murieron o resultaron heridos en la lucha. Hubo muchos Mandelas en nuestra historia”. Mientras habla del hombre al que se atribuye el mérito de haber liberado a Sudáfrica del régimen racista del apartheid, la alta figura de Thulani Mabaso sobresale sobre los acantilados grises y golpeados por el mar de la isla de Robben, la famosa prisión convertida en museo frente a las costas de Ciudad del Cabo. Al fondo se ven con claridad las hermosas casas blancas de la ciudad, a solo unos kilómetro...

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“Todos desempeñamos nuestro papel, desde las que perdieron a los maridos y los hijos hasta los que murieron o resultaron heridos en la lucha. Hubo muchos Mandelas en nuestra historia”. Mientras habla del hombre al que se atribuye el mérito de haber liberado a Sudáfrica del régimen racista del apartheid, la alta figura de Thulani Mabaso sobresale sobre los acantilados grises y golpeados por el mar de la isla de Robben, la famosa prisión convertida en museo frente a las costas de Ciudad del Cabo. Al fondo se ven con claridad las hermosas casas blancas de la ciudad, a solo unos kilómetros.

En 1981, Mabaso fue condenado a 18 años de cárcel por colocar una bomba-lapa que causó heridas leves a 57 personas en el edificio de las Fuerzas de Defensa en Johanesburgo. Este fornido hombre que ahora tiene 50 años era miembro entonces de Umkhonto we Sizwe, el brazo armado del Congreso Nacional Africano (ANC en sus siglas en inglés), la principal organización política de oposición al Gobierno del apartheid entre 1948 y 1994, y que Nelson Mandela dirigiría en los años noventa. “Podría haber matado a mucha gente si hubiera querido. Pero nuestro objetivo era llamar la atención”, dice Mabaso al recordar el atentado, por el que pasó siete años en la isla de Robben al lado de Mandela.

Mabaso fue uno de los últimos presos excarcelados en 1991, tras el final de las leyes del apartheid: después de llegar al puerto de Ciudad del Cabo en los primeros días de julio, le subieron a un avión y le llevaron hasta la ciudad de Durban, a unos 1.600 kilómetros de distancia, donde el ANC, que acababa de ser legalizado, iba a celebrar su primer congreso nacional en 32 años. “Nelson Mandela quería que estuviera allí”, dice con orgullo. “Me saludó con afecto y me presentó a toda la dirección del partido. Fue un gran momento”.

Originario de la región de Kwazulu-Natal, Mabaso tiene aún vivos recuerdos del motivo que le empujó a unirse a la lucha armada. Cuando tenía ocho años, su familia fue expulsada por la fuerza de Dannhauser, una pacífica y paradisiaca aldea rural en la que la gente vivía de la agricultura, el ganado y el agua que cogían del río. El Gobierno del apartheid, que estaba confinando a la población negra en áreas designadas llamadas homelands (territorios), para hacer respetar la separación racial y reservar las tierras más fértiles y rentables para los blancos, había decidido trasladar a los habitantes de la zona al distrito de Osizweni. Mabaso se vio catapultado de una vida tranquila y feliz a un entorno árido y polvoriento, en el que ocho familias tenían que compartir una chabola hecha de asbesto. En el colegio había un libro de texto para cada 80 alumnos. “Nos confiscaron todos nuestros pollos y nuestras cabras. Teníamos que dormir en el suelo”, continúa Mabaso, en un tono de voz cada vez más alto debido a la rabia. “Mi abuelo no paraba de lamentarse. Hasta que sufrió un ataque al corazón y se murió”.

Hoy en día, Mabaso es un hombre muy diferente, que trabaja como guía turístico en el museo de la isla de Robben, el mismo lugar en el que él y muchos otros combatientes por la libertad pasaron tantos años presos. “Este lugar evoca muchos buenos y malos recuerdos. Todavía tengo pesadillas de noche”, confiesa, mientras nos lleva en coche por la isla, un pedazo de tierra inhóspito en el que la corta hierba y los escasos árboles son constantemente barridos por unos vientos atronadores. “Pero nunca me arrepentí de mi decisión de unirme a la lucha armada”, dice, sin la menor vacilación. “La vida en tiempos del apartheid era mala”.

En la actualidad, casi 20 años después de las primeras elecciones democráticas que llevaron al Congreso Nacional Africano al poder y convirtieron a Nelson Mandela en el primer presidente negro de Sudáfrica, el país vive impregnado de una atmósfera muy diferente. La noticia de la muerte, a los 95 años, del arquitecto de la Nación Arco Iris, que falleció el jueves en su casa de Johanesburgo debido a una infección pulmonar recurrente, ha colocado a los sudafricanos frente a una dura realidad: tata (padre en lengua xhosa), como llamaban afectuosamente a Mandela, no podía durar eternamente. Y, mientras la familia de Mandela lleva meses inmersa en amargas disputas a propósito del lugar de enterramiento del expresidente, los ciudadanos de a pie prefieren centrarse en la vida, los hechos y el legado del hombre que impidió la violencia racial y fue una autoridad moral incluso después de retirarse de la política activa en 1999.

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Jeremy Papier es un pinchadiscos de 28 años de Ciudad del Cabo. La tarde del 11 de febrero de 1990, estuvo delante del Ayuntamiento y escuchó a Nelson Mandela pronunciar su primer discurso en libertad, pocas horas después de salir de la prisión Victor Verster, tras haber pasado 27 años en cautividad por sus incansables esfuerzos para intentar acabar con el sistema del apartheid. La plaza delante del edificio estaba llena de gente entusiasmada que ondeaba banderas del ANC; para muchos de ellos, era la primera vez que veían el rostro de Mandela. “Yo tenía nueve años, demasiado joven para entender lo que sucedía, pero podía sentir la energía. La gente bailaba y gritaba enloquecida. Recuerdo a mi padre diciendo: ‘Aquí está pasando algo muy importante”, recuerda Papier, un joven inteligente de cabello rizado y gestos muy expresivos. “Cuando llegué al instituto fue cuando comprendí la importancia de lo que había presenciado”.

Ahora bien, no todo ha salido bien desde la llegada de la democracia. A la Sudáfrica actual, enturbiada por la corrupción endémica en el Gobierno, las grandes desigualdades en el reparto de la riqueza y la mala calidad de los servicios, le faltan aún decenios para ser la nación con la que soñaron todos en 1994. A pesar de la buena organización del Mundial de fútbol de 2010, el país sigue teniendo una imagen asociada con la delincuencia, la violencia y la miseria, sobre todo debido a repercusiones del viejo sistema político. Papier, que va a casarse con Mia Everson, una chica afrikaner blanca de 25 años, pertenece a la comunidad “de color”, que en tiempos del apartheid era la segunda raza en la jerarquía, porque la mayoría de sus miembros tenían algún ascendiente blanco. Aunque, como los miembros de la generación joven, prefiere pensar en el futuro más que en el pasado, Papier es muy consciente de que una pareja como la suya, de razas distintas, habría sido ilegal en aquella época. Por eso, cuando pincha sus discos, a veces incluye frases de aquel famoso discurso de Mandela como una forma de rendirle tributo. “Me gusta la parte en la que se dirigió a Sudáfrica y al mundo y prometió lealtad al país. Me parece llena de fuerza”, explica. “Me gusta ponerla y ver la reacción de la gente. Me conmueve”.

A pesar de los esfuerzos de Mandela para acortar las distancias entre las diferentes comunidades que habitan Sudáfrica, en el país sigue estando muy presente cierta división racial, entre otras cosas por una política urbanística concebida durante el apartheid, cuyo propósito era separar a la gente, en vez de integrarla. Como consecuencia, negros y blancos viven vidas bastante separadas, en general, y los acontecimientos deportivos son una de las pocas cosas que los unen. Mandela ya se había dado cuenta de ello cuando, en junio de 1995, tendió la mano a los blancos al acoger la Copa del Mundo de rugby, el deporte favorito de ellos, que se jugó en Sudáfrica. La foto de Mandela entregando el trofeo al entonces capitán de la selección, François Pienaar, en el estadio de Ellis Park, en Johanesburgo, tras la victoria en la final contra Nueva Zelanda, es hoy famosa en todo el mundo. “Tengo el máximo respeto por Mandela. Utilizó su carisma para unir a la gente. Durante aquella Copa del Mundo tuvimos la sensación de que estábamos verdaderamente unidos”, recuerda Cornel Van Heerden, un joven alto y fornido de 28 años, mientras camina por el césped que pisó Mandela hace 18 años. En esta mañana de lunes, invernal y fría, Ellis Park está en silencio, vacío, pero Van Heerden recuerda muy bien la sensación de aquel 24 de junio de 1995. “Me gustaría dar las gracias a Mandela por el país que nos dio”, continúa, mientras pasea la mirada por las imponentes gradas que le rodean. “No me habría gustado vivir bajo el apartheid, sin todos mis amigos negros”.

Van Heerden es afrikaner, la comunidad blanca, descendiente de los primeros colonos, protestantes y en su mayoría holandeses, que llegaron a Sudáfrica en el siglo XVII. Aunque las normas que imponían la segregación racial existían desde el siglo XIX, fue el Partido Nacional, apoyado por los afrikaners, el que las convirtió en un sistema coherente de leyes a partir de 1948. Pero Van Heerden, que no tenía más que nueve años cuando desapareció el apartheid, no tiene ningún sentimiento de culpa ni responsabilidad por ello. Al contrario, las leyes de discriminación positiva que hoy otorgan privilegios a los negros a la hora de buscar empleo, para compensar las injusticias del pasado, hacen que se sienta decepcionado. “El Gobierno está ejerciendo una forma de racismo a la inversa”, dice. “Los jóvenes no tuvimos nada que ver con el apartheid. Y eso nos deja mal sabor de boca”.

Aun así, pese a todos los fallos, 19 años después de la llegada de la democracia, los sudafricanos tienen muchos motivos para alegrarse. Teniendo en cuenta lo joven que es, el país se las ha arreglado extraordinariamente bien para mantener una paz social considerable entre sus distintas comunidades, y las constantes perspectivas de guerra civil imaginadas por muchos analistas y medios de comunicación no se han hecho nunca realidad.

A cientos de kilómetros de Johanesburgo, en la ciudad residencial de Inanda, en la región de Kwazulu-Natal, existe un instituto a primera vista anónimo, compuesto de una serie de largas casas de ladrillo amarillo con parterres de césped entre ellas. La escuela, fundada en 1901 por el primer presidente del ANC, John Dube, fue la escogida por Nelson Mandela como colegio electoral para votar en las elecciones de 1994, las primeras democráticas en la historia de Sudáfrica. Mandla Nxumalo, un orgulloso y enérgico hombre de 42 años, de voz poderosa y ojos llenos de vida, era entonces un joven que trabajaba para la Comisión Electoral Independiente, y le encargaron recibir a Mandela en el colegio electoral. “Fue el 27 de abril. A las seis y media de la mañana, yo estaba temblando de frío. Mandela llegó diez minutos después, acompañado de Jacob Zuma, el actual presidente del país”, recuerda, con una voz que aún se emociona al evocarlo. “Siempre me acordaré del instante en que le di la mano. Fue un placer y un honor”. Nacido y criado en India, en los años previos Nxumalo había experimentado una corriente inacabable de violencia y derramamiento de sangre entre el ANC y el Partido de la Libertad Inkatha, la entidad política zulú que el Gobierno del apartheid apoyaba para dividir y controlar a la población negra y así conservar el poder. “Vi cómo incendiaban casas y vi cómo colocaban collares [la práctica de poner un neumático alrededor del pecho y los brazos de una persona y luego prenderle fuego]. Perdí a amigos y familiares”, dice. “Pero todo eso pasó. Es importante perdonar y olvidar”.

Después de emitir su voto, Mandela caminó hasta la tumba de Dube, en lo alto de una colina. Depositó una corona de flores y pronunció sus famosas palabras: “He venido a informarle, señor presidente, de que Sudáfrica ya es libre. Su alma puede descanzar en paz”. “Acabamos todos llorando. Pero en esa ocasión eran lágrimas de alegría”, dice Nxumalo, que presenció toda la escena. En la actualidad, el monumento a Dube incluye una tumba renovada, con una lápida de mármol rematada por un pequeño obelisco. El lugar, aireado y pacífico, domina Inanda y las colinas circundantes, y da a Nxumalo la infinita satisfacción de que su pueblo natal haya quedado inscrito para siempre en la historia del país. “Este es el lugar en el que comenzó la revolución democrática”, repite con orgullo.

Igual que Nxumalo, muchos otros sudafricanos confían en que el país va a poder seguir avanzando aunque Mandela les haya dejado. Los programas de vivienda puestos en marcha tras el final del apartheid han proporcionado un hogar básico a millones de personas, sobre todo en los antiguos distritos segregados de las ciudades. Y, aunque la brecha racial sigue existiendo, algunas zonas de Johanesburgo se están convirtiendo en la punta de lanza de una sociedad más integrada, con personas de todas las razas que se reúnen para contemplar exposiciones, asistir a conciertos o sencillamente tomarse una cerveza. “Veo un futuro brillante para Sudáfrica”, asegura Nxumalo, mientras sus ojos sabios rezuman confianza. “Necesitamos a personas comprometidas que, como Mandela, sean capaces de hacer cosas extraordinarias por este país. Tenemos el deber de construir una nación mejor”.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

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