Columna

La huella de Thatcher

Elevó a categoría el egoísmo privado, estableciendo la riqueza como medida de virtud

ANDREW YATES (AFP)

Los muertos recientes y los obituarios escritos en caliente, casi siempre excesivos en la elegía del desaparecido, no son el mejor borrador para evaluar a los políticos que dejaron huella. Ocurrió con Kennedy, Churchill y el general De Gaulle. Le está sucediendo lo mismo a la todavía no enterrada Margaret Thatcher, la primera mujer que llegó al 10 de Downing Street para gobernar con dureza, exenta de compasión, el Reino Unido durante once años. Tan mal está bailar sobre su tumba como dispon...

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Los muertos recientes y los obituarios escritos en caliente, casi siempre excesivos en la elegía del desaparecido, no son el mejor borrador para evaluar a los políticos que dejaron huella. Ocurrió con Kennedy, Churchill y el general De Gaulle. Le está sucediendo lo mismo a la todavía no enterrada Margaret Thatcher, la primera mujer que llegó al 10 de Downing Street para gobernar con dureza, exenta de compasión, el Reino Unido durante once años. Tan mal está bailar sobre su tumba como disponer la celebración de un funeral de Estado con la presencia de la Reina —advertía el diario progresista The Guardian— por la ex primera ministra que logró bautizar con su nombre, —thatcherismo— su ideología, lo mismo que Stalin, Perón, o el propio presidente de la V República francesa. Algo que indica ya que la hija del dueño de un ultramarinos de la provincia inglesa, llegada al poder por sus méritos en una sociedad política machista, revolucionó el Reino Unido dejando una impronta en el último tercio del siglo XX que fue más allá de la isla británica.

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En los pubs de los pueblos de las cuencas mineras de Escocia y Gales, arrasados a comienzos de los 80 por la dura dama que cerró los pozos, brindaban con cerveza en la noche del pasado lunes; al tiempo, su heredero Cameron la canonizaba como la salvadora del país y en Washington, Obama, no precisamente en su onda política, elogiaba su modo de gobernar. “No tenemos que conformarnos con seguir los acontecimientos de la historia, sino que podemos decidirlos, con convicción moral, coraje ilimitado y voluntad de hierro”. Para bien y para mal, lady Thatcher lo hizo.

No sé cuál de estos tres rasgos llevaron a Thatcher a decidir suprimir, cuando era ministra de Educación, la pequeña botella de leche, media pinta, que recibían todos los niños del país a diario en las escuelas primarias, un buen invento del primer ministro socialista Attlee, creador del Estado protector, desde la cuna a la tumba. Por unas semanas me beneficié en 1958 en una escuela estatal de Harlow de esa ingesta social de leche. La luego primera ministra fue bautizada como Thatcher, milk snatcher. Con su práctica de gobierno hizo tristemente famosa su frase: “no hay esa cosa que llaman sociedad”. Fue una política guiada por convicciones profundas, intransigente, aborrecía el consenso. Así laminó a los sindicatos, elevó a categoría el egoísmo privado, estableciendo la riqueza como única medida de virtud; creó y enfrentó a las dos Inglaterras, el sur y Londres, con el Big Bang desregulador de la industria financiera de la City, contra el resto; carecía de conexión emocional con la clase trabajadora; acabó con la cohesión social polarizando el país hasta extremos desconocidos en el civilizado Reino Unido. Puso los cimientos para la destrucción del Estado de bienestar.

Thatcher acabó con la versión británica del socialismo empujando a la izquierda al centro político, con tanto éxito que siete años después de dejar del poder, Blair fue elegido primer ministro y gobernó sin renegar de la herencia de su antecesora, convirtiendo a los socialistas al libre mercado. Sin duda influyó en aguar otras socialdemocracias, como el PSOE en España, y más tarde el SPD alemán. Cuando llegó al poder un niño de cada siete era pobre en el Reino Unido y el país era más igualitario que nunca en su historia; tras Thatcher, un tercio de los niños vivían bajo la pobreza. Hugo Young, biógrafo de la Dama de Hierro, señala que su mayor virtud era lo poco que le preocupaba lo que la gente pensara de ella.

La huella de Thatcher no solo marcó el pasado siglo: el empujón final que dio con Reagan a la guerra fría, la imposición de la idea de que el Estado es el problema y el individualismo la solución, el nublado de las diferencias económicas entre derechas e izquierdas. La sombra de su rastro ha llegado hasta nuestros días con la percepción dominante en toda Europa sobre la dificultad de sostener los costes fiscales del Estado de bienestar, asumida por Alemania y aplicada desde Bruselas. El anticomunismo profundo de Maggie no le impidió sin embargo la lucidez de comprender que Gorbachov iba a ser el político que derribara el Muro de Berlín y propiciara la implosión de la URSS. Su antieuropeísmo finalmente nos ha arrojado en manos de una Europa alemana rompiendo los equilibrios que un Reino Unido integrador hubiera podido ejercer en la UE. A pesar de oponerse a la reunificación alemana, Thatcher acertó al predecir que las ambiciones alemanas se convertirían en un factor dominante en Europa. En sus memorias afirmó que el miedo histórico de Alemania hacia la inflación conduciría a políticas de lento crecimiento, que profundizarían los problemas de los países más débiles de la eurozona. Lo estamos padeciendo.

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