Violencia contras ellas y por el bien de ellas: la deshumanización de la mujer en Roma y Grecia
Para los romanos, corregir a la mujer con golpes era una buena acción. La vejación en las parejas griegas era menor, pues ellas eran vistas como seres inferiores y resultaba incluso humillante, escribe en un libro la investigadora en Derechos de la Mujer Ana Bernal-Triviño
“Doy gracias a los dioses por tres cosas: primera, por haberme hecho hombre y no animal; segunda, por haberme hecho hombre y no mujer; y tercera, por haberme hecho griego y no bárbaro”. En esta reflexión, atribuida a Tales de Mileto, un varón agradece no ser una mujer. Si lo manifestaba, como mínimo, era porque en ese caso estaría en desventaja. Tiempo después, ...
“Doy gracias a los dioses por tres cosas: primera, por haberme hecho hombre y no animal; segunda, por haberme hecho hombre y no mujer; y tercera, por haberme hecho griego y no bárbaro”. En esta reflexión, atribuida a Tales de Mileto, un varón agradece no ser una mujer. Si lo manifestaba, como mínimo, era porque en ese caso estaría en desventaja. Tiempo después, Aristóteles recordaba que “el saber del hombre no es el de la mujer”, que el valor y la equidad no son los mismos en ambos, como pensaba Sócrates, y que la fuerza del uno estriba en el mando, y la de la otra, en la sumisión.
Después de todo lo leído hasta ahora, ¿cómo es posible que con denigrar, menospreciar, arrinconar, aislar, callar, apartar, marginar, discriminar, u oprimir a las mujeres no fuera suficiente? ¿Cómo es posible que con señalar su inferioridad inventada o con subestimar su capacidad no hubiese bastante? Remueve pensar que la mayoría de las mujeres estamos unidas por una sensación común: la inquietud que suscita expresar una voluntad que no encaja con lo que ellos quieren. Aunque ni siquiera se hiciera, pero basta con que esa idea nos ronde por la cabeza para sentir malestar.
La violencia en forma de castigos tanto físicos como psicológicos (si ahora cuesta identificarlos, imaginen hace siglos) fue pieza clave de todo este engranaje destinado a adoctrinar y someter a las mujeres para que cumpliesen con sus normas, para que no tomasen el poder. Eran armas de gran eficacia, pues siguen funcionando hoy en día. Del menosprecio surgió el odio que produce la completa deshumanización de la mujer. Los feminicidios que se cometen en todo el mundo, a lo largo de los siglos, son la demostración. (...)
El odio es una de las formas más eficaces de deshumanización. En cambio, la inmensa mayoría de los maltratadores a lo largo de los siglos han sostenido que lo hacían por el bien de ellas, que habían perdido los nervios pero que las querían, en esa peculiar concepción de amor-patrimonio que desarrollan. Un estudio apunta a que, a las puertas de la caída del Imperio romano, el maltrato físico entre las parejas griegas era menor, porque como ellas eran seres inferiores, resultaba humillante luchar contra alguien que no era un igual. No obstante, Jenofonte nos relata la historia de Mania de Dárdano, una griega envuelta en estrategias políticas y militares, que fue asesinada por su yerno, quien no admitía que una mujer desempeñase un papel tan decisivo. Por el contrario, para los romanos, criados en una sociedad jerárquica, en la que la violencia servía para mantener el orden social, agredir a la pareja no era ningún descrédito. Es más, corregir a la mujer con violencia se interpretaba como una buena acción; aunque la vergüenza social solo caía sobre ellas.
Es en Roma donde encontramos más documentación de situaciones de violencia física contra las mujeres (por supuesto, el reconocimiento de violencia psicológica ni se esperaba). Es obvio señalar que, en aquella sociedad, no se reconocía este daño de forma específica, sino que se contemplaba sólo como crímenes o lesiones y las violaciones eran “injurias corporales”.
Para encontrar algunos casos iniciales, podemos tirar de las controversias, documentos con los que los alumnos desarrollaban el arte de la oratoria y el derecho. Podían ser de ficción pero se basaban en hechos habituales. Esto nos puede dejar pistas sobre algunos actos de violencia contra ellas. Entre otras, un hombre que tras llegar de la guerra sacó los ojos a su amante, el esposo que mató a su mujer embarazada o el que justificaba la violencia porque “ella lo merecía”.
Los epitafios documentan casos reales de ese terror. No sabemos el nombre del agresor, quien probablemente fuese condenado al exilio, pero sí sabemos el de su pareja, Julia Mayana, citada como una “mujer muy virtuosa muerta antes del momento señalado por el destino, asesinada por la mano de un muy cruel marido”. O Prima Florencia, “arrojada al Tíber por su marido Orfeo” a los dieciséis años.
Tácito, en los Anales, narra que Apronia, segunda esposa del pretor Plaucio Silvano, apareció muerta. Su marido dijo que era un suicidio, pues él estaba dormido. Tiberio fue a su casa y cuando comprobó señales de forcejeo, lo mandó a juicio. Antes de que fuese juzgado, su abuela le dio una daga para suicidarse, huyendo así de la condena. Tiempo después intentaron exculparlo, acusando a su primera mujer de encantamientos y pociones mágicas, pero fue absuelta.
Egnacio Mecenio mató a su mujer a golpes por haber tomado una copa de vino. En Roma existía lo que se llamaba el “derecho al beso”, donde el marido o cualquier hombre de la familia podía besar en los labios para saber si una mujer había bebido. En la sociedad romana era una incorrección, pues consideraban que el alcohol les podía causar abortos o era señal de perversión pues la mujer introducía un fluido “impuro” para su sangre.
Apia Annia Regilla, aristócrata y esposa del autor griego Herodes Ático, fue asesinada de una patada en el vientre mientras estaba embarazada de ocho meses. Acusaron a un liberto, pero después lo absolvieron. Octavio Sagitta, tras ser rechazado por una mujer con la que había tenido una relación fugaz, le pidió el “consuelo de una noche”. Llegó a la cita acompañado de un liberto que llevaba una daga y la apuñaló, “después de herir y asustar a la esclava que se apresuraba hacia ella”. En el juicio, el liberto se autoinculpó en falso, pero la esclava declaró la verdad y Octavio fue condenado.
A ellas, sumamos otras más conocidas de emperadores o gobernantes, donde la relación asimétrica con la mujer se redoblaba, pues al sexo se le sumaba el poder. Livia (o Cornelia) Orestila se casó con Cayo Calpurnio Pisón, pero en su banquete de bodas el emperador Calígula se encaprichó de ella y la obligó a divorciarse para casarse con él. La violó en su ceremonia de esponsales. Poco después, Calígula se aburrió y la desterró, destruyendo su vida.
A veces, si los hombres eran rechazados, ni siquiera tenían que mancharse las manos de sangre para matarlas. Ellas preferían el suicidio, como Malonia tras ser acusada por Tiberio de delatora, cuando en verdad dio la orden por venganza tras ella rechazarlo. Y no siempre les bastaba con sus parejas: también hay registros de violencia contra las madres y las hermanas. Ya hemos visto el caso de Nerón con Octavia, los desprecios a los que la sometió hasta que dio la orden de acabar con ella. Y esto después de haber mandado matar a su propia madre, Agripina la Menor. Cuenta Tácito que esta, cuando se vio rodeada, le dijo al centurión que portaba la espada: “Hiéreme en el vientre”, de donde había parido a su propio verdugo.
Otras situaciones habituales se daban cuando el propio sistema ejercía una violencia institucional hacia ellas, ya fueran parejas o familiares. Por ejemplo, los hombres pasaban todos por juicio ante los delitos. Si ellas eran acusadas no había un tribunal público sino un tribunal doméstico, sobre todo en la primera etapa de la historia romana. Un cuadro de Jean-François Lagrenée nos muestra a Horacio matando con su propia espada a su hermana, por haber llorado por su prometido, que pertenecía a los enemigos, los Curiacios. Dos mujeres, acusadas de envenenamiento de sus esposos, que se declaraban inocentes, fueron estranguladas por sus familiares sin juicio público. De la misma manera que fueron ajusticiadas más de cien mujeres tras una bacanal, acusadas de incesto, y donde “todo el oprobio con que nuestras mujeres habían mancillado Roma por su vergonzosa acción se convirtió en alabanza por el duro castigo impuesto”.