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La distopía trumpiana consigue que resurja el cine político

Estrenos recientes como ‘Una batalla tras otra’ y ‘Eddington’ apuntan a un inesperado regreso, con nuevos lenguajes, del cine comprometido a Hollywood

Bob Ferguson, exactivista, se dispone a ver La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo, cuando un escuadrón militar irrumpe en su refugio. Esa escena de ...

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Bob Ferguson, exactivista, se dispone a ver La batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo, cuando un escuadrón militar irrumpe en su refugio. Esa escena de Una batalla tras otra de Paul Thomas Anderson invita a preguntarse sobre la evolución de las formas del cine político, si es que, realmente, esta producción de 175 millones de dólares con Leonardo DiCaprio al frente es lo que parece: la cabeza de pelotón de un inesperado resurgimiento del cine comprometido en Hollywood sobre el telón de fondo de la imparable construcción de la distopía trumpiana.

En su artículo The Terrorist as Auteur, publicado en The New York Times en 2004, Michael Ignatieff rememoraba la excepcionalidad de la película de Pontecorvo: “La mejor película jamás realizada sobre terrorismo fue filmada en realidad por instigación de un terrorista”. Yacef Saadi había sido jefe militar del Frente de Liberación Nacional de Argelia y su libro Souvenirs de la Bataille d’Alger, escrito en presidio, fundamentó el guion que escribieron Pontecorvo y Franco Solinas para esa película en la que el propio exterrorista participaba como actor. Saadi tenía claro que el proyecto debía recorrer el prestigioso circuito de los festivales internacionales: antes de llegar a Pontecorvo, había tanteado a Luchino Visconti y Francesco Rosi. León de Oro en Venecia y nominada al Oscar, la película impartía una clase magistral sobre las fases de una revolución y las estrategias del poder colonial para reprimirla y ofreció, según Ignatieff, “a la vez una justificación de los actos de terrorismo y un relato implacable de su coste, incluso para la causa a la que sirve”.

¿Existe una distancia insalvable entre las películas de Anderson y Pontecorvo? No tanta. Una batalla tras otra adopta las formas del blockbuster de acción, que nunca han ido de la mano del pensamiento disidente, pero La batalla de Argel, bajo su voluntad testimonial, tampoco era ajena a las seducciones del espectáculo: resulta significativo que su coguionista Franco Solinas infiltrase su agenda ideológica en los spaghetti westerns que firmaría al año siguiente, Yo soy la revolución y El halcón y la presa.

Una batalla tras otra adapta, con libertad fiel a la esencia, la novela Vineland, de Thomas Pynchon, donde los restos del naufragio de la contracultura americana asistían a la transformación de su nación en Estado policial de la mano de Ronald Reagan. Al situar su acción en el presente y desplazar el foco de la guerra contra las drogas a los excesos del servicio de control de inmigración la película refuerza la idea de que Trump es la prolongación lógica de esa continuidad entre Nixon y Reagan que Pynchon exploraba en Vineland y Un vicio propio, también adaptada por Anderson. En Vineland, supervivientes de las guerras sindicales y de los años de la caza de brujas en Hollywood discuten si los Estados Unidos “flotaban aún en un crepúsculo prefascista o si esa oscuridad había caído hacía muchos y estúpidos años, y la luz que creían ver procedía únicamente de millones de teles mostrando todas ellas las mismas sombras de brillantes colores”. Con un Trump emergido del espectáculo televisivo para dedicarse a la política, la frase resulta profética.

En Vineland, el grupo activista, 24ips, rueda cine militante. Anderson prescinde de esa capa metalingüística, pero es plenamente consciente del valor político de sus imágenes: la secuencia presidida por el personaje de Benicio del Toro, con toda esa intrincada coreografía de acciones a fondo de plano, revela el perfecto funcionamiento de un engranaje activista ciudadano que sobrepasa al exterrorista que encarna DiCaprio. El gran tema de la película es la transformación de la energía revolucionaria. La historia es un engarzado incesante de batallas al encuentro de una utopía que siempre se sitúa más allá del presente: “Yo era, yo soy, yo seré”, como escribiría Rosa Luxemburgo. Bajo su desquiciado surrealismo psicodélico, Vineland articulaba una genealogía de la disidencia americana, pero el trabajo de Anderson ha sido radical: ha dejado el relato en los huesos, ha cambiado su temporalidad, ha rebautizado a sus personajes y lo ha convertido en película de acción regida por el signo de la urgencia, aunque pervive lo esencial. Pynchon y Anderson confluyen en la esperanza de que quizás la próxima gran revolución sea la de los afectos. Una batalla tras otra es un síntoma de que las formas del cine político en Estados Unidos están cambiando… a pesar de todo.

El estreno español de Eddington, de Ari Aster, tan solo dos días después del asesinato de Charlie Kirk, tuvo un efecto perverso: el crimen político encajaba en la lógica desquiciada de una película que convertía un pequeño pueblo de Nuevo México, en plena pandemia de covid-19, en sinécdoque de los Estados Unidos de la polarización, bajo un zeitgeist global donde parece abolida toda noción del punto medio. Sátira coral mediada por la omnipresencia de plataformas y redes sociales, Eddington es el improbable cruce entre una comedia de Berlanga y una novela posmodernista norteamericana. El pulso entre un sheriff conservador que considera el confinamiento como atentado a la libertad individual y el alcalde progresista que lo decretó entrelaza referencias a la conspiración QAnon, las fake news, la instrumentalización del movimiento Black Lives Matters, el poder de los centros de procesamiento de datos o la maleabilidad doctrinal de los influencers.

Trump también ha suministrado nutrientes a un cine de terror que canaliza ansiedades colectivas. El sustrato de cuento oscuro de Weapons, de Zach Cregger, invita a una lectura alegórica reforzada por su escenario suburbial: la Arcadia se transforma en entorno hechizado por una bruja que viste con los colores distorsionados de la bandera estadounidense. El director exorciza traumáticas experiencias personales, pero los mecanismos del inconsciente ramifican su relato más allá de lo íntimo: la polisemia de los números 2.17 —la hora exacta en que 17 alumnos de una misma clase desaparecen— podría aludir a los 217 votos en la Cámara de Representantes a favor de una ley para prohibir rifles de asalto que el obstruccionismo parlamentario bloqueó.

Fuera de Estados Unidos, el tándem australiano Soda Jerk ha encontrado una forma peligrosa de modular su política de las imágenes casi como un acto terrorista en sí mismo: la mutación para la era del meme de las estrategias de desviación del situacionismo. Su película Hello Dankness recicla cientos de imágenes de películas comerciales para elaborar la crónica de la progresiva desintegración de la realidad desde que Trump decidió presentarse a las elecciones. La película, por su naturaleza ufanamente pirata, se autocondena al exilio de todo circuito comercial. El resultado es extraordinario, pero es fácil entender que, como intuyó Solinas, toda disidencia necesite pactar con el mercado para sobrevivir y comunicar.

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