Son los partidos políticos los que han cambiado, dando bandazos; yo, el votante, no
El escritor británico Julian Barnes, autor de ‘El loro de Flaubert’, desnuda su faceta política en el ensayo ‘Mis cambios de opinión’, del que ‘Ideas’ adelanta un extracto
Cuando era pequeño, mis padres escuchaban siempre el programa Any Questions? [un programa de discusión política británico] en el transistor, como lo llamábamos entonces. Yo me tragaba el programa entero presa del más absoluto aburrimiento, consciente de que se trataba de una actividad reservada a los adultos y de que la posibilidad de que apareciera un accidente de coche o un tiroteo –aparte de uno metafórico– era inexistente. De adolescente lo escuchaba con un grado de comprensión algo mayor, pero con una especie de asombro al ver que la gente podía expresarse con tal soltura, saber ta...
Cuando era pequeño, mis padres escuchaban siempre el programa Any Questions? [un programa de discusión política británico] en el transistor, como lo llamábamos entonces. Yo me tragaba el programa entero presa del más absoluto aburrimiento, consciente de que se trataba de una actividad reservada a los adultos y de que la posibilidad de que apareciera un accidente de coche o un tiroteo –aparte de uno metafórico– era inexistente. De adolescente lo escuchaba con un grado de comprensión algo mayor, pero con una especie de asombro al ver que la gente podía expresarse con tal soltura, saber tantas cosas, razonar con tanta lucidez. Lanzaban una pregunta y, sin apenas esforzarse, los tertulianos prodigaban respuestas y recibían aplausos. Ahora que soy adulto, veo a veces Question Time [un programa de debate de la BBC] en la televisión con una mezcla muy parecida de horrorizada admiración. Nadie se detiene a respirar, nadie duda. Y, sobre todo, me he percatado de que nadie cambia ni ha cambiado nunca de opinión. Ninguno de los tertulianos se deja convencer por los argumentos del otro, nadie dice nunca “Ah, ahora caigo, usted tiene razón y yo estaba equivocado”. Sus opiniones, las exprese una mujer o un hombre, son como irrenunciables símbolos viriles.
Hay quienes se crían en familias en las que se habla de política de manera abierta y vehemente, y en las que el tribalismo está tan arraigado como la adhesión a un equipo de fútbol. Yo pertenezco a una de esas tranquilas familias inglesas de clase media en las que casi nunca se mencionan asuntos de política, religión o sexo. (…)
Tardé en interesarme por la política. La consideraba una plaga que invadía nuestras casas, y creía que la vida personal y artística era mucho más importante que la política. Bueno, lo sigo creyendo, y con la misma intensidad. Jamás me he afiliado a un partido político y solo en dos ocasiones he participado en una manifestación. Sin embargo, nunca he dejado de votar y, aunque no soy partidario de hacerlo obligatorio, como en Australia, creo que constituye un deber tanto personal como cívico, aun cuando uno vote en contra y no a favor de algo.
Durante los sesenta años en que he tenido ese derecho, he votado en elecciones locales, parlamentarias y europeas, y he votado por los laboristas, los conservadores, los liberales, los demócratas liberales y los verdes, y también por el Partido por la Igualdad de las Mujeres. Nunca me he planteado votar a los socialdemócratas. En cierta ocasión, en unas elecciones locales, me sentí tentado de hacerlo por cierta candidatura que figuraba en el último puesto de la lista. Había obtenido esa posición cambiándose el nombre por algo que empezaba por Z, mientras que el partido por el que se presentaba, recién creado, se llamaba Ninguno de los de arriba. Pero, al final, esta muestra de ingenio cínico no me disuadió, y acabé votando por uno de los sospechosos habituales.
No siempre he confesado lo que votaba. A finales de los años setenta trabajé como crítico cultural para la New Statesman y tardé un año en revelar que en las últimas elecciones generales había votado a los liberales. Cuando fin lo confesé, mis compañeros de trabajo le dispensaron a mi ingenuidad una sorprendente indulgencia. Pero, a pesar de que a lo largo de mi vida he votado a seis partidos distintos –y a varios candidatos independientes en elecciones locales–, no considero que haya cambiado de opinión. No mucho, en todo caso. Son los partidos políticos los que han cambiado, dando bandazos de un lado a otro en busca de votos. Yo, el votante, he seguido siendo un hombre de principios. Y sospecho que somos muchos los que pensamos así. Ay, aquel año en que los laboristas fueron demasiado lejos para mi gusto; o aquel otro en que los conservadores se escoraron demasiado a la derecha. Nosotros mantenemos la fe; son ellos los infieles, los promiscuos, los que piensan a corto plazo y no se avergüenzan de la flexibilidad de sus principios.
Algunas personas se vuelven más conservadoras a medida que envejecen; con el paso de los años, he visto cómo algunos familiares y amigos se iban deslizando como quien no quiere la cosa a la derecha. Las realidades de la vida han borrado los principios idealistas que profesaban a los veinte. O bien tienen más dinero que entonces y quieren protegerlo y legarlo. O han empezado a detestar los principios de los jóvenes porque son notablemente similares a los que tenían ellos en sus tiempos y ahora los consideran delirios absurdos. O sencillamente no quieren más cambios en sus vidas, por favor y gracias. El referéndum europeo de 2016 supuso una desviación de esta última perspectiva. Mientras que tres cuartas partes de los jóvenes votaron a favor de permanecer en la Unión Europea, dos tercios de los de mayor edad votaron en contra, lo que ocasionó un cambio considerable en sus vidas. Pero también es verdad que votar por la salida de la UE –a juzgar por la identidad de sus más destacados defensores– representó un giro hacia la derecha.
Interviene aquí, además, el factor Nunca Más, aplicable a los dos bandos y a sus dirigentes: No, yo no votaría de ninguna manera a..., y a continuación el nombre del líder del partido, ya sea Tony Blair, Michael Howard o Nick Clegg. La única vez que he votado a los conservadores fue cuando los dos partidos principales los encabezaban respectivamente Harold Wilson y Edward Heath. Debió de ser en las elecciones de 1974. Heath, de quien se burlaban por su estilo acartonado, era un liberal proeuropeo, un tory antipijo que había expulsado de su gabinete a Enoch Powell y se refería a Robert Maxwell como “la faz inaceptable del capitalismo”. Era asimismo el único primer ministro que había combatido en la Segunda Guerra Mundial, y por consiguiente el único que había sido testigo de las consecuencias del cisma europeo. Wilson, por su parte, incluso dentro de lo que es habitual en los políticos, me parecía –y me sigue pareciendo– muy poco escrupuloso; movía maquiavélicamente a su partido hacia un lado u otro, buscando el objetivo a corto plazo más ventajoso, anti o proeuropeo según sus necesidades parlamentarias. Por eso aquella vez voté al partido conservador de Heath. Por desgracia, mi voto, por fuerte que fuera, no pudo impedir la victoria de Wilson.
Mi viejo amigo Anthony Howard, antiguo editor de la New Statesman, solía llamarlo “el niñito de azul”. Y eso resultó ser. Después de 1997 volví a votar a los demócratas liberales, que parecían estar, y de hecho estaban, a la izquierda del Partido Laborista de Blair. Recuerdo en especial la oposición de Charles Kennedy a la guerra de Irak. Aunque es cierto que en esa época los demócratas liberales cambiaban de líder como de camisa, di por supuesto que sus principios esenciales seguían siendo los mismos. No me percaté del auge del ‘Libro Naranja’, y por eso supuse que durante la campaña electoral de 2010 habría una coalición: un pacto entre los liberales y los laboristas. No ocurrió ni por asomo, y luego los demócratas liberales renegaron de sus promesas electorales con respecto a las matrículas universitarias y ahí se acabó mi interés por ellos. O sea que Nunca Más.
Cuando rememoro las innumerables conversaciones que he mantenido con amigos y colegas sobre cuestiones políticas a lo largo de las últimas décadas, no recuerdo ni una sola y clara ocasión en la que un solo y claro argumento me haya hecho cambiar de opinión..., o en la que yo haya logrado cambiar la de otro. Son conversaciones que parecen consistir en que una persona declare su postura o sus prejuicios, con datos en la mano, y el de enfrente haga lo mismo pero con la conclusión opuesta.
De vez en cuando puede darse que haya un área sobre la que reconozcamos saber poco, en la que somos recipientes a la espera de ser llenados. Pero es poco habitual. Dicho de otro modo: aunque menos elocuentes, ¿no son los debates políticos privados más desoladoramente parecidos a Any Questions y Question Time de lo que me gustaría admitir?