Delincuentes al mando: así se defienden y se apoyan los autócratas
No es casual que populistas como Trump, Bolsonaro y Netanyahu tengan condenas o juicios pendientes. Aprovechan sus problemas legales para presentarse como víctimas del ‘establishment’ y apuntalar sus regímenes
Los tiranos han recibido muchos nombres —príncipe, monarca, zar, führer, caudillo, duce—, pero todos tienen algunas cosas en común. Los historiadores de la antigüedad describen cómo la capacidad del primer emperador romano para “organizar la opinión” le permitió mantener la apariencia de salvaguardar la democracia...
Los tiranos han recibido muchos nombres —príncipe, monarca, zar, führer, caudillo, duce—, pero todos tienen algunas cosas en común. Los historiadores de la antigüedad describen cómo la capacidad del primer emperador romano para “organizar la opinión” le permitió mantener la apariencia de salvaguardar la democracia mientras subvertía sus instituciones para crear un “nuevo Estado”. Los politólogos observan un fenómeno similar. No se trata solo de distorsionar la realidad o cultivar una imagen: exige la subversión activa y la destrucción gradual del Estado de derecho.
No es casualidad que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, se enfrente a graves cargos de corrupción, y que el presidente estadounidense, Donald Trump, sea el primer delincuente convicto en ocupar el cargo. Lo mismo ocurre con el brasileño Jair Bolsonaro y el colombiano Álvaro Uribe, dos exautócratas que buscan un regreso político. En el fondo, los tiranos son delincuentes.
Esto puede ser clave para entender el atractivo de los populistas-autoritarios: aunque son ricos y privilegiados, consiguen presentarse como auténticos representantes del “pueblo” y baluartes contra los excesos de las “élites”. Los delincuentes son fundamentalmente marginados, por lo que sus batallas legales pueden presentarse como prueba de que las instituciones estatales atacan activamente a quienes desafían al establishment.
Esta estrategia depende de la desconfianza popular en las instituciones, que hoy en día abunda. Según un estudio de 2024, solo el 23% de los estadounidenses confía en el Gobierno federal, y apenas el 29% cree que la democracia funciona. En el conjunto de los países de la OCDE, solo el 39% confía en las instituciones públicas.
En este contexto, todo lo que necesita un autócrata es una victoria electoral. Los tiranos gobiernan para sí mismos, para sus compinches y, ocasionalmente, para sus electores —nunca para sus opositores—. Cualquiera que intente hacerles rendir cuentas —los medios de comunicación, el Poder Judicial, los tecnócratas gubernamentales, los académicos— es sesgado, miente o es un agente del Estado profundo. De ahí a desmantelar las instituciones democráticas solo hay un paso.
Ningún populista autoritario ha interpretado mejor que Trump el papel de víctima de un sistema amañado y de la persecución partidaria. Después de todo, convenció a una gran parte de los estadounidenses de que Joe Biden “robó” las elecciones de 2020 y, el 6 de enero de 2021, instó a sus partidarios a interrumpir la transición de poder, lo que llevó a una turba enfurecida a asaltar el Capitolio de Estados Unidos. En el primer día de su segundo mandato, Trump indultó a casi 1.600 personas condenadas por delitos cometidos en la insurrección, que dejó cinco muertos, entre ellos un agente de policía del Capitolio.
Ante las elecciones brasileñas de 2022, Bolsonaro siguió el ejemplo de Trump y aseguró que, si perdía, sería debido a una manipulación electoral. Así, cuando sufrió una derrota a manos de Luiz Inácio Lula da Silva, una turba de sus partidarios atacó los edificios del Gobierno federal de Brasil. Desde entonces, Bolsonaro —condenado por intento de golpe de Estado— ha pedido amnistía para los juzgados por delitos cometidos durante el ataque y lamenta la “persecución implacable” que supuestamente “sufre”.
Uribe, por su parte, insiste en que su reciente condena por manipulación de testigos y la investigación en curso por una masacre de agricultores de subsistencia cometida en 1997 por paramilitares, que tuvo lugar cuando él era gobernador de Antioquia, son actos de “venganza política”. Los medios de comunicación de derechas se hacen eco de esta afirmación, que ha resultado lo suficientemente convincente como para espolear concentraciones masivas de los partidarios de Uribe.
En cuanto a Netanyahu, ha librado una guerra brutal en Gaza en parte para distraer la atención de su juicio de años por corrupción y soborno. Mientras tanto, ha utilizado su posición para presionar, e incluso destituir, a funcionarios relevantes. En términos generales, ha tratado de debilitar la autoridad y la independencia judicial.
La tiranía rara vez ha sido un fenómeno exclusivamente interno. Mientras que la dictadura puede producirse de forma aislada, los tiranos comprenden que la unión hace la fuerza. Más allá de emular tácticas exitosas, a menudo se mantienen unidos, defendiéndose y apoyándose unos a otros públicamente. Trump es un ejemplo de ello. En “defensa” de Bolsonaro, ha elevado la tasa arancelaria de Brasil al 50%, a pesar de que Estados Unidos mantiene un gran superávit comercial bilateral con el país, y ha impuesto sanciones a Alexandre de Moraes, el juez de la Corte Suprema brasileña encargado de la investigación. Asimismo, el secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, ha acusado a “jueces radicales” de usar el Poder Judicial colombiano “como un arma” contra Uribe. El Comité de Asignaciones de la Cámara de Representantes estadounidense citó el juicio de Uribe al proponer una reducción del 50% de la ayuda no militar a Colombia en 2026.
Sin embargo, Trump no defiende a ningún tirano con más vehemencia que a Netanyahu. Lo que los “fiscales fuera de control” le están haciendo al líder israelí es una “locura”, escribió el estadounidense recientemente en redes sociales. En otra publicación pedía que se cancelara el juicio o que se indultara a Netanyahu, e incluso ha amenazado implícitamente con suspender la ayuda militar a Israel si continúa la “caza de brujas”. Fue Estados Unidos el que “salvó a Israel”, concluyó, y será Estados Unidos el que “salve a Bibi Netanyahu”. Al erigirse en una especie de mecenas de los populistas-autoritarios, a los que ve como camaradas en la lucha contra el Estado de derecho liberal, Trump normaliza su propio comportamiento. En este contexto, el apoyo de su Administración a la reciente decisión de El Salvador de abolir los límites del mandato presidencial —allanando el camino para que otro presidente autocrático, Nayib Bukele, permanezca en el poder indefinidamente— debería preocuparnos a todos.
Si aún queda alguna duda en la mente de sus partidarios, Trump —al igual que sus camaradas tiranos— tiene un as en la manga: la religión. Ninguno de estos líderes es auténticamente religioso, pero todos cultivan alianzas con grupos religiosos poderosos. Netanyahu y Trump van más allá, y afirman —sin aparente sentido de la ironía— que han sido elegidos por Dios para salvar a sus respectivos países.
Si el patriotismo es el último refugio de un sinvergüenza, el manto de una vocación divina eleva al sinvergüenza por encima del común de los mortales y sus reglas. Como dijo Trump de manera inquietante: “Quien salva a su país no viola ninguna ley”.