En una sociedad de expertos en patatas fritas, nadie quiere a los pensadores
Los filósofos ya no susurran en los oídos del emperador, tienen que buscarse el sustento ante públicos que prefieren la prosa de los charlatanes de autoayuda
Nunca ha sido fácil explicar para qué sirven los pensadores (ni siquiera sabemos bien qué es un pensador ni en qué se distingue, si es que se distingue, de un filósofo, de un intelectual, de un teórico o de un ideólogo), pero se hace mucho más complicado cuando los expertos hiperespecializados los han sustituido como fuentes de autoridad.
Hace no mucho me topé con este titular que replicaron cientos de medios: “...
Nunca ha sido fácil explicar para qué sirven los pensadores (ni siquiera sabemos bien qué es un pensador ni en qué se distingue, si es que se distingue, de un filósofo, de un intelectual, de un teórico o de un ideólogo), pero se hace mucho más complicado cuando los expertos hiperespecializados los han sustituido como fuentes de autoridad.
Hace no mucho me topé con este titular que replicaron cientos de medios: “Los expertos aclaran que las patatas fritas de sabor jamón no van a desaparecer”. Había toneladas de contexto implícitas en la frase: se daba por supuesto que el lector creía que las patatas fritas de sabor jamón iban a desaparecer y estaba muy inquieto por ello. El titular no solo calmaba ese comprensible pánico social, sino que presentaba al público a un grupo de expertos en patatas fritas de sabor jamón. La especialización de los saberes había roto una nueva frontera del conocimiento. Leí la noticia completa para enterarme de cómo se llamaban los doctores en esta disciplina (¿patatofritólogos saborjamonólogos?) y qué universidades la impartían (¿la Universidad Matutano o el Pringles College?), pero no lo ponía.
Ortega y Gasset y Adorno alertaron hace un siglo sobre el daño que la expertología haría al pensamiento, generando una sociedad de sabios en aspectos cada vez más pequeños, e ignorantes absolutos en todo lo demás. Unos años antes, Marx enunciaba en su célebre tesis undécima sobre Feuerbach la dicotomía de los filósofos: comprender el mundo o transformarlo. El siglo XX trajo primero la renuncia a la transformación, que se dejó en manos de los expertos, y más tarde, la renuncia a la comprensión mediante el descrédito de los grandes sistemas filosóficos y de las verdades categóricas. Desde Foucault, ningún pensador tiene la ambición de comprender el mundo: los mejores se conforman con dar alguna pista.
Cuando el Gobierno español nombra a 22 asesores científicos y ninguno es humanista y tampoco encaja ni de lejos en la categoría de pensador, está confirmando que pensar el mundo no sirve para nada. Parece que el Gobierno necesita consejos prácticos y precisos sobre asuntos concretos, no discursos generales ni miradas panorámicas. Los filósofos ya no susurran en los oídos del emperador: los Séneca de hoy tienen que buscarse el sustento ante otros públicos. Por desgracia, esos otros públicos prefieren la prosa de los charlatanes de autoayuda. Para mayor desgracia, los que eligen la vida académica a menudo se quedan encerrados en sus claustros, sin que sus palabras lleguen más lejos. No está mejor el panorama entre los intelectuales, categoría a veces análoga a la de pensador, pero más laxa (un intelectual sería algo así como un cruce entre un cura y un filósofo, esto es, serían las mulas del pensamiento, y como sus homólogos equinos, servirían tanto para los trabajos de fuerza como para sufrir los palos de la plebe). Los agitadores soliviantados, los escritores que guiaban al pueblo hacia el palacio de Invierno y los novelistas que gritaban “j’accuse” desde los periódicos también han rebajado su entusiasmo y sus expectativas.
Un gran filósofo romano como Cicerón no aguantaría media sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados
Lo cómodo sería caer en el catastrofismo y parafrasear a Nietzsche: el pensamiento ha muerto. Y, como Nietzsche, nos engañaríamos. No murió Dios, sino la Iglesia. Tampoco ha muerto la funesta manía de pensar, sino la hegemonía de un tipo de pensador. Entre los inmensos pajares de influencers, predicadores, vendedores de crecepelo, youtubers, radicales trumpistas, coroneles putinianos, filósofos voxeros, rebeldes con cualquier causa y charlatanes, aún nos podemos pinchar con agujas de pensamiento serio, genuino, honrado y empeñado en ordenar un poco el caos y elevar la conversación.
No es extraño que muchos sabios humanistas se replieguen ante el ruido de las redes sociales y la política. Hablar hoy en el ágora es sufrir el ridículo, la agresión, el tomatazo y la injuria de las masas enfurecidas. No hay doctorado honoris causa que compense tantas humillaciones. Lo advierte Rubén Amón en su reciente ensayo sobre el arte de la conversación, titulado Tenemos que hablar: no brilla quien más sabe ni quien mejor piensa, sino quien maneja los códigos de la bronca. Descartes no tendría nada que hacer en la tertulia de Iker Jiménez. Galileo sería incapaz de convencer a un tuitero terraplanista de que la Tierra es redonda. Cicerón no aguantaría media sesión de control al Gobierno en el Congreso de los Diputados. Por eso hay que aplaudir a los que se atreven a ser pensadores a pecho descubierto y en territorios casi siempre hostiles.
Hace poco conocí en Chile a Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales y uno de los intelectuales de referencia del país. Peña analiza la compleja realidad chilena sin ánimo de complacer a nadie o de sumarse a corrientes establecidas para significarse como portavoz de unos u otros. Por tanto, enfurece a todos. La independencia de criterio es un requisito elemental del pensamiento, aunque pocos tienen las espaldas tan anchas como el profesor Peña. Pero ni siquiera esa independencia, tan dura de mantener, garantiza la relevancia de un pensador. Hace falta algo más.
Comentando la obra de Simone de Beauvoir y en un arrebato cuasimarxista, Didier Eribon —que no estará entre los pensadores más influyentes del mundo, pero es uno de los filósofos contemporáneos que más hondo me han llegado— sostiene que la tematización, por sí sola, es estéril. Traduzco: el pensamiento no basta. Un pensador (pensadora, en ese caso, pues se refiere a una obra poco conocida de Beauvoir, La vejez) puede identificar un asunto, analizarlo, exprimirlo, iluminarlo y procesarlo, pero si no hay un grupo social implicado en el tema y capaz de organizarse políticamente en torno a él, el pensamiento será —literalmente— una prédica en el desierto. Por eso el pensamiento es indisociable de la política, pero no en el sentido partidista u orgánico, sino social: si los pensadores no se ocupan de los problemas realmente existentes sufridos por colectivos realmente existentes, su obra no será muy distinta a la de los teólogos medievales que especulaban con la parusía o el peso del alma.
Mientras esto sucede florecen los festivales de pensamiento (la Bienal de Pensament de Barcelona, el Festival de las Ideas de Madrid…), despuntan en las listas de best sellers estrellas como Byung-Chul Han y resuenan en las ferias del libro filósofos tan persuasivos y buenrolleros como un ejecutivo de Silicon Valley. La cultura del espectáculo no ha sido ajena nunca al pensamiento, y el público siempre ha escuchado con atención al orador hipnótico que resume el mundo en tres frases. Pero esto son espejismos: que algunos pensadores se asimilen a una forma de entretenimiento más o menos sofisticada y cool no quiere decir que sus ideas se impongan al ruido de las redes sociales o de las consignas populistas. Hoy sigue vigente la frase de Manuel Azaña de que la mejor manera de guardar un secreto es escribirlo en un libro. Que alguien crea que un auditorio lleno para escuchar a dos filósofos indica que la filosofía es popular e influyente es tan falaz como aportar el libro reservas de Mugaritz como prueba de que ya no hay hambre en el mundo.
Como en otros tantos ámbitos culturales, nos sirve la moraleja que dejó escrita el pensador involuntario Billy Wilder en Uno, dos tres: “La situación es desesperada, pero no grave”.