La vida es bella en los campos de concentración de Giorgia Meloni

Resulta difícil de creer que en Europa se tome como “modelo” la crueldad organizada

Un camarero en la Trattoria Meloni, un restaurante cerca del campo de inmigrantes organizado por el Gobierno italiano en Shengjin, Albania.Florion Goga (REUTERS)

Un día, hablando de cine con Sergio del Molino, me comentó de pasada que no le gusta nada la película La vida es bella. Volví a verla tratando de averiguar la razón de su rechazo y reparé en que su planteamiento pasa por mentir a un niño para que no reconozca el horror que le ha tocado vivir. De lo que no se sabe, no se sufre, debe de pensar el padre protagonista mientras es deportado junto a su hijo a un campo de concentración nazi. “¿Ves cómo llora esa mujer?”, pregunta Roberto Benigni al ni...

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Un día, hablando de cine con Sergio del Molino, me comentó de pasada que no le gusta nada la película La vida es bella. Volví a verla tratando de averiguar la razón de su rechazo y reparé en que su planteamiento pasa por mentir a un niño para que no reconozca el horror que le ha tocado vivir. De lo que no se sabe, no se sufre, debe de pensar el padre protagonista mientras es deportado junto a su hijo a un campo de concentración nazi. “¿Ves cómo llora esa mujer?”, pregunta Roberto Benigni al niño. “Es porque a su hijo pequeño no le han dejado venir”. Pues bien, esa misma táctica es la que está usando Giorgia Meloni en la vida real, la de mentirnos para evitarnos un dolor, el de tener que convivir con la realidad de la inmigración. Su guion sería más o menos así: “¿Habéis visto qué suerte tienen las 16 personas migrantes que vamos a encerrar en Albania? ¿Veis cómo lloran? Es de alegría”.

Lo asombroso del caso de Meloni es que la fórmu­la narrativa de la “mentira cuidadora” le está funcionando. Tanto que hasta Ursula von der Leyen ha entrado al juego de su “modelo”. No puedo creer que en la solidaria y humanitaria Europa se empiece a llamar “modelo” a la crueldad organizada y “asilo” al encierro forzoso de personas en situación de emergencia. “Mirad qué bonito el complejo italiano donde van a descansar los migrantes en el campo albanés, qué preciosas esas vallas de acero de siete metros, es para que no pueda entrar toda la gente a la que le gustaría dormir en esos barracones prefabricados. ¿Y esos uniformes obligatorios? Todo el mundo quiere tener uno, pero solo se lo dan a los que entran”, vendría a decirnos Meloni.

Una de las cosas que menos me gustó cuando volví a ver la película de Roberto Benigni es que su planteamiento miente sobre algo fundamental y es el hecho de que no se puede hurtar la verdad a nadie, ni siquiera a un niño. Porque, en realidad, los niños (y cualquier persona) en situaciones traumáticas pueden negar la situación, pero no por eso dejan de vivirla ni de padecerla. Las víctimas sufren aunque no las tengamos delante, aunque nos contemos un relato que niegue su dolor, incluso cuando las hagamos cómplices de dicho relato. Por increíble que le parezca a Meloni, el dolor de las personas migrantes no desaparece si dejas de mirarlo. Por ahora, de las primeras 16 personas deportadas, cuatro han tenido que regresar a Italia por tratarse de menores o vulnerables. Nadie se había dado cuenta de su existencia.

Mientras tanto, la película de terror que estamos viendo en directo continúa. Giorgia Meloni interpreta con eficacia a una madre emocional y populista, dispuesta a mentir a sus hijos europeos por nuestro propio bien. La inmigración que no se ve es inmigración que no se sufre, nos dice mamá Meloni. Una madre cruel muy distinta al padre de La vida es bella. Porque, en el caso de Roberto Benigni, el juego narrativo pasaba por exigir al espectador conocer la verdad y condenar el horror. En cambio, la “película” de Meloni tiene el propósito contrario: esconder la realidad y crear horror. Puede que su interpretación sea de Oscar, la tragedia es que ella no es un personaje de ficción.

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