Una pareja normal en una mañana normal. Y todo lo que se oculta detrás
A veces no somos capaces de registrar la realidad porque se nos revela tan terrible, que nos faltan archivadores para clasificarla
Fue en un camping de Huesca o Portugal. Quizás Bretaña. ¿1996? El recuerdo se desdibuja, empasta veranos sucesivos viajando con mis padres, cenando puré Maggi de campingás y durmiendo sobre una esterilla fina, morada por un lado, azul por el otro. Mis padres dormían en otra tienda de campaña o en la furgoneta. Yo tenía 11, 12 años, quizás menos. Algunas noches, cuando el campin se adormecía, abría la cremallera de la tienda y paseaba sola entre parcelas vacías y caravanas. Releo lo que he escrito hasta aquí y sie...
Fue en un camping de Huesca o Portugal. Quizás Bretaña. ¿1996? El recuerdo se desdibuja, empasta veranos sucesivos viajando con mis padres, cenando puré Maggi de campingás y durmiendo sobre una esterilla fina, morada por un lado, azul por el otro. Mis padres dormían en otra tienda de campaña o en la furgoneta. Yo tenía 11, 12 años, quizás menos. Algunas noches, cuando el campin se adormecía, abría la cremallera de la tienda y paseaba sola entre parcelas vacías y caravanas. Releo lo que he escrito hasta aquí y siento que empieza como un coming of age estival, una brasa dormida de verano que aún se puede soplar para que brille. Pero no. Lo que quiero contar es esto:
Una noche, paseando por un campin, espiando de lejos el recuadro de luz naranja de la ventana de una caravana, vi cómo un hombre apretaba con sus manos el cuello de una mujer y no hice nada. Sí. No parecía que quisiera acabar con ella, pero había algo —su miedo, la falta de aire— que iba creciendo. El recuerdo es un chicle que con el terror se alarga, se derrite. No sé cómo o cuándo decidí volver a la tienda de campaña, no sé por qué no pedí ayuda, no sé cómo conseguí dormirme. Sí tengo el recuerdo leve de estar tumbada sobre la esterilla, decidiendo que al día siguiente contaría lo que había visto.
Por la mañana, cuando desperté y salí de la tienda de campaña, la mujer estaba allí, unas parcelas más allá, desayunando sentada en el porche de su caravana. Tranquila. Una mujer normal en una mañana normal. La insistencia de mi mirada llena de estupor la hizo mirarme a su vez. Me sonrió. El hombre también estaba allí, entrando y saliendo de la caravana, recolocando el toldo. Hablaban entre ellos. Una pareja normal en una mañana normal. A lo largo de los próximos días, me repetí que aquello que había visto era imposible. Al final del verano ya estaba casi segura de que había sido un sueño.
Durante años, esa escena habitó tras un biombo. La criptomemoria es un término acuñado por el psicólogo Théodore Flournoy que se refiere a los recuerdos ocultos en la conciencia. Es decir, la persona no sabe que los tiene, no recuerda de dónde los obtuvo. Este tipo de memoria es la responsable de casos de plagio involuntario. Yo misma pude haber generado una escena de ficción en una novela usando ese recuerdo que había obligado a ser un sueño.
La escena no se colocaría en su lugar hasta años después, en otro viaje, a los 30 años. Estaba yo misma acorralada, pudiendo huir, pero no huyendo, de una relación abusiva. Después de una noche infernal, desayunábamos en una mesa al sol en un bar. Una pareja normal en una mañana normal. Sentí un temblor leve, el cerebro agitándose para arrojar la certeza cuidadosamente guardada: aquel verano, en aquel viaje, a los 12 años, paseando por un campin en sombras, vi cómo un hombre agarraba a una mujer del cuello. Y al día siguiente aquella mujer normal en una mañana normal sonreía al sol igual que sonreía yo. Su dolor bien guardado en el subsuelo, enredado con el amor, la conveniencia y quién sabe qué cosas más. Cuánta oscuridad ocultará la gente normal en mañanas normales, desayunando al sol. Y pienso en los viajes, precisamente, y en veranos como aquel, como el otro, como este. Los datos publicados por este diario arrojan que junio, julio y agosto concentran casi el 30% de todos los crímenes de violencia machista.
Berta Rodríguez, especializada en intervención con mujeres víctimas de violencia de género, me habla de lo habitual que es la negación de la situación en casos de violencia de género. Me comenta la prevalencia de las recaídas. Le digo cuánto me recuerda ese ciclo al de las adicciones. Asiente. “Esa fase de recaídas o negación puede repetirse varias veces, por temporadas. En el abordaje de mujeres en una situación de violencia, algunas psicólogas usamos como marco teórico el modelo transteórico del cambio. Este modelo es una propuesta que dos autores, Prochaska y DiClemente, hicieron en 1984 para explicar el proceso de desintoxicación”. Según este modelo, me explica Rodríguez, quienes se enfrentan al cambio atraviesan varias fases: negar la violencia, tomar cierta conciencia de lo que ocurre, pero sin hacer nada, prepararse para actuar y actuar, explica. Pero en ocasiones, cuando se han recorrido las primeras fases, se vuelve al punto de partida. Hay personas que pasan la vida entera en la primera fase de negación. Por eso, explica Berta Rodríguez, identificar en qué estadio del cambio se encuentra la mujer es fundamental para decidir la intervención.
El mismo día que hablo con Berta Rodríguez estoy en la estación de Chamartín, haciendo cola para coger un tren. Comunican por megafonía un cambio de puerta. Y entonces escucho detrás de mí la voz. “¿Lo ves? No era la puerta 7. Es que eres estúpida”. Es la voz repleta de ira de un hombre, y la recibe como una ducha helada una mujer que no es diminuta, pero se ha hecho diminuta. Él la insulta de nuevo, aprieta su brazo de una forma poco evidente, pero firme, que conozco. Con una rueda de fuego girándome dentro, me vuelvo e increpo al hombre. “Es imposible que lo supiera. Acaban de decir el cambio de puerta ahora mismo”. El hombre me mira enfurecido y farfulla. La mujer ya no es diminuta; se crece un poco para abroncarme. Frente al ataque externo, se une firmemente a su marido. Dice el escritor argentino Fabián Casas en su poema Hace algún tiempo: “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”. Tomo su verso y lo alargo para ilustrar este momento: todo lo que se pudre forma una familia que se aferra a lo podrido. Incluso lo defiende mostrando los dientes.
Yo también, a los 30 años, defendí una podredumbre que podría haberme comido. Callé y fingí ante gente que podría haberme ayudado. Ahora, años después, en Chamartín, he actuado movida por una determinación adulta que quiere limpiar ese pasado y otro aún más lejano: hace muchos años, en un campin, vi a un hombre apretando el cuello de una mujer y después pensé que lo había soñado. Que era imposible.
Lo aprendí en ese viaje, pero sólo lo comprendí años después: a veces no somos capaces de registrar la realidad porque esta se nos muestra tan terrible que no sabemos en qué archivador clasificarla. Porque tenemos 12 años y no entendemos el mundo. Porque tenemos 30 y seguimos confiando en que no es posible tanto mal. Sobre todo si al día siguiente amanece y la mujer desayuna tranquila al sol. Sobre todo si somos capaces de desayunar al sol. Y luego, poco a poco, nos damos cuenta de que la normalidad más absoluta puede esconder los peores sueños.
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