Europa debe pensar más en quien perdió la fe en la democracia
Para lograr movilizar a los demócratas apáticos es imprescindible que la Unión Europea avance no solo libertad, sino también igualdad y justicia social
La advertencia del poeta irlandés W. B. Yeats de que “los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada” resuena con fuerza en Israel, donde el centro ha desaparecido aplastado por un extremismo fanático y populista, capaz de ignorar la suerte de los rehenes en manos de Hamás y de ...
La advertencia del poeta irlandés W. B. Yeats de que “los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada” resuena con fuerza en Israel, donde el centro ha desaparecido aplastado por un extremismo fanático y populista, capaz de ignorar la suerte de los rehenes en manos de Hamás y de masacrar sin piedad a la población civil palestina (más de 17.000 niños muertos), y, creen muchos, en Europa, donde la extrema derecha ha obtenido en las recientes elecciones un resultado notable.
Y sin embargo, en Europa, si se analizan los datos, en realidad, esa ola extremista no ha sido tan alta como se predecía. Sus 178 eurodiputados (de los 705 con que cuenta la Cámara) son sólo 14 más que los que obtuvo en 2019, eso sí, teniendo en cuenta que entonces se contabilizaban en su lado a los euroescépticos británicos.
No hay ninguna razón por la que la derecha conservadora europea renuncie hoy a sus acuerdos con los socialdemócratas, liberales o verdes. El principal riesgo es que la victoria democrática no sirva para nada si el Parlamento se limita en los próximos años a la estúpida estrategia de gritar ¡que viene el lobo! (En el mismo sentido, sería buena idea que el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, dejara de hacer propaganda a Alvise cada vez que quiere atacar al PP).
La convicción democrática, activa, potente, es el elemento fundamental de esta nueva legislatura, pero debe traducirse en hechos. “Hay un aspecto fundamental en el que el periodo de entreguerras y el nuestro guardan una incómoda semejanza”, escribe el gran historiador Mark Mazower. “Seguramente, no deberíamos pensar tanto en quién se ha vuelto fascista, sino en quién ha perdido la fe en el gobierno parlamentario, su sistema de mecanismos de control y equilibrio y sus libertades básicas”.
El desprestigio de las instituciones democráticas es el gran riesgo y la gran palanca de la extrema derecha, como los fue en los años veinte-treinta del siglo pasado para el fascismo italiano o el nacionalsocialismo alemán. Conseguir que los ciudadanos perciban al Parlamento Europeo como inútil, extender la sospecha de que nunca actuará en contra de los “verdaderos poderes” de los grandes grupos financieros o de las monstruosas empresas tecnológicas, y asegurar que solo volviendo a “recuperar” el Estado-nación, con gobiernos fuertes y autoritarios, se podrá controlar el futuro, es el mejor instrumento de que disponen los representantes de esa internacional de extrema derecha y sus fanáticos financiadores. Pero para luchar contra esa percepción, lo primero es que no sea verdadera, que el Parlamento Europeo y las instituciones democráticas europeas, con el Partido Popular, los socialdemócratas, liberales y verdes, demuestren su fortaleza y su capacidad de acción frente a esos formidables y reales problemas. Y que se nieguen en redondo a normalizar el vocabulario, los mensajes y las propuestas de esa extrema derecha. Que se siga considerando escandaloso lo que es escandaloso, por ejemplo, la supeditación de los derechos humanos y sociales a los intereses de una pretendida nación abstracta. O la repugnante idea antiinmigración de que “solo los miembros de la nación pueden ser ciudadanos del Estado”, propuesta que formaba parte, precisamente, del punto 4 del programa nazi en 1920.
Es verdad que la democracia liberal clásica nunca ha buscado movilizar a sus poblaciones, pero entre la movilización permanente que intentan los populistas y la apatía que demuestran los demócratas hay un trecho que se podría acortar. Para lograr esa movilización es imprescindible que la Unión Europea lleve consigo no solo libertad, sino también igualdad y justicia social. Que los ciudadanos perciban que la mejora de su vida se logra mucho más rápidamente, con democracia y con una Unión Europea ágil y eficaz, pacíficamente. Será una tarea especialmente difícil si el núcleo franco-alemán no consigue reanimarse. La victoria de Le Pen en las europeas y el segundo puesto de Alternativa para Alemania (AfD en siglas originales) tienen que ser enfrentadas inmediatamente. Macron lo ha entendido así, convocando elecciones legislativas. El canciller alemán, Olaf Scholz, que afronta un mapa en el que AfD ha vuelto casi a dibujar la frontera de la antigua RDA, prosoviética, parece aún conmocionado. Las instituciones europeas y los nuevos políticos que integren los principales cargos (la presencia del portugués António Costa como presidente del Consejo sería una gran noticia) son los primeros interesados en apoyar la movilización democrática alemana.
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