Bayona no necesita suerte para el Oscar
Lo asombroso que muestra ‘La sociedad de la nieve’ es que, reconociendo lo peor, sus protagonistas construyeron una sociedad mejor
He tardado mucho en ver La sociedad de la nieve. Confieso que me daba pereza la idea. La historia ya la conocía y no me apetecía recrearme en su dolor. Pero cuando escuché a su director, Juan Antonio Bayona, decir que más de 100 millones de personas la habían visto, no pude resistirme. Necesitaba entender por qué tanta gente decidía enfrentarse, al mismo tiempo y en todo el mundo, a una tragedia ya co...
He tardado mucho en ver La sociedad de la nieve. Confieso que me daba pereza la idea. La historia ya la conocía y no me apetecía recrearme en su dolor. Pero cuando escuché a su director, Juan Antonio Bayona, decir que más de 100 millones de personas la habían visto, no pude resistirme. Necesitaba entender por qué tanta gente decidía enfrentarse, al mismo tiempo y en todo el mundo, a una tragedia ya conocida. Lo que no imaginé es que la película retara al espectador a responder precisamente a esa pregunta. “¿Qué sentido tiene? Denle ustedes el sentido, ustedes son la respuesta”, sentencia una voz en off al terminar. Y confieso que, por fin, comprendí.
¿Puede convivir el sentido con la desproporción del dolor al que nos enfrenta la vida? ¿Queda algo en lo que creer después de que lo peor haya sucedido? Hay momentos en que toda esperanza pierde su razón de ser. Sin embargo, el joven Arturo Nogueira nos habla herido desde las ruinas de su avión en la película de Bayona: “Yo creo en otro dios. Creo en el dios que tiene Roberto en la cabeza cuando viene a curarme las heridas. En el dios que tiene Nando en las piernas para salir a caminar sin condiciones. Creo en las manos de Daniel cuando corta la carne. Y Fito cuando la reparte sin decirnos a qué amigo perteneció y que así podamos comerla sin… sin tener que recordar su mirada. Yo creo en ese dios. Creo en Roberto, en Nando, en Daniel, en Fito y en los amigos muertos.” Y de algún modo, nos reconocemos en sus palabras. Y al hacerlo, el espectador entiende que probablemente Arturo no hubiera conocido la fe de la que habla sin enfrentarse al dolor que ahora reconoce. Porque el hecho es que en el viaje de los Andes, un grupo de jóvenes triunfadores subieron a un avión dispuestos a conquistar el mundo, cada uno pegado a sus anhelos y a sus sueños, y terminaron por enfrentarse al peor de los infiernos. Lo asombroso, lo que nos muestra la película, es que desde el reconocimiento de lo peor fueron capaces de construir una sociedad mejor. Una donde creer en los cuidados y en las personas, donde acariciar los pies de un amigo para que entre en calor, donde curar heridas, donde recuperar los nombres. Una sociedad donde reconocernos mortales y sentirnos, al mismo tiempo, eternos.
“Sé que yo no voy a volver”, dice Numa poco antes de morir. “Estoy preparado para lo que viene. Y me pone muy feliz saber que ustedes sí lo van a lograr”. Acostumbrados a vivir en una sociedad donde el único reconocimiento del otro (incluso el propio) se articula a través del éxito, nos encontramos de pronto con la posibilidad de ser feliz en la pérdida, incluso ante las puertas de la muerte. ¿Quiere esto decir que necesitamos el dolor para ser felices? Desde luego que no. Pero el hecho es que solo somos capaces de reconocer que el otro es nosotros en el dolor. Y esa posibilidad de ser en el otro es fuente de amor por la vida, incluso de alegría.
¿Qué sentido tiene entonces hacer una película sobre una tragedia que todos conocemos? El de volver a reconocernos en nuestros nombres y en los nombres de los otros. No creo que exista mejor premio para un creador. Y Bayona ya lo ha ganado. No hace falta pues desearle suerte sino decir, con o sin Oscar, enhorabuena.
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